La Jornada Semanal, 27 de agosto del 2000

 
John Updike
 
"El Chamaco" Covarrubias
y otras caras chistosas
 
 
 

John Updike, a propósito de la mítica exposición presentada en la National Portrait Gallery de Washington, y titulada Celebrity Caricature in America, hace esta peculiar reseña en la cual sobresalen sus admiraciones por “el Chamaco” Covarrubias, Al Frueh, Ralph Barton, Auerbach-Levi, Hirshfeld y Calton, entre otros. El entusiasmo por la obra de Covarrubias en Vanity Fair y la sutil presencia de Orozco y de la “fuerte tradición mexicana de caricatura política” en los precisos trazos del “Chamaco”, ocupa gran parte de esta juguetona reseña que dedicamos a nuestro amigo y maestro Rafael Barajas, “el Fisgón”, como homenaje por la aparición de su libro sobre la caricatura política mexicana y por ser como es y queremos que siga siendo.
 

La caricatura puede ser algo hermoso; esto queda demostrado con la ambiciosa exhibición llena de ingenio y ligeramente ávida que hace tiempo presentó la National Portrait Gallery en Washington. Celebrity Caricature in America nos conduce hacia los caminos de la fama y mezcla los extraordinarios y bellos trabajos de Al Frueh, Miguel Covarrubias, Ralph Barton y William Auerbach-Levy, con el de un grupo de artistas ?tal vez de menor importancia?, llevándonos a un acontecimiento pletórico. Todo se arregló para presentar una exhibición inteligible y atractiva destinada a aquellos que nunca tuvieron la oportunidad de escuchar a Caruso, ni seguir las proezas de Babe Ruth, ver a John Barrymore en el teatro o una película de Mae West.

En las primeras salas se escucha un fondo musical de jazz, con reminiscencias de Fred Astaire, de esa época entre-deux-guerres, cuando se supone que la fama maduró hasta adquirir su forma moderna. Como referencia, fotografías de los personajes ilustres caricaturizados se presentan en la parte superior de los muros y se ha reconstituido uno de los rincones del restaurante Sardi, tapizado con caricaturas célebres debidamente enmarcadas. En las salas del fondo se observa una exhibición ininterrumpida de dibujos animados de los Estudios Disney y de Warner Bros., que datan de los años treinta, en los que las estrellas de cine se mezclan con personajes tales como Donald Duck o Bugs Bunny.

Como los niños que desde los tres años acudían al cine con sus padres, y siendo uno de los pocos a los que se les permitió asistir al teatro del barrio hasta los seis, me di cuenta de que las caricaturas ?vueltas a ver sesenta años después? representaban un retorno emocionante hacia visiones que había olvidado. Aun cuando mi horizonte cultural no me permitía abarcar a figuras de teatro de principios del siglo xx como Donald Brian, Julia Marlowe, John Drew y Raymond Hitchcock, pude admirar la belleza presente en la simplicidad de las interpretaciones de Al Frueh sobre aquellas figuras que fueron fervientemente admiradas en aquel entonces. La conmemoración de personajes tan famosos se transforma, con el transcurso del tiempo, en una demostración de lo transitorio de la fama y en un estudio melancólico de nuestra oscuridad esencial. Tarde o temprano, el sujeto de la caricatura se desvanece, dejándonos tan sólo el arte, como lo hacen Tutankhamon y Ozymandias, los jueces dibujados por Daumier o los artistas de cabaret presentes en las caricaturas de Toulouse-Lautrec. El arte tiene la capacidad de trascender más allá de la fama, aun cuando durante su vida el artista tenga que correrle caravanas a los famosos.

