La historia según Stefano Benni

Stefano Benni, miembro de la Escuela Superior de Historiografía Aplicada a la que pertenecen Groucho Marx, Monty Phyton y Woody Allen, nos entregó esta crónica sobre bares, cafeterías y lugares de esparcimiento precedidos por el receptor de televisión que muestra al “rebaño ragrado” vencido por la “Academia” y a los erráticos pulipos de don Manuel Lapuente perdiendo ante un equipo de cepetés trinitarios. Don Cristóbal Colón, Julio César, el Corsario Negro, Nelson, la reina Isabel, el Olonés, los aztecas, el Tercer Estado y Savonarola giran en estas páginas que huelen a café, a bar y a mares surcados por barcos piratas. El métido seguido por este científico social consiste en ser más confuso que los historiadores canónicos.

Los filósofos peripatéticos enseñaban sus teorías en las mesas al aire libre y acababan cayéndose de borrachos. Pitágoras inventó su famosa tabla porque ya estaba cansado de que lo engañaran con las cuentas de las cervezas, y Zenón se volvió estoico porque había perdido la paciencia esperando que le enfriaran su taza de chocolate con leche.

Los bares

l hombre primitivo no conocía los bares. Cuando se levantaba muy temprano, con los ojos puestos en el techo de su caverna, sentía súbitamente el poderoso deseo de tomarse un café. Pero todavía no se inventaba el café y, por lo tanto, el hombre primitivo hundía su frente entre las manos y asumía la característica expresión simiesca. En aquella época no había bares. Por la noche los hombres solteros se reunían en cualquier gruta, formaban un semicírculo y se dedicaban al intercambio de garrotazos en la cabeza siguiendo las instrucciones de un preciso ritual. Como se trataba de un entretenimiento más bien zafio, muy pronto pasó de moda. Poco después, los seres primitivos comenzaron a organizar reuniones en sus cavernas para dibujar las caricaturas que entre ellos llamaban, en plan de broma, “grafitos paleolíticos”. Pero este primer intento de bar fue un fracaso, pues no tenían televisión y, por lo mismo, carecían de vistosas gambetas, de pases rasantes, de tiros al arco, celebraciones de gol y árbitros vendidos. Por eso la conversación languidecía en medio de regüeldos y gruñidos.

Los antiguos romanos, en cambio, muy pronto inventaron la taberna al observar el vuelo de los pájaros. En los suburbios pululaban los bares y los taberneros hacían grandes negocios, tan grandes que se convirtieron rápidamente en la clase dominante. Julio César empezó su carrera haciéndola de camarero y por eso conservó toda su vida la pésima costumbre de sacarles propinas a los bárbaros que derrotaba.

En los bares romanos se bebía mucho licor de menta, vinos montañeses y ajenjo. Las leyes, por otra parte, eran muy severas y a quien era sorprendido en estado de ebriedad, sin más se le cortaba la lengua. Esta disposición fue revocada al darse cuenta de que las sesiones en el Senado tendían a volverse extrañamente silenciosas.

La mayor parte de los camareros eran esclavos cartagineses, pero también había muchos filósofos griegos que hacían esos trabajos serviles para pagarse los estudios. Se dice que Aristóteles fue camarero del Porcus carnitorum por dos años y que ahí concibió sus intuiciones sobre la lógica al ver a un cliente que trataba de ensartar con un tenedorcito una enorme cebolla. Platón fue lavaplatos en el Pompis imperialis, uno de los restaurantes más de moda en Roma y en el cual la barbacoa era trasladada de mesa en mesa en un carromato tirado por dos caballos.

También en Grecia el bar tuvo mucho éxito. Los filósofos peripatéticos enseñaban sus teorías en las mesas al aire libre y acababan cayéndose de borrachos. Pitágoras inventó su famosa tabla porque ya estaba cansado de que lo engañaran con las cuentas de las cervezas, y Zenón se volvió estoico porque había perdido la paciencia esperando que le enfriaran su taza de chocolate con leche.

La Edad Media fue una de las etapas de oro de los bares. En esos tiempos se inventaron la posada y la casa de postas en las cuales los caballos podían descansar mientras los caballeros se refocilaban de distintas maneras. En realidad las cosas camineras funcionaban así: el caballero le preguntaba al caballo “¿Verdad que estás cansado?” y, sin esperar la respuesta, se paraba en una de las incontables posadas y se bebía unas copas. Esto sucedía treinta o cuarenta veces en un kilómetro.

En las tabernas con frecuencia se celebraban duelos y los caballeros se asestaban incontables guantazos. D’Artagnan desafiaba y mataba a todos los que sorprendía en los videojuegos porque el ruido lo ponía de un humor fatal.

En esas tabernas que tenían nombres como “El gallo de oro”, “La oca hirsuta” o “El agujero del diablo”, se bebía el vino en copas pesadísimas de casi medio metro, incrustadas de rubíes o de zafiros, y las aceitunas eran como sandías. Las copas y las botanas tenían, a veces, una contundente participación en los duelos.

