Quizá
resulte imposible hacer patente, en una muestra tan pequeña como
la presente, la inmensa diversidad de la poesía del Canadá
francés; una poesía joven, como dice Jean Royer, de apenas
unos cincuenta y cinco años, pues en realidad nació hasta
1945. De ahí su capacidad para la aventura abierta y la experimentación,
lo que no impide que algunas voces se expresen ya con una seguridad y una
madurez indiscutibles. Se leerá aquí lo mismo al lírico,
aún apegado a las formas de un romanticismo no del todo arraigado
en Quebec, como al que toma prestados sus procedimientos ?se intuye? de
la pintura abstracta, arte con el que muchos de estos poetas han mantenido
una estrecha relación. Pero la música también está
presente: sólo hay que saber rastrearla en estos versos aparentemente
tan desprovistos de ritmo y melodía, pero que en realidad nos proponen
un universo de asociaciones sonoras hasta hoy inaudito, cargado de un espectro
imposible de desatender si se tienen los ojos y los oídos bien abiertos.
El viento me había llenado
del silencio de nuestros antepasados
Del violento del obstinado silencio
De aquellos que no conocen nada
Más que la simple vida
Y en la que la palabra duda tanto
Que al final apenas si remueve
Las cenizas del mundo
No supe decir ?ya ves?
La palabra más baja
Aquella que abandonó indolente
el mar
En la arena de nuestros años
mozos
Pero la llevo en mí
Como aquel día de antaño
En que padre puso mi mano en su
mano
Cuando empezábamos ya a envejecer
No tengo ganas de seguir gritando
Los destellos en la entrada de la
noche
Acarician el tejido de las cosas
Lentamente despierto de la antigua
cólera
Las flores del jardín son
de una misma especie
La muerte se presenta de una manera
única
Espesa palabra que se pulveriza
Y se ahíta con el signo que
la oculta
se cierra y se hiere y sangra joyas líquidas
entre los dedos flores vaporosas se escurren y caen al suelo como pestañas de cristal
la muñeca revela mecanismos mates y fisuras que la próxima explosión multiplicará en capilares de colores azul y acero
un brazo que agarra todo ello podría elevarse, dirigirse a una muchedumbre o impedir el pasaje de trashumantes; pero no: se dobla y solicita en el ángulo cerrado del codo el escondite carnal y la intimidad del sudor perfumado y gustoso como granos de sal que el dedo escoge al pasar en la mejilla de la amiga que llora
Estaba el diamante en aquella cruel lágrima.
Inquieta de duración
Y de hojas
Desdichada de raíces
Ausente de pájaros
Sembré árboles
Vivo en una jaula
De palos de corteza
Con un haz de apretón de
manos
A la mano
La gran necesidad de las cosas
Me asaltaba
Encontraba la paz
En el ojo perfecto
De un gato
Dinastías
De huevos calientes
Permitieron los collares
De las primeras palabras
los demás se hallan postrados
¿siete parientes? ¿siete
esclavos?
inclinados hacia el punto central
que es el yacente
únicamente
uno de los personajes entregado
al dolor
?él mismo contemplando al
muerto?
se lleva al corazón la mano
izquierda
(en esta escena petrificada para
la eternidad o para el viaje)
el brazo derecho cuelga rígidamente
ligeramente separado del cuerpo
es el brazo de un hombre sobrecogido
de espanto
cuatro barqueros
a quienes los siglos privaron de
sus remos
se mantienen de pie
tres de ellos miran la proa de la
barca
?señalada por los pies del
muerto?
el cuarto
vuelto hacia la parte posterior
es sin duda el que se encarga del
timón
de nuevo en la proa de la barca
una mujer de espaldas contra el
mástil
?resueltamente apartada de la escena
aun cuando está abatida?
mira a lo lejos
con los brazos colgantes
como alguien que
terminado el profundo desconsuelo
encuentra otra vez la tierra
el tiempo en pequeños recortes
la tierra en bandas de eternidad
la silueta del hombre con su hilo de estrella y una navaja entre los dientes sus brazos demasiado grandes cierran el horizonte un humor de ternura le cierra los ojos su traje se pierde en la cáscara de los armarios el tiempo se le asemeja tiene pestañas en las lágrimas y rocío en las uñas él es quien silba por encima
de los huesos en los que se encarama
tierra de viento mudo detrás
del hombre bajas a
no sabes nada del hombre que se anuncia
la luz cierta del atardecer señala
la muerte
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es a través de tus ojos ligados
al mundo
como tejo el hilo de mi propia mirada de tus opacidades cautivas en lo hondo de la médula como extraigo el alimento de mi irradiante veracidad esta luz que te subyuga y que aún no te atreves a ocupar como morada tuya y así te asustas en tus extravíos
a tu confianza siempre le hace falta
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