En los hechos, las condiciones de vida material
y política de los pueblos indios siguen siendo un escándalo
internacional. Una y otra vez los indígenas (tanto los acogidos
al oficialismo como los que no) han sido traicionados por el régimen,
aunque nunca de manera tan palmaria como durante el zedillato. A despecho
de su sobreestimada hazaña de abrir paso a la transición
democrática, el gobierno de Ernesto Zedillo (o el gran derrumbe)
se llevará clavada la incurable espina de Chiapas en el corazón.
Seis años no bastaron para atender civilizadamente el reclamo social
más legítimo y elocuente de la historia mexicana moderna,
ese que los indígenas del sureste han mantenido durante los que
pronto serán siete años en el rincón menos olvidable
de la patria. ¿Puede haber un más extraño enemigo
que un Estado contrainsurgente, manipulador y guerrerista como el que está
que se va pero no se ha ido? Y cuando por fin lo haga ¿quedarán
intactas sus maquinarias de militarización, paramilitarización,
despojo y coptación humillante? ¿Al fin habrá democracia
y justicia, o una vez más su burla?
Se va el Partido de Estado, pero el neoliberalismo
que se queda, rejuvenecido y rampante, tiende a disfrazar su ignorancia
con demagogia desarrollista para los pueblos indios. No mucho más
que eso parece la oferta del gobierno entrante. El indigenismo intenta
salir de la tumba para vender su barniz, que hace años dejó
de dar color.
La necesidad de diálogo y negociación
es apremiante. Existen unos acuerdos sin cumplir. Poquiteados por algunos,
o hipetrofiados por otros como "amenaza a la soberanía nacional",
los Acuerdos de San Andrés son lo que hay firmado, y consensado
a nivel nacional entre la población directamente interesada. Representan
un punto de partida, el pájaro que se tiene en la mano de los cientos
volando en el discurso y las promesas del Estado. En torno a la exigencia
de este "primer" cumplimiento se reúnen, en distintos grados de
articulación, las organizaciones y los grupos comunitarios que constituyen
mayormente el movimiento indígena nacional en sus distintas expresiones
regionales. Es un proceso inacabado, en continua transformación,
madurando con vitalidad y dignidad sin paralelo en el de por sí
agitado y cambiante escenario social de México.
Las zanahorias del poder ya empiezan a agitarse
como badajos que a misa llamaran. Parecen nuevas, las zanahorias, pero
el movimiento indígena independiente, por encima de sus contradicciones,
está más allá de eso. No espera paternalismos, aspirinas
pronasoleras, procampos y progresas, y menos aún filantropías
neoporfirianas en la buena onda. Estos pueblos están en su hora;
para ellos, democracia significa autodeterminación, no cuotas de
representación. Dadas la densidad y la dimensión de los pueblos,
no existen posibilidades de que la nación se transforme en serio
si no empieza por dar su lugar a los indígenas. Son nuestro pasaporte
al futuro, aunque a los neos les provoque retortijones aceptarlo.
Mientras tanto, la agresión contra los
pueblos viene de diversos frentes. Todavía hay selvas y tradiciones
que arrebatarles. Queda tanto negocio por hacer con sus tierras y sus derechos.
Tan sólo en Chiapas, y en lo que transcurre el año de Hidalgo
del alborismo-zedillismo, las fuerzas militares del gobierno ocupan el
territorio de los pueblos, y las empresas internacionales se aprestan a
culminar el último saqueo de recursos. Los desplazados por la violencia
paramilitar siguen aumentando, y con ellos la rabia y el dolor, sí,
pero también la determinación de resistir. La palabra empeñada
en los Acuerdos de San Andrés, al incumplirse, ha sido la vergüenza
de un poder que no supo merecer al pueblo que gobierna. Se supone que el
país ya cambió, pero en tierra de indios a nadie le consta.