Una variante célebre de esas tabernas fueron las de los piratas en las cuales se bebía, casi exclusivamente, ron. En realidad a los piratas les encantaban las bebidas frappé, pero, desasosegados y endurecidos por la vida en los mares, acababan siempre metiéndose las cucharillas en los ojos. Por esta razón, el noventa por ciento de los bucaneros usaba el famoso parche negro. Muchos fueron destruidos por el “agua caliente”, hasta que el famoso Morgan el Huérfano descubrió que el frappé se podía beber también usando un popote. Por esta notable intuición la reina de Inglaterra, dada a exagerar en los apapachos a sus corsarios, lo nombró Lord y le regaló un timón forrado de un material que imitaba la piel de leopardo. El regalo fue generoso, pero despertó sospechas y rumores de todo género en la comunidad bucanera.

Algunas de esas tabernas eran legendarias, como el “Cañón de las Antillas”, cuyo propietario era el famoso O’Shamrok, quien tenía un loro extraordinario llamado Bozambo. Lo había adiestrado para que se parara en su hombro. Por lo tanto representaba el papel del loro que estaba sobre el hombro del señor O’Shamrok y se aferraba con las garras a la espalda de su amo, mientras atendía a los clientes en tres lenguas. O’Shamrok fumaba su pipa y se limitaba a decir estupideces como “O’Shamrok quiere un bocadito” o “O’Shamrok dice buenas noches. Eeeeerk” y otras por el estilo. En esta taberna sólo se podía entrar si se tenía una pierna de palo, un ojo de vidrio o un garfio en lugar de mano. Esto exigía la presencia constante de un herrero siempre listo para desenganchar a los garfios demasiado efusivos. El cliente predilecto fue El Olonés, quien en realidad era una cómoda cajonera con un solo brazo y tocada con un sombrero absurdo. Bebía todas las noches medio litro de ron que le vertían en uno de sus cajones. Cuando estaba de buen humor abría la gaveta central y mostraba una bacinica, provocando así la hilaridad de los espectadores. Murió en Maracaibo y sus compañeros se amotinaron y le llenaron los cajones de polillas.

Otro cliente habitual era el Corsario Negro. Tenía una pierna de madera mal ajustada que, cuando cambiaba el clima, le provocaba unas punzadas atroces. Cuando esto sucedía, el Corsario perdía la cabeza, comenzaba a gritar y, con su reluciente cimitarra, se cortaba la prótesis. Por esta razón, uno de sus ayudantes lo seguía siempre cargando un saco de golf lleno de piernas de recambio. El Corsario Negro era más vanidoso que su hija Yolanda y tenía más de trescientas prótesis, todas hechas de maderas preciosas. Las había para las batallas, para los paseos digestivos y para las galas nocturnas. Tenía inclusive una para los naufragios, que terminaba en una aleta de plástico.

Una noche en la que se encontraba muy borracho y adolorido, el Corsario Negro sacó la cimitarra y se cortó la pierna buena. Al principio, se negó a admitir su error y continuó jugando al chemin de fer. Sin embargo, al filo de la media noche, comenzó a bambolearse en la silla e informó que no se sentía bien. Afortunadamente andaba por ahí un cirujano conocido con el nombre de Almendro el Asesino, quien le echó un vaso de whisky en la herida y le dijo: “Corsario, aguántate, ahora te dolerá un poco.” El bucanero contestó: “No le temo al dolor, pero ¿qué dirá mi madre?” Almendro le colocó dos piernas de madera, pero una de ellas era más larga que la otra, de tal manera que el Corsario se mantenía en pie por un momento y después se caía del lado derecho. Más tarde le colocó dos iguales, pero una era de madera oscura y la otra de clara, y cuando el pirata se vio en el espejo se puso a llorar amargamente. Por fin logró colocarle dos piernas que funcionaban de forma aceptable pero, en ese momento, hicieron su entrada los esbirros del ejército inglés capitaneados por Nelson. Todos los piratas lograron huir enganchando sus garfios en las cuerdas de los tendederos de ropa. Sólo el Corsario Negro se quedó parado en sus piernas de madera a la mitad del salón, sin poder moverse. Nelson lo vio y le dijo: “Corsario Negro, ¿es este otro de tus sucios trucos?” El ilustre bucanero esbozó una sonrisa sardónica y dijo: “Bau”, intentado escapar a gatas. Lo detuvieron y lo metieron a la cárcel con el propósito de colgarlo al amanecer.