Con gran acierto, algunas revistas de principios de siglo ?siendo la más destacada Vanity Fair, que dejó de editarse en 1936? publicaron caricaturas de un extraordinario mérito. Miguel Covarrubias, un mexicano muy joven ?y que más tarde se convirtió en un excelente arqueólogo, etnólogo y experto en folklore de su país, muerto a la edad de cincuenta y tres años?, elevó la caricatura en las páginas de Vanity Fair de los años veinte y treinta a un plano superior, aunque sin duda contaba con predecesores y rivales de su mismo nivel. El italiano Paolo Garretto, que utilizaba hábilmente el pincel y recortes de papel, creó portadas e ilustraciones para Vanity Fair de una simplicidad fascinante y gran atrevimiento estilístico; su exuberante gouache de Al Smith de 1934 representa el sello de la exhibición de Washington, y su reproducción aerodinámica de “los hombres fuertes” de los treinta, desde Mussolini y Hitler hasta Gandhi y La Guardia, integran un documento histórico muy particular. Sin embargo, comparado con Covarrubias es un simple fabricante de juguetes: carecía de las cualidades pictóricas del mexicano o de su peculiar fuerza primitiva. Ralph Barton, otro caricaturista muy diferente pero igual de brillante, escribió que las caricaturas de Covarrubias eran “desnudas y crudas, desprovistas de insensatez, como una montaña o un bebé”. Ciertamente eran crudas, pero sólo en el sentido que sus imágenes perfectamente ejecutadas adquieren algo de rigidez, pero combinan sin duda la grandeza de una montaña con la ternura; se trata de una visión llena de inocencia que podría catalogarse como infantil.

Covarrubias admiraba los murales de Orozco y tenía la ventaja de haber asimilado una fuerte tradición mexicana de caricatura política basada en los panfletos. En el catálogo de la exposición, Reaves señala que las caricaturas de Covarrubias de celebridades norteamericanas son menos salvajes y grotescas que las de sus compatriotas Xavier Algara y José Juan Tablada. “Covarrubias se había adaptado al aura de Vanity Fair”, escribe Reaves. “Representaba a la caricatura mexicana en traje de etiqueta [...] para un artista menor este distanciamiento emocional y refinamiento podrían haber conducido a una banalidad amigable. Sin embargo, esto fue lo que liberó a Covarrubias, permitiéndole concentrarse con fría objetividad en el parecido, la línea y el dibujo.”

En blanco y negro, Covarrubias tenía predilección por la viñeta, con sombras dentadas y breves líneas afiladas. En su dibujo del joven Irving Berlin de 1925, estas líneas rodean y le dan prominencia a los ojos cubiertos por grandes párpados, con iris de un aceitoso color negro. Douglas Fairbanks queda reducido a un continuo arabesco de cejas, ojos tan separados como los de una rana, cabello lustroso semejante a una capa de pintura, y un bigote y labio superior que trabajan simétricamente para mostrar una hermosa dentadura; lo que hoy nos asombra es la manera tan efectiva mediante la cual Covarrubias, con unas pocas líneas estilizadas, reproduce el porte elegante de Fairbanks, así como el labio inferior y una mano que se mueve hacia adelante y que detiene un cigarrillo, resaltando cierto tipo de masculinidad, formal y un poco ruidosa, que ya no existe. Gráficamente, el dibujo de Paul Whiteman es interesante, con un leve contenido cubista en el centro del rostro del sujeto, ovoide y vacío; se trata de una de las caricaturas americanas más abstractas de Covarrubias, y una de las menos amistosas, y sin embargo es un placer contemplarla en toda su elegancia art déco.

A partir de 1930, el desarrollo de la imprenta de Condé Nast y de los procedimientos de fotograbado permitieron un uso más frecuente del color. Covarrubias desplegó una vivaz paleta, contrastando en ilustraciones para la serie de “Entrevistas Imposibles” de Corey Ford, una desnuda Sally Rand, de hermoso color de piel, rizos dorados y abanicos de plumas color de rosa, con el tinte verdoso y el rojo vestido lleno de ángulos de Martha Graham; los tweeds ingleses y la palidez del Príncipe de Gales, con la blanca franela californiana, cuello de tortuga y piel bronceada de Clark Gable. La versión del Príncipe de Gales de 1932 es un estudio de carácter profético de una escurridiza y mimada timidez.

Hasta donde tengo memoria sobre las celebridades, el parecido logrado por Covarrubias era excelente, y ahí donde mis recuerdos fallan, como en el caso de la caricatura de Eva La Gallienne, el autor lograba transmitir la sensación de una persona real, no sólo a través de alguna seña particular, sino mediante cierto halo espiritual logrado gracias al colorido o a la vivacidad de la dinámica del trazo que le caracterizaba. Covarrubias mezclaba de manera única la agudeza del dibujo en línea con la calidad pictórica; a su vez, Frueh, Barton y Al Hirschfield ejecutaban la caricatura lineal, y Will Colton, un pintor originario de Newport que ingresó a Vanity Fair con la aparición del color y que diseñó portadas para el New Yorker hasta los años cincuenta, presentaba pasteles vivaces, cuya faceta satírica era benignamente borrosa ?aunque logró revelar fielmente la barba, esa sombra de las cinco de la tarde, que tapizaba el rostro de Jed Harris, así como también reproducir las facciones rosáceas y estólidas tan características de Nicholas Murray Butler.

