La Jornada Semanal, 3 de septiembre del 2000 
(h)ojeadas
 
El otro periplo de la nave de los locos
 
Iván Ríos Gascón

Philippe Brenot,
El genio y la locura,
Ediciones B,
España, 2000.
 

Cuando Salvador Dalí exclamó: “¡La única diferencia entre un loco y yo es la de que yo no estoy loco!”, seguramente olvidó (o prefirió omitir), que en el siglo XVI, Erasmo de Rotterdam había anotado en su célebre Elogio de la locura que “un mal no lo es para quien no tiene conciencia de él”. Frase que, por cierto, Rotterdam empleó para desmenuzar el aparente desorden dentro del orden de la demencia, pero una demencia entendida por el humanista como una suerte de iluminación o de virtud sagrada, personificada por la brillantez intelectual y
la vocación creadora, ya que el mito de la Stultifera Navis ?la Nave de los locos, aquel galeón donde los poetas, los taumaturgos, los profetas y los blasfemos solían vagabundear por los siete mares sin derecho a apearse en ningún sitio? se diluyó hasta que el mundo instauró en sus cánones la abyección y el encierro para los idiotas, según cuenta Michel Foucault.

Efectivamente, la Época Clásica se encargó de dinamitar el sentido mitológico y onírico, divino y metafórico, de la locura. La Época Clásica, como primer estadio de la reconvención, como punto de partida para la esterilización de la moral, comenzó por derruir la santidad de la alienación y por invocar los defectos de la especie. Proceso que, en aras de una tuerca más para el engranaje del orden social, Foucault explicó de esta manera: “La animalidad que se manifiesta rabiosamente en la locura, despoja al hombre de todo aquello que pueda tener de humano, pero no para entregarlo a otras potencias, sino para colocarlo en el grado cero de su propia naturaleza. La locura, en sus formas últimas, es para el clasicismo el hombre en relación inmediata con su propia animalidad, sin otra referencia y ningún recurso.”

Así, aquella locura que en la antigüedad era el artificio de lo mágico y lo sagrado, esa locura que Aristóteles adivinó como melancolía y bilis negra, templanza y signo del hombre creador (Problema XXX), y esa irresoluble paradoja que aun Voltaire reflexionó en su Diccionario filosófico, se ha transformado, de la Época Clásica a estos días, en un ejercicio de obnubilaciones y homenajes, de juicios, sentencias, conjuras, e incluso de imprecaciones y complicidades colectivas.

Todo esto viene a cuento porque el psiquiatra y antropólogo francés Philippe Brenot publicó un libro donde, hipotéticamente, se exploran los vasos comunicantes entre la parafernalia y la inspiración, titulado El genio y la locura, donde, a través de un recuento infatigable de casos literarios ?abordados, por supuesto, con lente clínica?, intenta rastrear los defectos psíquicos y egóticos que influyeron en la vida y obra de algunos personajes, como un intento de anudar, de un extremo a otro de la cuerda epidérmica y mental, los lazos de la razón y sus livianas conveniencias.

Para Brenot, en las mentes más lúcidas del arte existen las huellas de un cadejo inextricable de obsesiones, patologías y complejos, como si éstos fueran el hilo conductor del que mana el genio. Y de Sócrates a Balzac, Nietzsche, Virginia Woolf y Cesare Pavese, más una lista ingente de nombres y obras que culmina con William Styron (quien, por cierto, y gracias al “genio” de la traductora Teresa Clave, es citado erróneamente a lo largo de las 285 páginas del libro, donde se afirma que Styron reflexionó sobre la melancolía en su novela Tendidos en la oscuridad, cuando en realidad lo hizo en el ensayo Esa visible oscuridad), El genio y la locura se articula como una especie de dietario puntual de manías y paranoias, mitos y anécdotas sobre el delirio edípico, la depresión y su consecuente fin en el suicidio, de los cuales, la única salida de emergencia se encuentra en la creación.

