La Jornada Semanal, 27 de agosto del 2000

Las ajorcas
 
Francisco Torres Córdova
 

El poeta y traductor Francisco Torres Córdova nos entrega en esta memoria de viaje una visión de la India con sus mezclas de lo ancestral y lo moderno: “bocinas de bicicletas, risas, regateos, llantos de niños y gruñidos de perros hambrientos...” y, en contraste, “una música metálica” y “una danza que parecía haberse iniciado muchas horas atrás y que continuaría para siempre ciega o hipnotizada por su propio ritmo...” Esta viñeta llena de admiraciones, olores, sabores y colores se centra en la idea del tumulto, la gracia y la tragedia
 
 
 

 

Las dos de la tarde, Chittorgart, Ratlam, Indora... ya no recuerdo, pudo haber sido en cualquiera de los pequeños poblados con los que tropezamos en nuestra ruta hacia Bombay. Al salir de una curva una muchedumbre bloqueaba la carretera. Nos detuvimos en el umbral de los primeros cuerpos alargados y cenizos de aquella multitud que se balanceaba generando en sus extremos olas de aparente desorden. De pronto una música metálica lo envolvió todo. Estábamos en medio de un mercado, en medio de una danza que parecía haberse iniciado muchas horas atrás y que continuaría para siempre ciega o hipnotizada por su propio ritmo, rodeados por un horizonte de turbantes de colores, ojos desmedidos, cuellos interminables. De alguna parte indefinible surgía un rumor de voces en oración que soportaba sin rasgarse todos los ruidos posibles: bocinas de bicicletas, risas, regateos, llanto de niños, gruñidos de perros hambrientos. Y arriba, la cúpula de un cielo puro y caliente que llegaba ardiendo a los pulmones. El sol brotaba en todas partes, afinaba sus espadas en la piel de las manzanas, naranjas, sandías y mameyes, en las verduras y legumbres apiladas en los improvisados estantes de los puestos del mercado, sobre los techos agobiados de paja viejísima, contra los muros deslavados de las casas; pulía frentes oscuras, tallaba brazos de venas hinchadas. Descendí del camión y me perdí entre la gente, casi sin moverme, complacido por esa inmediata adhesión a un movimiento que festejaba no sé qué dioses impronunciables, llevado por la música y la cadencia de las invocaciones cotidianas, entre miradas de una inocencia hambrienta y penetrante. El olor a hierbas, a sudor; el olor del viento, de la fruta y el hervor de la leche de cabra, de la tierra seca, quieta, amarilla, penetró mi mente como una hemorragia interna y ablandó mi voluntad. De pronto, en el lejano horizonte de cabezas, una ola de quietud y silencio avanzaba. La gente se apartaba, callaba, pausaba sus cuerpos. Conforme se acercaba, aquello dejaba tras de sí una brevísima y solemne parálisis y luego, con una sacudida entre sagrada y animal, el tumulto volvía a articularse. Poco después llegó hasta donde yo estaba. Al separarse la gente aparecieron, se esfumaron entre la multitud. Siete mujeres completamente cubiertas por saris negros y tocadas con un velo impenetrable que insinuaba sin embargo el enigma de sus rostros, pasaron frente a mí. Sólo podían verse sus pies desnudos y morenos, con ajorcas de plata en los tobillos, adornadas con pequeñas campanillas que marcaban el ritmo de su andar apenas en contacto con el suelo. Y su aroma; una brisa de olores finos, una estela de vientos dulces emanando de sus cuerpos frágiles, atravesando las telas de sus mantos negrísimos y mezclándose con el zumo de los frutos y el cuerpo de la muchedumbre. Música y aroma me cubrieron la piel, me llenaron el pecho, el hueco de las manos. Me quedé inmóvil, sin aliento, sin edad, la carne un relámpago, el alma un desierto; abandonado bajo el sol, ese sol de todo el cielo.