Entre mis artistas predilectos dentro de la exposición, el más viejo es Al Frueh. Nacido en Lima, Ohio, en 1880, hizo su arribo a la caricatura cuando, según él, intentaba aprender el método Pitman de taquigrafía y poco a poco le dio forma a los garabatos. Sus primeros trabajos muestran familiaridad con los caricaturistas franceses y alemanes, y durante sus viajes a Europa ?en 1908 y 1909? estudió brevemente con Matisse. La economía de su trazo era maravillosa. El cuerpo de Alla Nazimova se transforma en una gruesa línea adornada por un par de manos y coronada por un rostro (alrededor de 1910-1912). Logró dibujar a George M. Cohan sin cara, reproduciéndolo simplemente mediante la postura y el gesto, y a la vez, con su trazo, presenta a Mary Dressler ?la voluminosa comediante de tantas películas mudas? sólo como una cara, ancha y furiosa, montada en un cuerpo de cinco líneas curvas.

Caricaturista y admirador permanente del teatro, Frueh pasó del antiguo Life al New Yorker cuando se fundó en 1925, y mantuvo su lugar en la sección de teatro hasta los años sesenta, cuando la moda de los caricaturas hacía mucho que había terminado. Dispersaba sus extrañamente concisos retratos dentro de un rectángulo de dimensiones arbitrarias, y recuerdo mi asombro al enterarme de que trabajaba completamente de memoria, después de asistir a cada una de las representaciones teatrales. Una cosa es recordar, por ejemplo, que Katharine Cornell tenía un rostro ancho y grandes ojos, y otra era reproducir fielmente sus fosas nasales y colocarlas con propiedad sobre el labio superior. Las obras de Frueh incluidas en la exposición, en su mayoría regalos de sus hijos, favorecen sus primeros trabajos; fueron ejecutadas en tinta sobre tablas teñidas de marrón y empleando pequeños trazos en blanco para los detalles que deseaba resaltar; anteriormente no habían sido reproducidas aunque sí expuestas en la galería 291 de Alfred Stieglitz. El talento de Frueh para lograr un parecido mediante trazos lineales concisos nos muestra un aspecto del arte del caricaturista en la cúspide, casi tan fluidos como la escritura.

Por su parte, Hirschfeld, quien milagrosamente seguía dibujando después de cumplir los noventa, es el más fiel heredero de Frueh y es un maestro en su género. Sin embargo, en sus dibujos ejecutados en tinta, de finos trazos como de alambre, la línea se vuelve activa de una manera abstracta ?lo que no sucede con Frueh? y allana la impresión del observador. Los ojos en espiral, las orejas en forma de equis y el cabello con un trío de lineas debilitan nuestra percepción de que esta graciosa obra en tinta representa a una persona real. Una caricatura en blanco y negro de Walter Winchell, realizada en 1950, nos muestra a un Hirschfeld todavía mordaz, y una portada de 1956 de TV Guide ?una de las últimas revistas que favorecía a la caricatura en sus portadas? en la que reproduce a Edward R. Murrow, revela cuán a gusto se desempeñaba a color y en tres dimensiones.

Ralph Barton no dibujaba en tercera dimensión, pero en las dos que utilizaba lo hacía como un mago de la invención, con facilidad y descaro. Su trazo deambulante era a la vez preciso y despreocupado; por lo visto era incansable. Basta examinar una de sus composiciones más famosas, la reproducción de un gran telón repleto de personalidades aficionadas al teatro que dibujó para decorar el escenario Chauve-Souris o “Teatro del Murciélago”, o la enorme composición que representa a numerosas celebridades de Hollywood cenando en el Coconut Grove; también son notables los grupos más pequeños que realizó para Vanity Fair ?cada rostro se presta a un examen detallado, cada uno de ellos tiene vida e individualidad.