Si bien Philippe Brenot acierta en algunas ideas, por lo general de apreciación y deductivas, la verdad es que su libro jamás llega a una conclusión definitiva o por lo menos a una tesis que empalme sus valoraciones y supuestos. Al final de la lectura, el laborioso recorrido se estanca en hipótesis y planteamiento: la demencia permanece intacta de una convicción que alumbre las pesquisas del autor.

El genio y la locura, esas dos entidades cuyo punto de contacto se halla en la metáfora entre lo real y lo irreal ?pues, obviamente, toda expresión artística proviene de la inefable constelación intelectual de un hombre abstraído en sus visiones?, queda reducido, por Brenot, a las pistas que dejaron una infancia escindida por la orfandad, una irremediable y tormentosa dismorfofobia (como resultan los casos del pintor Toulouse-Lautrec, del poeta Byron, del escritor Walter Scott y, por supuesto, de los célebres chaparros Platón, Aristóteles, Epicuro, Montaigne y Napoleón), sin alcanzar siquiera un páramo elocuente o propositivo (como lo hizo, por ejemplo, Gastón Bachelard en sus sorprendentes ensayos sobre la poética de los elementos), ya que lo más probable es que la intención de Brenot sólo era practicar una especie de fantasmagoría clínica entre los vicios privados y las virtudes públicas de los genios, obviamente matizados por una mayestática e incolora casa de citas donde sobresale Jean Cocteau, con sus inteligentes juicios sobre la hoja en blanco y la musa reacia a trepar sobre sus hombros.

De este modo, El genio y la locura aterriza en una infinidad de descalabros: Virginia Woolf aparece sólo como una desquiciada, incapaz de soportar la presencia de otras voces; Balzac se muestra como un empedernido bebedor de café que, al igual que Gustave Flaubert, “necesitaba” de ese mágico ansiolítico para ponerse en la frecuencia de sus personajes y relatos, y William Styron es desmenuzado como un patético suicida redimido tras la orgía de horror y fragilidad que le dejó la angustia.

Entonces, después de leer el libro de Brenot, ¿qué hay en realidad entre el genio y la locura? ¿Acaso existe un matrimonio entre la Stultifera Navis y el trozo de tierra que es la creación?

Quizá la respuesta pueda reducirse a una palabra: coincidencia. Pues cuando aquel galeón detuvo su periplo, la locura adoptó la forma de explicación racional a la rebeldía catártica que sublimó a las almas superiores. Todo loco ?pensemos en Antonin Artaud, en Van Gogh, Mozart, Mishima, Byron, Keats, Novalis... la lista sería infinita? es tan sólo un disidente del orden de los hombres. Todo loco es un transgresor (Gide, Genet, Verlaine, Rimbaud, Baudelaire) y un provocador (Sade, Bataille, Loti, Burroughs y ad infinitum). Todo loco es vertical (sean Goya, Dalí o Picasso), todo loco es irreal: “Despertar en un estado de extrema conmoción. Esclarecida de irrealidad, con trozos del mundo real en un rincón de sí mismo” (Artaud). Y, sin embargo, no todos los desquiciados son creadores.

Con neurosis o sin ella, lo cierto es que el genio surge en esa línea tenue, desdibujada, donde se rompen los grilletes que aherrojan al espíritu en la linealidad. Cadenas que la ordinariez jamás acabará de comprender, porque el genio es lo mismo destructivo que infinitamente piadoso. Es ácido, visceral y deletéreo, inabarcablemente agudo y tolerante.

Y recordemos: en el capítulo final de El idiota, de Dostoievski, el príncipe Lev Nikolaiévich Myshkin, el héroe de la moralidad acusado de idiotismo, contempla el trance que su enemigo Rogoÿin sufre, después de haber asesinado a la bellísima Nastasya Filippovna. El crimen como única válvula de escape para esa bestia atormentada por celos y desamor que era Rogoÿin, lo conduce a los espasmos de la epilepsia ?la enfermedad real de Myshkin?, porque de tanto mendigar el amor de esa mujer, comprendió que su desprecio sólo consistía en su nulidad, su vacuidad. Y es ahí, precisamente, donde Dostoievski recrea el punto exacto entre el genio y el imbécil: Rogoÿin mata y después se hunde en una catatonia hermética, intransitable. Entonces, el príncipe Myshkin lo toma en sus brazos, acaricia su cabello y, así, postrado en su reflejo, el mundo halla a los dos criminales absortos, abandonados a su indescifrable lucidez.
 


c u e n t o
Martin, está gruesa la mar
Leo Mendoza

Martin Amis,
Mar gruesa,
Anagrama,
España, 2000.
 

