MIERCOLES 13 DE SEPTIEMBRE DE 2000

Ť Dirigía un penal clandestino en Pie de la Cuesta


Acusan a Acosta Chaparro de decenas de desapariciones

Ť Dos sobrevivientes de la tortura lo identifican plenamente

Blanche Petrich Ť A una de las cárceles clandestinas de Acapulco le decían el ferrocarril, porque las pequeñas celdas, siete u ocho, se alineaban como vagones de un tren. Ahí, en un espacio de un metro por uno y medio, llevaba varios días encerrada, con los ojos vendados, Alejandra Cárdenas. Era junio de 1978. Ella era militante del Partido de los Pobres, de Lucio Cabañas, y se le acusaba de haber participado en el secuestro del entonces senador Rubén Figueroa Figueroa (1974). Por la persecución en la Universidad Autónoma de Guerrero, donde era maestra, salió del estado y se mudó a Baja California. En un viaje al Distrito Federal fue capturada y trasladada al puerto.

De la celda vecina oyó que la llamaban.

-ƑEres mujer? Si quieres puedes levantarte la venda, ahorita no hay nadie. Te la bajas cuando oigas que abran o cierran la puerta.

Así lo hizo. Luego la voz continuó.

-Aquí hay alguien que te conoce. Asoma la cara a la rejilla.

Se asomó y vio en el recuadro de la rejilla de enfrente la cara moreteada de un activista de la UAG que ella conocía: Jaime López Sollano. Se vieron, se reconocieron y platicaron. En alguna otra ocasión pudo verlo de la misma forma. López era de origen humilde. Trabajaba como obrero en una fábrica de celulosa en Tierra Colorada y había sido detenido por su activismo en el movimiento estudiantil por elementos de la Brigada Blanca, que dirigía entonces el comandante de la Dirección Federal de Seguridad, Miguel Nassar Haro.

En otra celda se encontraba Antonio Hernández Hernández, acusado de la misma acción que Alejandra. Reconstruyendo rigurosamente sus diez días de reclusión secreta y tortura, ambos coinciden en haber identificado al menos a 40 personas detenidas en distintos tiempos en el ferrocarril, no sólo presos políticos.

Vecinos de celda de Antonio eran un capitán de barco y un marino civil que habían sido descubiertos con un cargamento de droga. Nada tenían que ver con el movimiento revolucionario. Nunca supieron sus nombres. También "desaparecieron".

Volver a nacer... o esfumarse

Los custodios llamaban a ese lugar La Coca, porque quedaba a espaldas de la embotelladora de ese refresco. Cerca estaba una estación de bomberos. Con el tiempo lograron identificar la ubicación de la cárcel: era el antiguo taller de obras públicas del estado. La comandaba el entonces teniente coronel Arturo Acosta Chaparro, y tenía bajo sus órdenes a los capitanes de la Policía Judicial: Francisco Barquín y Alberto Aguirre Quintanar (ya fallecido), y a otro militar conocido únicamente como El Pintor, uno de los torturadores más terribles. Alejandra y Antonio lograron identificar en ese sitio a María Concepción Jiménez Rendón (ex compañera de Octaviano Santiago Dionisio, otro miembro del Partido de los Pobres, hoy diputado estatal), a los estudiantes Carlos Díaz Frías, Luis Armando Cabañas Dimas y a Fredy Radilla. El primero era dirigente estudiantil; el segundo no tenía ningún activismo. Su apellido lo condenó.

El 18 de julio de 1978 Alejandra y Antonio fueron sacados del ferrocarril. Les anunciaron: "Van a ser presentados". Bajo la ley de amnistía lopezportillista quedaron libres. "Fue como volver a nacer", dice ahora la maestra Cárdenas, que ya es abuela y sigue dando clases en la UAG, en Chilpancingo. De las víctimas de esa cárcel clandestina son los únicos sobrevivientes. Los demás figuran en las listas de las desapariciones forzosas elaboradas por el Comité Eureka, que sólo en el periodo 1969-1987 suman 543 nombres. En Guerrero está el grueso de las víctimas: 330. Entre estudiantes, líderes y maestros de la UAG, son más de 60 los universitarios desaparecidos.

De los liberados del ferrocarril, algunos sí militaban en organizaciones armadas. De los desaparecidos, muchos no tenían ningún tipo de trabajo político, mucho menos militar. ƑPor qué? "Por arbitrariedad. Porque siempre se sintieron impunes. Porque nadie conoce la lógica de esa gente", responde Hernández.