Sus caricaturas sobre el ambiente teatral para Judge, Life y para el recién creado New Yorker, reúnen lo extravagante con lo exquisito. Me planté frente a su dibujos de De Wynn y de Richard B. Harrison y quedé maravillado ante una de las largas curvas, una línea fina en lápiz de carbón trazada a mano limpia con la precisión de una máquina. El control de Barton sobre los utensilios de su oficio era de una fineza arrebatadora; aunque estaba abrumado por los encargos de las revistas y a menudo se dedicaba a ello sin respiro, nunca presentaba una línea mal trazada o un descuido con el pincel. Una espléndida caricatura de Leopold Stokowski, de 1931, nos muestra su utilización circular de un gouache sobre otro de tono oscuro para reproducir la esfera de cabello blanco y rizado que cubría la cabeza del célebre director de orquesta. También es notable su composición de Billie Burke, sorprendentemente esbelta y elástica, a través de un gouache delicado y uniforme, sin olvidar la manera tan definitiva en que logró reproducir su notorio perfil melindroso, resaltándolo sobre el fondo obscuro de los escenarios de Broadway, disfrazada de Glinda: la bruja buena de la película El mago de Oz. Al acercarnos a un dibujo de Barton nos sentimos nosotros mismos acróbatas, envueltos en peligrosísimas maniobras de equilibrio y saltos temerarios.

Francófilo y depresivo, Barton tenía una necesidad permanente de viajar o mudarse de departamento. Trató de evadirse del universo de las dos dimensiones escribiendo reseñas teatrales y dos pequeños libros, el primero de poesía ligera y posteriormente una parodia de tintes históricos sobre Estados Unidos. La reacción de la crítica fue fría; a diferencia de Beerbohm, era un artista puramente gráfico. Su depresión se acentuó y su comportamiento y perspectiva de las cosas se volvieron erráticos. Al final de su vida creyó que todavía estaba perdidamente enamorado de su tercera ex esposa, quien para entonces se había convertido también en la tercera esposa de Eugene O’Neill. En 1931, poco antes de cumplir los cuarenta años, se pegó un tiro en la cabeza. Dejó una nota de suicidio en la que se autodiagnosticaba como un maníaco depresivo y en la que aducía que en los últimos tres años no se había “apreciado ni remotamente el valor real de mi talento”. Muy pocos de sus numerosísimos dibujos existen en original; fueron sometidos a los procesos de reproducción de aquella época, que no hacen honor a sus hermosos y precisos gouaches, y después fueron destruidos. Tal era el destino del arte comercial en los tiempos del fotograbado sobre metal. Nunca se pensó que algún día adornarían las paredes de los museos, por lo que estos últimos se limitan a exponer lo que tienen.

William Auerbach-Levy, ruso de nacimiento, prefería trabajar con pincel y dibujar en vivo durante las visitas a su estudio de los personajes que reproducía. Escribió un libro delicioso ?¿Ese soy yo?? en el que describe el proceso de elaboración de las caricaturas de personajes como Jimmy Durante, Ring Lardner y Eugene O’Neill. Poseía una gran capacidad de simplificación: dibujó a Lardner sin nariz y a O’Neill sin ojos; varios de sus dibujos ?de Mencken, Alexander Woollcott, George Gershwin, Franklin P. Adams? se convirtieron en verdaderos símbolos. Se trata de imágenes concisas en blanco y negro, lo suficientemente robustas como para figurar en papelería, servilletas, el reverso de una baraja, y conservar el parecido con el personaje célebre en turno. La exposición incluye algunos de estos retratos tantas veces reproducidos, y es interesante ver cuánta tinta blanca utilizaba para ajustar, por ejemplo, los pocos trazos rígidos que representan el dibujo de Adams; sólo la imagen final que se reprodujo da la ineludible impresión de haberse realizado sin esfuerzo.

También es atrayente comparar el retrato de Mencken, hecho por Auerbach-Levy, con la imagen mucho más inocente y artificiosa que realizó Hirschfeld para la portada de Collier´s en 1949. Para entonces, Mencken, con su habano y peinado de raya en medio, se había convertido en un personaje inofensivo, en un simple anciano famoso. Sin embargo, en 1925, Auerbach-Levy logró resaltar toda la fuerza amenazadora de este mismo hombre ?el peso ominoso de su cabeza y la temible y burlona risita en sus labios. Puede observarse en la caricatura original de Woollcott que el pelo y la curva de la cabeza están esbozados pero no han sido entintados; las escasas líneas de la cara y los círculos incompletos de sus lentes son mucho más efectivos aislados y desarticulados.

