La Jornada Semanal, 10 de septiembre del 2000   
Fernando Curiel
Página(s) de diario
 

Elisa García Barragán y Fernando Curiel unen sus plumas en esta página de homenaje a nuestro poeta mayor y a nuestro clásico promotor de la lectura, el conocimiento y el amor a los clásicos. Curiel nos entrega una teoría de Bonifaz: “Una rebeldía. Un nombrar, pero también hacer a cuchilladas el mundo... La vida en primer término.” Por su parte, Elisa García Barragán nos habla de los ensayos de Rubén y de su idea de la crítica del arte que combina “las operaciones mágicas, religiosas y poéticas”. Avisamos a nuestros lectores que los días 11, 12 y 13 de octubre, Rubén Bonifaz Nuño recibirá la medalla Ramón López Velarde en la bizarra capital del estado de Zacatecas.
 

3/7/2000. Seis de la mañana. Ayer concluyó, ¡gracias sean dadas a los dioses!, una campaña electoral multimillonaria pero pobre en ideas (Fuentes dixit), cuyo desenlace, la alternancia a quién sabe dónde, era en alta medida previsible (Cf. mi Manuscrito hallado en un portafolios). Hora es de desaparecer de la faz pública cincuenta mil toneladas de basura y atender los pendientes acumulados a causa de tanta agitación política (aunque no puedo dejar de consignar aquí la neoteoría de un amigo extranjero, observador infatigable del proceso del domingo, que empezó la jornada en una casilla de Copilco y la concluyó a deshoras en el Ángel de la Independencia; según él, la nueva ley de la sucesión presidencial mexicana es la del Riguroso Escalafón, por lo que el prd tendrá que esperar ahora a que el nuevo parm ascienda a Los Pinos).

    Cuestiones pendientes:

    –El paper sobre las causas internas y externas, sociales y académicas, ¿ideológicas también?, del conflicto unamita.

    –Los últimos toques a Se garantiza el parecido (para que salga este otoño).

    –Las páginas que me fueron encomendadas –gratísima encomienda– sobre Rubén Bonifaz Nuño.

    Muchísimo (y cada vez más), es lo que amerita decirse acerca de la vida, obra y tiempos de un compatriota del calibre del poeta mayor, ensayista orfebre, traductor y filólogo de excepción, humanista visionario Bonifaz Nuño.

    Hago memoria personal. Recuerdo que una ocasión similar, allá por el ’97, me ocupé de subrayar, entre otras, tres virtudes clásicas de Rubén: su vocación académica, su labor filológica y su cultivo de la amistad.

    ¿Qué guardé en el tintero?

    Dejo correr la Harley-Davidson (mi pluma de esa marca motociclista…)

    Confieso que no termino de conocer al autor de Fuego de pobres.

    Desde luego que lo leo a fondo: al polígrafo, al traductor (en la ocasión anterior a que aludí, traje a colación las notas que Jaime Torres Bodet celebra en el Bonifaz traductor: esfuerzo, amplia información, claro sentido crítico, interpretación poética). Y siempre encuentro, en la malla de los días defeños, los atajos que me llevan a las mesas en las que, si por horas mejor, conversamos y maliciamos (y disfrutamos conversación y malicia).

    ¿Entonces por qué la sensación de tierra movediza, de conocimiento personal a medias? ¿Se debe a que me cuento entro los últimos de sus amigos, relación que data apenas de los tempranos setenta, cuando mucho de lo que ya ocurrió en nuestro país iba inexorablemente a pasar?

    No. No.

    El tiempo, claro está, sazona: certifica: ilumina. Pero el tiempo también mina y roe, separa y apaga. Últimamente, al asomarme a mi más remoto pasado sentimental, encuentro más ruinas que renuevos. Enorme era, al comienzo, mi pelotón. No sólo la muerte lo ha diezmado. Igualmente, o más aún, las animosidades enconadas y esa desazón que en algunos nace de la dicha ajena. A lo que habría que añadir algo que no han estudiado todavía los tratadistas modernos: la amistad inepta. No el falso amigo sino el amigo sin talento para serlo. Decía Alfonso Reyes que hay nacidos para la amistad. Debió añadir que también hay los malnacidos para una emoción en la que anda metida, a fin de cuentas, la inteligencia.