Esa noche todos los piratas se reunieron en el buque del Olonés, con el objeto de encontrar la manera de liberar al Corsario Negro. Pero, en ese momento, en la costa se iniciaron los fuegos pirotécnicos y todos corrieron a la cubierta para verlos, olvidándose por completo del desventurado preso. A la mañana siguiente, el Corsario se presentó en el palco de los condenados a muerte ostentando una sonrisa burlona. Siguió sonriendo mientras le ponían la soga al cuello. Esta extraña serenidad provenía del hecho de que la noche anterior le habían puesto unas piernas de madera de seis metros de alto. Así que, cuando la trampa se abrió, el Corsario siguió en pie, tan tranquilo, en el patíbulo. Fue muy incorrecto que el verdugo tuviera que bajar con un serrucho para cortar las enormes piernas. En ese momento, del buque del Olonés partieron unos horrísonos cañonazos que cayeron en el palco. El Corsario aprovechó la confusión para huir con la horca en las espaldas. Llegó al muelle, se robó una balsa y regresó a su barco. Sus compañeros decidieron amotinarse y, de inmediato, embalsamaron a su líder. Pero… perdón… nos estamos saliendo de nuestra historia.

Vayamos, pues, a la Revolución Francesa, pues en ese convulso periodo el bar tuvo verdaderos momentos de gloria y los nobles pasaban en él casi todo el día.

Unos años antes, Cristóbal Colón, un genovés más tozudo que un aragonés, había pasado una temporada en América y se había sorprendido al ver que los indígenas llevaban colgados del cuello unos extraños objetos metálicos, en forma de cilindro y con un pequeño pico. Los indios, que hablaban sin inhibición su propio dialecto, los llamaban “napolitana” o “moka”, palabra que encerraba el siguiente concepto: “máquina de fierro para hacer el jugo negro que te desvela”. Efectivamente, en esos cilindros había un líquido denso y oscuro del cual bebían cantidades increíbles. El señor Colón quiso probarlo de inmediato. Lo hizo, exclamó “le falta azúcar” y formuló rápidamente una propuesta que consistía en el intercambio de tres máquinas por trescientas noches en vela. Los indígenas, muy satisfechos, la aceptaron y, en homenaje, le llamaron “Bazuk” que significa “hombre blanco que hace unos negocios bestiales” y le dedicaron una coreografía ininteligible.

Colón regresó a España y apenas llegó a la corte de la reina Isabel, se inclinó muy zalameramente ante la majestuosa señora, llevando en la mano una de las máquinas indígenas. Se inclinó tanto que le hizo una gran mancha al vestido cubierto de diamantes de la soberana. La reina exclamó “¿qué faze?” o algo así y, a partir de ese momento, la bebida se llamó, primero “quefé” y, un poco más tarde, “café”, aunque la irreverente chusma insistía en llamarlo “culofé”. El café pronto se puso de moda en la corte española, pero sólo podían beberlo los hombres, pues era mal vista una dama que llevara una demi tasse en la mano. En realidad, las damas de la corrupta corte isabelina salían subrepticiamente del palacio, disfrazadas de palafreneros, y se iban a beber litros de café a los suburbios. Un día, el cocinero de palacio, Olivares, sorprendió a la reina quien, disfrazada, hurgaba en un tonel para llegar al líquido más denso y concentrado. Para evitar el escándalo el rey se vio obligado a nombrar marqués al cocinero y a ejecutarlo a la mañana siguiente.

De España el café pasó a Francia, donde se convirtió en la bebida predilecta de la nobleza. En ese país, el abate Siejes, famoso tacaño, inventó el capuchino que, originalmente, en lugar de leche llevaba agua.

Los nobles franceses, como ya lo he dicho sin temor a represalias, daban un espectáculo deplorable pasando todo el día en el bar y divirtiéndose lanzando huesos de aceituna a los representantes del Tercer Estado. El pueblo ardía y París se había convertido en un polvorín. La chispa que encendió la contienda revolucionaria se inició con un trivial episodio sucedido en el bar Le Canard Muscleton: el Marqués de Paissac, notorio libertino, derramó una paletada de helado de vainilla en el escote de una camarera. El marido de la agredida lo persiguió entre las mesas con el objeto de matarlo, cosa que logró sin mayor esfuerzo, pues el libertino había comido varios helados y no podía desplazarse con celeridad a causa de una serie de enfermedades venéreas de las cuales se mostraba muy satisfecho. El pueblo reaccionó y, armado de tridentes, salió a las calles para matar aristócratas. El rey, debido en gran parte el hecho de que la cia aún no había sido descubierta, se vio obligado a huir. Pero cuando tenía ya un pie en el alféizar de la ventana, le llegó la noticia de que los revolucionarios se habían reunido en la cancha de voleibol. Lleno de curiosidad salió corriendo y se percató de que, efectivamente, estaban jugando y, en ese momento, discutían porque Robespierre había fallado un saque.

“Quiero jugar yo también”, dijo el inmaduro monarca y todos se le echaron encima y lo llevaron a la guillotina.

Mientras tanto, en Italia, Girolamo Savonarola discurseaba en contra de la nobleza y lanzaba al mercado el café instantáneo. El resto es ya pura historia moderna que todos conocemos.

Traducción de Stan Hardy

Ilustración de José Hernández