El buen caricaturista tiene la inusual habilidad de extraer del tejido y nudos que conforman un rostro y de los espacios entre ellos, la brillante chispa de una identidad única. Auerbach-Levy no tenía parangón en el proceso de lograr un parecido conciso, pero convincente, que adquiere resonancias más allá de lo cómico. Empleaba otra técnica, en la que el elemento caricatural se minimizaba casi llegando al retrato formal. Puede verse a un Noel Coward asomándose a una ventana rodeada de cortinas rojas con vista al puente de Brooklyn y a los hermanos Shubert como máscaras tragicómicas; en estos retratos el pincel se manifiesta mediante tonalidades sutiles y pequeñas florituras, y nos acercamos al límite de la caricatura como simplificación audaz. Imagino que muy pocos aparte de mí recuerdan los retratos semanales de Auerbach-Levy en Collier’s ?durante la segunda guerra mundial? en los que dibujaba a figuras prominentes de nuestros aliados y colaboradores en esa guerra, después de los horrendos y divertidos artículos de Sam Berry sobre nuestros atroces y absurdos enemigos. Esta es una tarea que ahora se le encargaría a los fotógrafos, aun a los más oscuros de ellos.

En su prólogo del catálogo de la exposición, Wendy W. Reaves afirma que “la caricatura no desapareció al finalizar la segunda guerra mundial, pero esta faceta de la misma ?enfocada hacia el personaje y la fama más que hacia la sátira política? disminuyó o modificó su énfasis”. Podemos formular numerosas teorías sobre la naturaleza de la celebridad y de la personalidad, y el tipo de atención artística que reciben. ¿Acaso el conformismo de los años cincuenta enmoheció a la caricatura? ¿El triunfo de la fotografía nos volvió impacientes ante cualquier otra forma de imagen representativa? ¿Fue el ocaso del sistema de los estudios de Hollywood, de la radio enfocada a las celebridades, de Broadway, de los famosos cafés, lo que terminó con ese firmamento de estrellas del que dependía la caricatura?

Vanity Fair, aquel gran promotor de arte, se transformó sin pena ni gloria en Vogue en 1936 y ha renacido como una mera revista de escándalos glamorosos. ¿Qué nos dice lo anterior? Nos da la impresión de que, a muy gran escala, lo que admiramos en otros seres humanos ha dado un giro. Anteriormente, los santos, los reyes y los nobles eran admirados por su cercanía con lo divino. El siglo xix convirtió en celebridades al clero, a los millonarios, a los humanistas y a los cantantes de ópera. La confluencia de los medios de comunicación ?la radio, el cine y una demandante prensa popular? crearon una serie de personalidades del teatro a las que se agregaron las de los deportes, el arte y la cultura, que constituyen la base de la “caricatura de las celebridades”. Este panteón era tan querido que un industrial textilero fabricó un estampado en seda de la caricatura de Barton que reproduce diversas personalidades en el Coconut Grove, y por lo menos algún joven modista lo transformó en un vestido que se exhibe con sus (para mí invisibles) manchas de una fiesta. ¿Qué ha aparecido desde entonces? Los cantantes de rock, en sí ya unas caricaturas, y los actores de cine y televisión, de matices intercambiables. Me da la impresión de que era más fácil caricaturizar a Clark Gable que a Brad Pitt.

Sin duda, la caricatura, como la poesía ligera, prevalece. Al Hirschfeld sigue trabajando, y los lectores de esta revista se han entretenido y se han iluminado con los hombrecillos de David Levine. Existe también Gerald Scarfe, para quienes disfrutan la tinta en abundancia. Lo que sucedió con la caricatura entre 1910 y 1950 tal vez fue tan simple ?y tan tautológico? como la presencia de un mercado para ella mientras durara la demanda del mundo de las revistas. También se le atravesó el arte moderno. Se produjo un impulso vivaz de fin de siècle que se originó en París. El cubismo y el expresionismo muralista influenciaron a Covarrubias; la distorsión expresionista y el surrealismo juguetón relajaron a Barton. Además, existía una audiencia capaz de apreciar el trabajo sutil y audaz. Los patrones de consumo de los años veinte eran festivos sin ser vacíos. Ciertos formalismos rondaban aún las expectativas sobre el arte, y todavía se daban clases de anatomía y de perspectiva en las escuelas, que eran apreciadas por los editores de arte. El apetito por una caricatura estéticamente compleja y los artistas capaces de satisfacerlo crecieron y decayeron juntos. La gente es ahora más tenue que antes.

Traducción de Alfonso Herrera Salcedo T.