    No. No es asunto de tiempo.

    ¿A qué atribuirlo?

    Lo digo. No acabo de conocer a Bonifaz Nuño por la sencilla razón de que hoy como ayer, a los diez o quince minutos de charla personal o telefónica, Rubén me desarma, me sorprende.

    Bajo una túnica de proporciones (y proposiciones) clásicas, conspira un romanticismo tan intelectual como social. Una rebeldía. Un nombrar pero también hacer a cuchilladas el mundo. Siempre. Arda el sol o alumbre la luna. Llueva o truene. Rebeldía, inconformidad, trátese de lo que se trate. La vida en primer término.

    Menciono un solo ejemplo. Ejemplo filológico. Exactamente en la misma medida en que Rubén reclama en su labor la autonomía de las obras sometidas a traducción, latinas o griegas o mexicanas, este reconocimiento de la independencia estática (verbal o icónica) se desdobla al mismo tiempo en una mirada omniabarcante del mundo social que la produce. Mirada sabia pero nada complaciente que consigna pero deplora la inhumanidad, el acabamiento, la opresión, la decadencia, la autocelebración.

    Por eso, porque no cesa de sorprenderme, no acabo de conocer a Rubén Bonifaz Nuño.

    Amigo vivo.

    Amigo del alma por serlo de la amistad que no se rinde ni gimotea.

    Amistad pródiga y de puño levantado.

  


Elisa García Barragán
Bonifaz Nuño y la poética
como crítica de arte

En la fraternidad ya ampliamente reconocida que existe entre la voz poética y el universo de la forma plástica, la palabra de Rubén Bonifaz Nuño repercute en armonías y colores para dar a conocer con sabiduría, para testimoniar líricamente el valimiento de dos artistas, dos pintores contemporáneos: uno mexicano, Ricardo Martínez, y el otro español, Santos Balmori.

    Cabe señalar que no son sólo esas dos vertientes de la pintura las que han impulsado el afecto del poeta, del crítico de arte hacia la plástica; ensayos y poesía permean su trascendente comunión con las artes visuales de todos los tiempos. Sin embargo, al inscribir su producción en los ámbitos de mayor aprecio de Rubén Bonifaz: armonía, clasicismo, universalidad, conformidad de lo “humano con lo cósmico”, Ricardo Martínez y Santos Balmori le suscitaron, le merecieron una atención más prolija, una empatía total, sobre todo en el caso de Ricardo Martínez. Con este creador le van a anudar otros reconocimientos, otras afinidades, por ejemplo, los lazos, el sustento del artista en lo mejor del mundo plástico del México antiguo. El poeta asevera: “Ricardo Martínez estudia las formas consumadas por aquellas culturas, se las apropia para transformarlas dentro de sí y devolverlas con un sistema de resonancias de lo humano.”

    Para Rubén Bonifaz, “la esencia del arte verdadero se encuentra en la conquista de una intemporalidad que le da validez más allá de siglos determinados”. Para él, tanto Ricardo Martínez como Santos Balmori han dado a su obra esa calidad de permanencia, y no soslaya además la otra línea que los define a ambos: el sentido de rotundidad, de pesantes en sus formas.

    Rubén Bonifaz, humanista en la más amplia acepción de la palabra, aquélla que se inscribe en la mayor tradición del humanismo, advierte cómo el hombre es la presencia fundamental en la creación de los dos pintores, pero eso sí, aparece con figura e ideas diferentes en la pintura de cada quien. Un distinto prisma visual y de conceptos que se traduce en disímbola plasmación de sus personajes.