La brillante generación de escritores en lengua inglesa de los años cuarenta se abre, curiosamente, con dos autores ya desaparecidos: Angela Carter, cuya obra ?a decir de los críticos? tiene mucho en común con el realismo mágico, y el viajero Bruce Chatwin, narrador singular cuya obra gira casi en su totalidad en torno al sentido nómada de la vida. A ellos habría que sumar a Paul Theroux ?también viajero? y al perseguido Salman Rushdie ?con quien Chatwin hizo parte del viaje a Australia que después formaría parte de The Songlines?; al muy afrancesado estilista Julian Barnes ?autor de una novela deliciosa, El loro de Flaubert, mezcla de erudición y sabiduría narrativa?, y Ian McEwan, para cerrar con Peter Acroyd ?biógrafo de Oscar Wilde? y con el irónico e iconoclasta Martin Amis, cuyos libros han desatado verdadero furor, sobre todo cuando vendió por adelantado a una editorial estadunidense, y por una cantidad nunca antes imaginada, los derechos de su novela La información, hecho que desató el espíritu patriótico de algunos comentaristas ingleses.

Amis, educado en Oxford, desciende literariamente de Vladimir Nabokov, y de hecho una de sus novelas más famosas, Dinero, ha sido comparada favorablemente con la Lolita del ruso. En ambos existe una mirada mordaz y despiadada sobre la condición humana, que en el caso de Amis tiene como objetivo el mismo mundillo literario tal y como ocurre con la relación de amistad-odio que viven los protagonistas de La información. Pero es sobre todo en Amis en el que encontramos un retrato feroz y sarcástico de la vida citadina y presumiblemente moderna. El ruso y el inglés son maestros de la ironía y, en ocasiones, no dudan en caer en una procacidad calculada y aun en lo obvio ?como muchos otros grandes novelistas utilizaban cierto mal gusto para dar más fuerza a su obra y para divertir a sus lectores.

Mar gruesa, el más reciente libro de relatos de Amis, reúne nueve cuentos en los cuales la condición humana queda bastante mal parada al presentarnos a personajes que van desde el padre ex guardaespaldas de lujo que devino sacaborrachos y que arrastra su derrota por los campos deportivos donde compite su hijo, hasta la vida en un orfanato a mediados del siglo XXI, muy semejante a los descritos por Dickens, que se conjuga con la aparición de un robot cuya misión es profetizar el fin de la Tierra.

Sobresale la mirada lúdica de Amis, que no duda en llevar lo más lejos posible la exageración de las situaciones: así, en “Un peldaño en la carrera” son los poemas los que se convierten en los grandes éxitos de la pantalla, y son discutidos como si se tratase de las novelas que a pasto son adaptadas por los productores hollywoodenses. El cuento es algo basto en su planteamiento, pero por momentos resulta muy divertido imaginar los cambios que un ejecutivo de los estudios podría hacer a un soneto o a una elegía que, con el paso del tiempo, se convertirán en éxitos de la pantalla, así como pensar que los exitosos guionistas cinematográficos conforman una especie de sociedad secreta, como hoy lo son los lectores de poesía y los poetas.

Lo mismo ocurre ?idea de la cual ya Hollywood ha echado mano? con “Narrativa hetero”, en el que, exagerando hasta la saciedad la moda de lo políticamente correcto, Amis imagina un mundo donde lo extraño, lo atípico es ser heterosexual, y cuenta cómo leer una novela heterosexual poco a poco transforma a un connotado escritor.