Apenas se supo hace unos días que Acosta Chaparro había sido detenido -paradojas de la vida, en el mismo Campo Militar No. 1, que fue pesadilla de muchas de sus víctimas 30 años atrás-, Alejandra Cárdenas fue de las primeras en saltar como impulsada por un resorte: "Hay que denunciar, demandar; hay que esclarecer todo lo ocurrido. Estoy dispuesta a ir a donde tenga que ir, a declarar lo que sea necesario". Tras ella muchos otros han seguido hablando.

"šTe voy a capar!"

Arturo Gallegos, como muchos otros torturados, ha aprendido a controlar las emociones cuando relata su experiencia personal como si fuera algo ajeno: "Me colgaron de los testículos. Me pusieron una navaja, sentía su filo. Acosta Chaparro dijo: šTe voy a capar si no hablas, cabrón!" Esa era la rutina en el sitio de detención donde se encontraba.

Lo recuerda como un hombre que tenía control absoluto en todo lo que ocurría en aquella cárcel clandestina de Pie de la Cuesta, en Acapulco, en las ruinas de lo que había sido una pista de aterrizaje y hoy es base de la fuerza aérea del puerto. Acosta Chaparro actuaba con autonomía. Tenía grado de teniente coronel en ese tiempo y comandaba las unidades de la Policía Judicial destinadas a labores de contrainsurgencia.

Siendo militante de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), un pequeño grupo de guerrilla urbana que se había desprendido del movimiento de Lucio Cabañas, Gallegos fue detenido el 20 de septiembre de 1974. Ocho días antes había caído otro compañero de su célula: Moisés Perea Cipriano. Sus captores nunca se preocuparon por ocultar la ubicación de ese centro de detención ilegal. En las celdas, desde donde oían el oleaje del mar, coincidieron en brutales sesiones de tortura con otros guerrilleros: Macías Cabañas, hermano de Lucio, Juan Islas Martínez y Teresa Estrada, que era miembro de las Fuerzas Armadas de Liberación (FAL) y fue capturada el 1o. de septiembre por la Brigada Blanca a las puertas de Lecumberri, a donde había ido a visitar a compañeros presos.

El día 24 sacaron de sus celdas a Gallegos y a Perea. Los subieron a vehículos distintos. A Gallegos lo condujeron ante el Ministerio Público en el penal de Acapulco. Lo "presentaron". Lo devolvieron al mundo. A Perea se lo llevaron con rumbo desconocido. El Sol de Acapulco informaría al día siguiente que un presunto guerrillero, Moisés Perea, había caído en un enfrentamiento. Teresa Estrada, Macías Cabañas y Juan Islas nunca aparecieron. Gallegos permaneció ocho años en el penal de Acapulco.

Antes de pasar por Pie de la Cuesta, Octaviano Santiago Dionisio estuvo ahí, durante su primera captura. Una noche oyó la voz de su vecino de celda, un preso común al que llamaban El Bibis.

-ƑVienes grueso?

-Gruesísimo -le contestó.

- Vamos a salir, unos matachines como yo. Sácate las esposas por los pies y agarra un lapicito que te dejé en la reja. Y papel, por si quieres mandar un recado.

Octaviano hizo lo que le decía el Matachín. En un pedazo de papel de estraza garabateó un recado para Arturo Gallegos y Amado Larumbe notificándoles su paradero. Al día siguiente, efectivamente, le llegó el rumor de que habían sacado a 28 de la cárcel clandestina. El recado nunca llegó a su destino. Se supo más tarde que los 28 fueron asesinados.

Finalmente fue "presentado" y recluido en el penal de Acapulco, donde se reencontró con varios compañeros. En febrero de 1979 llegó a sus manos un escrito. Lo firmaba un preso común, panameño: Jaime Segismond Pérez, que denunciaba haber recibido el ofrecimiento de su carta de libertad y residencia en México de parte del entonces procurador Carlos Ulises Acosta, a cambio de participar en un grupo de matones, junto con otros dos reos, para asesinar a los presos políticos Octaviano, Juan Islas, Gallegos y Aquilino Lorenzo.