    En el quehacer de Santos Balmori le impacta la decisión del pintor de pasar de las esencialidades que definen la figura humana para, ayudado con su devoto seguimiento de la geometría, volcarse en posibilidades venideras. Insisto, es gracias al magisterio para desentrañar lo consustancial a la obra de Santos Balmori que el poeta le define, entre otras cosas, en el ascenso a las “esferas espirituales”. Rubén Bonifaz entrega con su texto a quienes realizan la crítica pictórica del ABC la precisa metodología para aproximarse a la creación artística, para dilucidarla y valorarla.

    De igual manera, en tres escritos sobre Ricardo Martínez subraya líricamente, con gran talento perceptivo, lo culminante de la luminosidad creativa en el pintor. Para ello manifiesta, con hondura y belleza, que Ricardo Martínez se apropia de la luz para afirmar formas, detallar “masas de espacios” y sombras, medio con el que igualmente domeña el lienzo en esa técnica muy suya, iluminando sus figuras “desde dentro de sí mismas”, en apoyo de la línea forjadora de opulencias, de sensual mensaje que transmiten esas figuras monumentales, para entregar la “melodía de los contornos”. En síntesis, el poeta demuestra de qué manera la luz puede ser “resumen y condensación”, crisol colorístico, señal de equilibrio entre las oposiciones tonales en las que se afincan inmanencias plásticas, así como vehículo coherente del lenguaje pictórico, apoyando ideas y dando vida a las metáforas.

    Rubén Bonifaz encuentra en tal ejercicio esplendente la clave que ayuda al crítico a penetrar en el misterio de esos hombres y mujeres vivientes en los lienzos de Ricardo Martínez, pero aún más, establece en los contrastes luminosos de toda pintura, el elemento que posibilita tornar en visible lo invisible.

    Sin duda estos ensayos de Rubén Bonifaz Nuño se constituyen en escritos paradigmáticos que abundan a favor de lo que Xavier Villaurrutia llamaba “operación mágica”, “operación religiosa” e incluso más allá, “operación poética”, es decir, mecánica, ética; metafísica que otorga a la facilidad creadora una penetración poética, más la agudeza visual, el verso que conlleva el comprender, el penetrar, el asir, no sólo atender o entender la obra de arte.
 



 
Francisco Torres Córdova
 
Por el Fuego de pobres
 

Francisco Torres Córdova escribió este texto bajo el influjo de Fuego de pobres, uno de los libros fundamentales de la poesía moderna en lengua castellana. A su lado aparece el poema 22 del libro de Rubén, que es el más amado, leído y memorizado por sus lectores. Por eso, Francisco escucha su voz “en el fondo líquido de ojos que sufren calladamente”. Por eso, nuestro miglior fabbro vivo habla “llanamente de meras cosas del espíritu”, mientras los ratones desfallecen de hambre “en humildes cocinas”.

Para Rubén Bonifaz Nuño
Desvelado, casi desnudo, inofensivo, asisto al paso de las horas inútiles de esos días blancos con los que suelen iniciarse las semanas y algunas vidas. Nada puede hacerse. Si acaso sólo contemplar, desde la aparente resignación y el abandono, las promesas del cuerpo que nos otorga su consentimiento para hablar.

Y hablo. Nunca he sabido bien para qué ni para quién, sólo lo presiento en el rumor de las cosas vivas, en esa agitación burda y deslumbrante de los cuerpos que al caminar, reír o yacer fuera de mí, están conmigo, enredados en un abrazo sofocante del que empero nadie, ni yo mismo, quiere desprenderse. Oigo entonces mi voz rebotar en las paredes de las ciudades habitadas, en los techos altísimos de los hoteles que imagino, en el fondo líquido de ojos que sufren calladamente. La oigo y me resigno. Hasta ahora siempre ha vuelto a mí, manchada de tierra putrefacta, o sonámbula, poseída por un sueño extraviado que al mirarla se le echó encima como un vestido cuyas costuras se adhirieron a su cuerpo, no menos frágil, no menos inefable. Vuelve y se acurruca en mi pecho para calentarse o convalecer, y pasan horas, a veces días, en que me siento embarazado de no sé qué hijos que preveo fuertes y peligrosos.