Otro de los cuentos, “La coincidencia de las artes”, relata cómo un aristócrata británico avecindo en Nueva York ?ciudad poblada por artistas frustrados o promesas en ciernes, de acuerdo con la descripción de Amis? encuentra una amante perfecta que, paradójicamente, es la esposa del portero de su edificio: un ajedrecista que, un buen día, decidió convertirse en novelista y que persigue al noble inglés ?retratista de fama entre las señoras de la alta sociedad? con un mamotreto de más de mil páginas.

Los cuentos más terribles son aquellos en los que apenas se insinúa la relación de los personajes, o los que dejan cargado de dudas al lector: en el texto que da título al libro, una mujer y su hijo ?presumiblemente retrasado mental? viven su propio infierno durante un crucero por el Mediterráneo, mientras que en “La muerte de Deenton”, debido a un extraño contrato, un hombre espera la llegada de una máquina que acabará con su vida.

Mar gruesa es un ejemplo notable del talento narrativo de Amis; notable aunque disparejo, ya que si bien algunos de los cuentos acusan cierto agotamiento temático, en otros la incertidumbre, el mundo inquietante que retrata, ese acercamiento a la oscuridad que nos sacude, nos enseñan que la literatura, especialmente la buena ?como dijera Alfonso Reyes?, es aún aquello que queda de lo humano.



 
n o v e l a
Figuras en fuga
Enrique Héctor González

Guillermo Lescano,
Días de arena,
Ítaca,
México, 2000.

El exilio es una metábola, una summa insumisa de modos de articular el relato, de tiempos narrativos, de voces que se esfuman algodonosas como el aliento de una máquina de vapor. Literariamente ha producido materiales de toda índole, desde el que se desdobla en neurosis autocompasivas al servicio de patéticas elegías telúricas, hasta el que sujeta con mayor o menor intensidad las amarras de su esencia nómada sin menoscabo de la verdadera patria ?errante por naturaleza? del escritor, que es, como se sabe, la lengua en que escribe. Días de arena, la primera novela de Guillermo Lescano, pertenece sin duda a la segunda polaridad aludida; su tema no es propiamente la casi intangible militancia política del protagonista, Santiago Macedo, que deviene secuestro, fuga y abandono de su hábitat natural, sino el diálogo del personaje consigo mismo en una fecunda atmósfera intimista, una introversión delirante hasta en su manera de mirar, de inventar o inventariar el mundo, que contagia al texto tanto en la descripción minuciosa, casi estudiadamente estática que abruma la novela, como en la incesante actividad mental del discurso narrativo, prolija prosopopeya donde la Norton (una motocicleta entrañable), las cervezas, las habitaciones, las montañas azules que enmarcan la ciudad de Santander (cuyo nombre encubre, presumiblemente, el de alguna urbe de la provincia argentina) hablan en vez de los personajes.

La soledad insolente antes que la solidaridad inverosímil es, pues, el timbre que matiza la voz contante de Días de arena, una tercera persona torva y engañosa, amenazada constantemente por la necesidad de sobrevivir bajo una apariencia que no osa decir su nombre, que se aparta sólo por capricho de la técnica narrativa de su verdadera naturaleza ensimismada. Macedo deambula de bar en bar, de una calle a otra cualquiera en la que se cita a ciegas con su ego deshojado, con la figura antiépica que le fue dado ser, como el h.c.e. (Here Comes Everybody) de Finnegan’s Wake, en el que Joyce esboza al primer personaje puramente textual, no deíctico de la novela moderna, el tipo que es como sólo él y como todos y como cada uno y como nadie: el héroe derogado de la modernidad. Aquí Macedo, a contracorriente, igual que la poesía de su admirado Martín Flores (Oliverio Girondo tras otro disfraz nominal), recorta la realidad a su antojo para insertarse siempre incómodamente en ella, pastiche atomizado en mil dudas rumiadas sobre una moto, collage de su imprudente propensión a existir ?la figura es de Borges? a la manera de un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna.

Y es en este sentido (ontológico) que la ya aludida descripción ?detallada y decimonónica, de una exactitud precinematográfica? resulta pertinente a efecto de desfasar espacialmente a Macedo (si se tratara de otro retruécano habría que pensar en un apócope de Macedonio Fernández, aunque el protagonista de Días de arena, metafísico a su manera, carece generosamente de savia humorística), de no dejarlo vivir a sus anchas en un mundo en el que subsiste de prestado, como incógnito o intruso de sus pasionales lecturas caballerescas, siempre a la sombra de Tirante el Blanco, enamorado lector del Amadís.

