Los Angeles: la segunda ciudad con mayor número
de habitantes mexicanos, después del Distrito Federal. Como ocurre
en el resto del mundo, a los barrios se les inunda de armas y droga, como
parte de un proceso no planeado por sus habitantes que tiene por efecto
la división de las comunidades y de los núcleos de organización
social reivindicativa. En Los Angeles esta situación tuvo un abrupto
incremento a partir de 1988 y para 1993, poco después de los disturbios
de Watts contra la violencia policial, estaba en plena ebullición.
La guerra entre las pandillas era algo corriente. El fotógrafo Joseph
Rodríguez documentó la vida de los barrios (o inner cities)
de East la y su serie de retratos tuvo como contraparte la labor del cronista
Rubén Martínez, chicano también. Los textos y las
fotos que presentamos en este número de Ojarasca --publicados
en Eastside Stories: Gang Life in East LA, powerHouse Cultural Entertainment,
Nueva York, 1998--, hablan de la experiencia de convivir con los pandilleros
y sus familias y de la necesidad de documentar con respeto su vida cruzada
de contradicciones y callejones sin salida.
Boyle Heights, Evergreen: Chivo muestra a su hija cómo
sostener una pistola calibre .32. La noche anterior una pandilla rival
intentó balearlo por cuarta ocasión
Uno de los retratos familiares
tomados por Joseph Rodríguez que permanecen en mi memoria con mayor
claridad es el de la familia de Chivo. Daniel "Chivo" Cortez era un homeboy
(miembro de una banda) de Evergreen, de poco más de veinte años
de edad.
Si miramos la fotografía, nos
encontramos con Chivo, su mujer y la hija de ambos. Varias armas y cartuchos
se esparcen encima de la alfombra. Chivo se inclina sobre su hija y le
coloca una pistola en sus manos diminutas. La aterradora ironía
de la imagen es que los gestos de los tres --la sonrisa efusiva de la mamá,
los ojos desorbitados de la niña, la concentración paternal
de Chivo-- parecen provenir directamente de alguna serie publicada alrededor
de 1954 por revistas tipo Life acerca del núcleo familiar
quintaesencialmente estadunidense. Esto es exactamente lo que nos transmite.
El terror de las calles invade uno de los espacios más sagrados:
el hogar. La violencia de los barrios golpea el corazón de la familia
"americana".
Joseph Rodríguez batalló
para decidirse a publicar esta foto en particular y afirma que incluso
tenía pesadillas al respecto. ¿Serviría esta imagen
para reforzar la demonización del barrio emprendida por los medios?
¿Condenaría de inmediato el espectador a los padres y clamaría
por la intervención del Departamento de Servicios de la Niñez
para que pusiera a la bebé bajo custodia protectora? ¿Suspendería
el espectador juicio alguno el tiempo suficiente como para considerarla
un retrato de la típica familia estadunidense moderna? (¿No
son acaso todos los estadunidenses, después de todo, consumidores
o perpetradores de violencia?)
Esta foto fue tomada durante un tiempo
en que la paranoia reinaba en Evergreen. Un mes antes, Chivo jugaba con
su hijo Joshua en un carro estacionado en frente de su casa. Otro auto
se les emparejó y Chivo vio cómo emergía una pistola
por la ventana. Instintivamente cubrió a su hijo mientras el conductor,
miembro de una pandilla rival, arrancaba y aceleraba a fondo; ni Chivo
ni su hijo sufrieron daño alguno. La noche anterior a la que muestra
la fotografía, ocurrió otro incidente: desde un auto repleto
de pandilleros rociaron de balas la casa de Chivo. De nuevo, nadie sufrió
daño, pero Chivo estaba seguro que regresarían. Llamó
entonces a varios de su banda de Evergreen. Esa noche y la siguiente --cuando
Joe apareció con la cámara-- estuvieron de guardia hasta
la madrugada.
Mi reacción primaria al ver
la foto fue decirle a Chivo que se había vuelto loco por ponerle
a su hija una pistola en las manos. Pero la historia no termina esa noche,
ni con esa imagen.
Nos encontramos con Chivo otra vez
en su casa, flojeando en la cocina mientras su mamá lo sermonea
para que consiga un empleo estable --ella trabaja turnos de doce horas
como chofer de autobús. Lo vemos cortando el pasto, y momentos después
se toma un break y se pierde en sus pensamientos mientras habla
con Joe de cómo no puede reconciliarse con la muerte de su padre.
Luego lo vemos contar el dinero obtenido por el robo de un auto, ofrecerle
una línea de cocaína a una chava de su barrio. Ahora, en
fast-forward,
miramos a un Chivo de modales suaves despachando choferes en la compañía
de camiones para la que trabaja en estos días, el perfecto retrato
de un encargado de oficio. Finalmente, Chivo payasea con su hijo Joshua
en la misma sala en la que se tomara la foto perturbadora, pero esta vez
no hay armas ni balas.
Y así nos vamos con dos imágenes:
la foto de la bebé con la pistola y una foto de Chivo desplegando
todo el amor del mundo para su hijo. Dos posibilidades, dos futuros que
jalonean a Chivo y a su familia en direcciones opuestas.
A través de la serie fotográfica
de Joe, llegamos a conocer a Chivo en todas sus contradicciones, en sus
momentos más generosos y en los más volátiles. Debemos
conocer a Chivo en toda su complejidad; si nunca lo hubiéramos visto
arrullar a su chavito, no lo pensaríamos capaz de redimirse. Lo
habríamos descrito como otro pandillero "Nacido para perder"; nunca
lo habríamos considerado uno de nuestros "muchachos" sino un monstruo
más de los medios, alguien a quien golpear hasta someterlo, hasta
encerrarlo por toda la eternidad.
Chivo es nuestro hijo. Y quizá,
sólo quizá, podamos hablar con él. Tal vez lo más
importante --y esto, pienso, será el valor que perdure de estas
fotografías-- es que ya no podremos "mirarlo" únicamente,
sino verlo como Joseph Rodríguez lo ha visto: un hombre joven con
un pasado, pero también con un futuro que lo aguarda. Justo como
su madre lo vería. Esta es una historia que debemos comprender.
Porque la historia de Chivo no es sólo otra historia del Eastside.
Es una historia americana.
Chivo, su hijo Joshua, y su hermana
Traducción: Ramón Vera Herrera