Será el amor, me digo. Pero yo tampoco entiendo y a veces hace tanta falta, sobre todo en esas tardes ineludibles en que uno mira y oye a las personas debatirse con el hueco que dejan cada vez que dan un paso, tardes de lluvia vieja que enfrían los huesos desde dentro, como si una lengua de hielo lamiera el néctar del tuétano; o en esas noches que ningún abrazo alcanza a acompañar, en las que en verdad nada ocurre que sea de vida o muerte y todo parece suspendido, soñoliento, sometido ya al curso vil de lo que no es sino destino. Entonces hago un esfuerzo. De la sangre de mis venas convertida en leche amarillenta y tibia, saco a jalones un recuerdo, un rechinar de dientes, el colorido de un lamento, la violencia de una sonrisa. Pienso en los que sufren ya aturdidos y se detienen a mirar en un aparador la suerte que no han tenido; en los irredentos que se han vuelto fugitivos sin saberlo; en los rebeldes que han aprendido a esbozar la sonrisa de los ganadores tan sólo por no ser aún vencidos; en los niños de brazos que todo lo miran igual, acaso ausentes, o acaso aún más presentes que las cosas mismas; en los amigos leales que no saben dónde están sus otros amigos y salen a la puerta de sus casas a otear la noche, como madres pendientes, de brazos desnudos y fuertes, o más simple aún: me gustan las carpinterías, los zaguanes de las casas viejas, los patios con macetas, las misceláneas oscuras y las ventanas de madera. Y al cabo, a veces, la noche se transforma y siento los ojos trasplantados: algo comprendo que no sé cómo llamar, pero que me entibia, va derritiendo esa lengua de hielo que se acuesta en el interior de los huesos, me va esculpiendo nuevamente desde dentro. Será el amor, me digo, y me levanto y echo a andar por las calles húmedas –la ciudad es la aterida, yo puedo brincar un edificio si me place, jugar hasta el alba en todos los juegos del parque, reconciliarme con mis vergüenzas, tocar a mis enemigos, como yo, tan frágiles entonces.

Se comprende. Si las cosas están todas en su sitio tan cómodas de pronto, yo sólo paso entre ellas y nadie me mira, nadie me espera y nadie se entretiene conmigo. Será el amor, me digo, o la pura edad de no morirse.
 


Clementina Díaz y de Ovando
 
El Duque Job de CU
 

Rubén Bonifaz Nuño ha sido desde su juventud un ser de excepción. Unió a su esencial vocación poética el interés por las disciplinas jurídicas y humanísticas. Como poeta es, sin duda, en nuestro país, una de las figuras más relevantes de la segunda mitad del siglo xx, en la medida que ha sabido conjuntar el más alto decoro expresivo con los temas más permanentes del sentimiento. Poeta a la vez culto y popular, emocional y ceñido, reúne los caudales de la cultura clásica occidental con las nutricias tradiciones de la antigua patria mexicana.

    Como jurista ha otorgado grandes servicios a la unam, pues supo conciliar el conocimiento de la ley con su benigna aplicación humana. Y como humanista ha hecho vivo y verdadero el proyecto de nuestros novohispanos más ilustres: poner en pie de igualdad la tradición clásica y la prehispánica.

    Hombre radical, hombre universal, modelo de intelectual consecuente con su propio destino y con el destino de la cultura de México.

    ¿Y cómo distinguir a su paso la presencia de Rubén Bonifaz Nuño?

    Cuando, a fines del siglo XIX, el dandy Manuel Gutiérrez Nájera paseaba “desde las puertas de la Sorpresa/ hasta la esquina del Jockey Club”, por su blanca gardenia en el ojal pronto se le reconocía, se le señalaba: “ahí va el Duque Job”, y el poeta del alígero verbo.

    Llamemos la atención de los jóvenes estudiantes en Ciudad Universitaria: ese elegante señor de chaleco de labrada seda, de leontina de oro con reloj de primoroso esmalte, es Rubén Bonifaz Nuño, humanista, maestro, jurista, crítico de arte, amigo, honra y prez de nuestra Casa de estudios y de la nación mexicana.