Así como el personaje huye de sus captores (esbirros de Felipe Rojo, tras de cuyo ardiente apellido se esconde otro Domingo sangriento: el general Perón), el texto de Lescano puede leerse como una alegoría que se sustenta en una lúcida elusión de la realidad. Si Macedo escapa difícilmente a México, la novela se deshace de sus nombres (pero no de la vieja nostalgia, “esa puta del recuerdo”, a decir de Cabrera Infante) con mayor ligereza,
esquiva cualquier siniestra (o diestra) vinculación política y se reinventa a sí misma como un banco de figuras en fuga, playa plagada de palabras del pasado que valeryanamente recomienza su libro de arena en los días indecisos de un exilio interior •
 


n o v e l a
 
Las mentiras pueden
salvar o matar
Guadalupe Bucio Gaona
 

Alice McDermott,
Un hombre con encanto,
Tusquets,
España, 2000.
 

Todas las familias del mundo enfrentan problemas y esconden secretos. Al paso de los años esos secretos llegan a pesar tanto que sólo al final del camino se dejan al descubierto.

Con la muerte de un pariente o amigo nos enteramos de “lo bueno que era”. En el panteón se comentan las virtudes y el talento de aquel que nos deja. Nunca falta el amigo, el primo, la tía o el chismoso que cree saber más secretos del muerto y trata de lucirse ante los otros para mostrar su cercanía con el fallecido y, con ello, hacer sentir a los demás “cuánto le duele la muerte del amigo”. Es como un juego de cartas: uno tira la sota, “claro, él tomaba por decepción”; otro los bastos, “nunca se recuperó por la pérdida de un amor”; otro saca el as, “cállense, ahí viene su viuda, tengan respeto”.

Alice McDermott, escritora norteamericana, recoge esta situación en su novela Un hombre con encanto, con la cual obtuvo el National Book Award en 1998. Poseedora de gran talento narrativo, McDermott ha escrito A Bigamist’s Daughter, su primera novela publicada en 1982, con la cual ganó los elogios de la crítica. Aquella noche es un trabajo literario que la da a conocer a un público más amplio; la obra se tradujo a varios idiomas y posteriormente fue llevada al cine.

La historia de Un hombre con encanto transcurre en Long Island, lugar donde creció la autora, lo cual le permite hacer una descripción exacta de los sitios y las personas que habitan el espacio real y el imaginario.

El argumento, para algunos críticos, es simple: “La historia de un hombre bueno que murió derrotado por el alcohol.” Sin embargo, al entrar a la narración nos damos cuenta de que es mucho más que el planteamiento de la crítica. Se trata de un estudio de la vida misma, con las contradicciones inherentes a la existencia humana.

Billy es un humilde trabajador de origen irlandés que tiene el sueño de formar una familia, se imagina con hijos y una esposa cariñosa con la cual compartir su vida y trabajar duro para salir adelante. Una tarde, mientras se da un baño de mar junto con su primo Dennis, conocen a dos niñeras. Billy se enamora de Eva, pero ese amor queda truncado por una mentira que piadosamente inventa Dennis para no hacer sufrir con la verdad a su querido primo. Treinta años después Billy conocerá la verdad, pero su vida ha transcurrido entre la verdad y la mentira que nunca acepta.

Así, la narración se da en dos espacios paralelos límites; por un lado tenemos la realidad que se va descubriendo con las voces de los personajes circundantes en torno al protagonista, aquellos que lo han visto hundirse en el alcohol como una forma de escape a su amor inconcluso, un amor del que huye para casarse con otro, mientras en la mentira Billy piensa que Eva ha muerto. Gracias a ese pensamiento Eva sigue joven, bella y enamorada, con lo cual el amor queda intacto.