Ni la burla perdonan

Misael tenía 19 años y ya era padre. Era mecánico. Vivía en Atoyac de Alvarez. Ese domingo 7 de marzo, a las nueve de la mañana, iba en bici cuando lo interceptó un Volkswagen amarillo. Varios hombres armados se lo llevaron. Y su padre, Isaías Martínez Gervasio, se lanzó a tocar puertas de todos los cuarteles de la Costa Grande. Fue siete meses después cuando su yerno, que era soldado, le confesó que Misael estaba recluido en el cuartel del Ejército en Atoyac mismo. Ismael entonces emprendió gestiones para liberarlo.

"Ese asunto no se puede atender", le dijo el entonces secretario particular del gobernador Rubén Figueroa, Jaime Castrejón. El procurador del estado, el juez de distrito y el juez menor de lo penal lo trajeron a las vueltas hasta que un día el magistrado de Atoyac le dijo: "Ponga la silla en la puerta porque esta noche llega Misa".

La frase aún está fresca en la memoria de Isaías, 26 años después. "Todavía se burló de mí, el cabrón". Misa no llegó ni esa noche ni nunca. Isaías emprendió tantas gestiones que con el tiempo llegó hasta las oficinas del teniente coronel Arturo Acosta Chaparro, en la colonia Jardín de Acapulco. El militar, apenas vio al campesino, dio la media vuelta y se encerró en su despacho. Isaías fue largado a la mala del lugar.

El atribulado padre tardó 24 años en llegar ante las oficinas del Ministerio Público a poner una demanda judicial por la desaparición de su hijo. "Es que antes no se hacía eso. Porque el que demandaba también se lo llevaba la chingada". Isaías sufrió algunos atentados. Y sigue. "Tengo 77 años, pero si necesito otros 77 para encontrar a mi Misa me los echo. ƑA poco no?"

El cancionero de la Sierra

Rosendo Padilla Pacheco componía corridos y los cantaba por los caminos de la Sierra de Atoyac. Hasta que el 25 de agosto de 1974, cuando viajaba en una camioneta pública, alguien "le puso el dedo" en un retén militar de la carretera Acapulco-Zihuatanejo. Con fragmentos de testimonios su familia logró reconstruir su trayecto. Permaneció tres días en el cuartel militar de Atoyac. Entre una y otra sesión de tortura, le hacían cantar sus corridos a Lucio Cabañas. Cartas y relatos de sobrevivientes del Campo Militar No. 1 de la ciudad de México refieren haberlo visto vivo en el famoso sótano de los desaparecidos. En 1976 cesan las referencias.

Durante años su esposa lo buscó y exigió su presentación. Ahora ella está muy vieja y su hija Tita Padilla es quien lo busca.

Rincón de las Parotas, junto con El Quemado, en Atoyac, son las localidades que registran mayor número de desaparecidos en los años de la guerra contrainsurgente. Alberto Arroyo, campesino que tenía 15 hijos, fue el primer detenido-desaparecido del lugar. Ocurrió el 3 de mayo para amanecer el 4 de 1973, en medio de un fuerte operativo militar. Los soldados acamparon en ese poblado durante tres meses. Acosta Chaparro estaba al mando. "Lógicamente a él le echamos la culpa", dice Mariano Arroyo Vázquez, uno de sus hijos.

En octubre de ese año la tropa volvió a Rincón. Y esa vez se llevó a 13 campesinos más. Todos desaparecidos.

Israel Dionisio Romero era, a pesar de tener sólo 14 años, un asiduo asistente a los mítines del movimiento popular de Atoyac. Hasta que un "madrinilla" lo delató en un retén en Los Bajos del Ejido. La imagen del muchacho en las mantas que históricamente se exhiben con las fotos de las víctimas de los 70 muestran a un niño de sexto grado, con uniforme escolar, enseñando su certificado de primaria. Rubén y sus demás hermanos, todos mayores, lo siguen buscando.

Han pasado tres décadas y estas historias, cientos de ellas, vuelven otra vez a la superficie. Los sobrevivientes de las cárceles clandestinas, hombres y mujeres ya maduros, se han reencontrado en días recientes. Los casos Cavallo y los narcogenerales Acosta y Quirós revolvieron el pasado que ahora regresa. El domingo pasado se reunieron en Atoyac. De ahí viajaron a México juntos y acudieron a la Cámara de Diputados. Juntos o separados buscan los caminos jurídicos que les permitan sentar, ahora sí, a los responsables de aquellas desapariciones en el banquillo de los acusados.