Narrada en primera persona, la novela llega a sorprendernos por la capacidad omnisciente de la hija de Dennis, pues por medio de la reflexión llega a desentrañar hasta los pensamientos íntimos del protagonista. Un hombre con encanto puede considerarse innovadora en el plano técnico, ya que en torno a una primera persona se construyen otras voces; las de una familia, una comunidad, un grupo étnico ?en este caso, irlandeses en un país extraño. Otra presencia es la del narrador y su proceso de aprendizaje como ser humano, como madre y compañera. Al mismo tiempo, la autora se las ingenia para hacer que la historia gire en círculos temporales en torno a la noche del entierro de Billy. En ese retorno va dibujando la vida, va descubriendo los detalles cotidianos de las trayectorias cruzadas entre Dennis, Billy, Meave y Eva.

La autora plantea desde el principio la existencia de un triángulo amoroso; no pretende sorprender a nadie pues sabe que es un tema antiguo, nunca banal, y se juega la narración al modificar continuamente el argumento, de tal suerte que la premisa “del hombre bueno” cambia a “la búsqueda del amor”, un amor inconcluso al estilo de Romeo y Julieta. El amor realizado en un matrimonio se convierte en tortura, demostrado con la actitud de Meave, esposa de Billy, quien soporta los malos tratos, el abandono y el vicio incontrolable del marido.

Meave es un personaje pequeño en cuanto a su actitud frente al mundo, pero grande en tanto representa una gran parte del pensamiento femenino de nuestro tiempo. La clásica mujer que espera sin dormir la llegada de su hombre, la que se llena de paciencia y limpia el vómito de un borracho, lo baña y lo cuida, lo va a recoger de las calles. Ella es un apéndice de él y, cuando Billy muere, con él se va su razón para vivir. Meave tiene un sentido de sacrificio absurdo y suicida: es una mujer sumisa, educada para atender a otros, desprendida de sí misma.

Dennis es un hombre preocupado por el bienestar de los otros, capaz de salir a cualquier hora de la noche para auxiliar a un amigo. Aquí encontramos otro giro que le da movimiento a la novela. Dennis conoce la verdad desde el principio y se ve en un dilema, no sabe si debe decirlo o callar. Cuando miente ni siquiera tiene idea de por qué lo hizo; sin embargo, esa mentira le dolerá por muchos años ya que nunca podrá saber si la actitud de Billy habría sido distinta en caso de conocer la verdad.

El premio otorgado a Alice McDermott hace justicia a una excelente narradora contemporánea cuya capacidad transformadora de una historia que se vuelve contra ella misma nos ubica en la dicotomía verdad-mentira, sueño-realidad. Igual que la vida: siempre al filo de ser o no ser •


FICHERO
Los libros que llegan a nuestra redacción

cinematografía

• Así en la vida como en el cine, Carlos Martínez Assad, Col. La torre inclinada, Editorial Aldus, México, 2000, 137 pp.

ensayo

• El laberinto de la soledad, Posdata, Vuelta a El laberinto de la soledad, Octavio Paz, tomo I, edición conmemorativa 50 aniversario, prólogo de Enrico Mario Santí, Col. Tezontle, Fondo de Cultura Económica, México, 2000, 320 pp.

• El laberinto de la soledad, edición conmemorativa 50 aniversario, José Vasconcelos, Sebastián Salazar Bondy, Thomas Mermall, et al, tomo II, (recopilación y epílogo de Enrico Mario Santí), Col. Tezontle, Fondo de Cultura Económica, México, 2000, 184 pp.

historia

• Rusos, Edward Rutherfurd, traducción de Dolores Gallard, Ediciones B, Barcelona, España, 2000, 989 pp.

narrativa

• Brida. El don que cada uno lleva dentro, Paulo Coelho, traducción de Monserrat Mira, Editorial Grijalbo, México, 2000, 263 pp.

• Citlali y otros relatos, Cecilia Colón, Col. Tiempo de voces 30, Editorial Verdehalago/Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco, México, 2000, 55 pp.

• Crónicas abisinias, Moses Isegawa, traducción de Luis Ogg, Col. Alfuentes, Ediciones B, Barcelona, España, 2000, 619 pp.

• El tío Petros y la conjetura de Goldbach, Apóstolos Doxiadis, traducción
de Ma. Eugenia Ciocchini, Col. Alfuentes, Ediciones B, Barcelona, España,
2000, 165 pp.

• Rabos de lagartija, Juan Marsé, Col. Arete, Editorial Lumen, Barcelona, España, 2000, 353 pp.

• Rasgaduras, Aurelio Ibarra, Col. La torre inclinada, Editorial Aldus, México, 2000, 385 pp.

poesía

• Agua, Carmen Boullosa, El Taller Martín Pescador, México, 2000, sin folios.

• Alabanza de los frutos, Jesus R. Cedillo, Col. Tiempo de voces 22, Editorial Verdehalago/Universidad Autónoma Metropolitana Atzcapolzalco, México, 2000, 29 pp.

• El pájaro imperfecto‚ Joseph Ramón Bach, traducción de Carlos Vitale, Col. Tiempo de voces 26, Editorial Verdehalago/Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco, México, 2000, 43 pp.

• Grafismos, Miguel Ángel Muñoz, Col. Danae, Editorial Praxis/Museo José Luis Cuevas, México, 2000, 25 pp.

• Idos en marzo, Macario Matus, Serie Nuestra palabra, Cuadernos Politécnicos de Difusión Cultural, núm. 14, ipn, México, 2000, 55 pp.

• La estación de las bellas furias, William Johnston, Col. Tiempo de voces 31, Ed. Verdehalago/Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco, México, 2000, 30 pp.

• La muerte de Santa Claus, Charles Webb, traducción de Juan Hernández Senter, Col. Tiempo de voces 34, Editorial Verdehalago/Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco, México, 2000, 23 pp.

• Naufragios del desierto, Miguel Ángel Muñoz, Col. Danae, Editorial Praxis/Museo José Luis Cuevas, México, 2000, 28 pp.

• This is San Francisco, Óscar Sobal, Editorial Praxis/Mub, México, 2000, 65 pp.

revistas

• Equis, núm. 28, agosto 2000, textos de Carlos Montemayor, Ignacio Padilla, Rosa Nissán, entre otros, Ulises Ediciones, México, 80 pp.

• Novedades educativas, núm. 114, junio 2000, año 12, textos de Fernando Pisani, Graciela Beatriz Cabal, Miguel Soutullo, entre otros, Novedades Educativas, Buenos Aires-México, D.F., 78 pp.

• Novedades educativas, núm. 115, julio 2000, año 12, textos de Stella Accorinti, Marcelo Lobosco, David Kennedy, entre otros, Novedades Educativas, Buenos Aires-México, D.F., 78 pp.

• Origina, núm. 90, agosto 2000, año 8, textos de Carlos Castillo Peraza, Ramón Pieza, Miriam Mabel Martínez, entre otros, Gilardi Editores, México, 80 pp.

• Viceversa, núm. 87, agosto 2000, textos de Juan Carlos Bautista, Fernando Solorzano, Gerardo Deniz, entre otros, Editorial Offset, México, 80 pp.

teatro

• Como les guste, William Shakespeare, Col. Shakespeare por escritores, traducción de Omar Pérez, Grupo Editorial Norma, Buenos Aires, Argentina, 1999, 160 pp.

• Julio César, William Shakespeare, Col. Shakespeare por escritores, traducción de Alejandro Rojas, Grupo Editorial Norma, Buenos Aires, Argentina, 1999, 153 pp.

• Medida por medida, William Shakespeare, Col. Shakespeare por escritores, traducción de Circe Maia, Grupo Editorial Norma, Buenos Aires, Argentina, 1999, 174 pp.

• Pericles, príncipe de Tiro, William Shakespeare, Col. Shakespeare por escritores, traducción de Andrés Ehrenhaus, Grupo Editorial Norma, Buenos Aires, Argentina, 1999, 145 pp.

• Romeo y Julieta, William Shakespeare, Col. Shakespeare por escritores, traducción de Martín Caparrós y Erna von der Walde, Grupo Editorial Norma, Buenos Aires, Argentina, 1999, 179 pp.