La Jornada Semanal, 27 de agosto del 2000  
 
Gabriel Gómez López
El precio era alto
 

Gabriel Gómez López, nuestro lector de literatura albanesa, pega un salto geográfico y anímico para colocarse al lado de Marina Tsvietáieva, “niña de cinco años, con alma de nómada” y ondina con su Diablo-Dios. La vemos con su Álbum vespertino entre las manos y con Sergei Efrón y su hija Alia. Más tarde “vino el remolino y los alevantó” y empezaron el abandono, la miseria, la persecución, el hambre, el frío: “No es culpa mía si salgo a mendigar/ por las plazas ?pidiendo dicha.” En medio de la desolación brilla su poesía con dioses, soles nocturnos y la ansiosa búsqueda de paisajes en los cuales el dios de su desesperación crece como “un baobab”. Gómez López nos entrega una biografía, reflexiona sobre una poética y todo lo ubica en el ambiente espiritual de su tiempo.

 

Primer acto: se levanta el telón, una niña de escasos cinco años, Marina, con alma de nómada y olor a viento en el pelo, una real amazona, sube hasta donde termina la escalera y abre la puerta de la alcoba de su media hermana, una habitación roja con una eterna y oblicua columna de sol, donde de manera incesante y casi imperceptible gira el polvo; ahí encuentra un hallazgo sorprendente que para siempre trastornará su vida: apoltronado, implacable, sentado sobre la cama, desnudo, con una piel gris como de dogo, ojos blancuzcos azulados, incoloros, indiferentes, inexorables, sentado tan apaciblemente como si posara, estaba su amo, el Diablo.

No tenía pelaje sino, por el contrario, una absoluta tersura y suavidad como de acero. Y no había acción, simplemente permanecía sentado, pero era más que suficiente, ella le amó y guardó para siempre el secreto de su pacto con él.
 

Decidida a ser su esposa acudía desnuda a sus citas, le rezaba por las noches porque era su Dios, su Diablo-Dios, complemento aterrador uno del otro, entre ambos no había ni la más pequeña hendidura para introducir la voluntad… El Diablo era su otro yo. “Se que aún sigue ahí, hace tiempo que la casa fue demolida, de la cama no quedan ni las patas, pero sé que permanece imperturbable, observándome desde su trono, aguardando, tirando lenta, pero firmemente, de la cuerda.” ¿Que por qué vivía el Diablo en aquella habitación? Simplemente porque en ella estaba el árbol de la ciencia del bien y del mal, los libros que le habían prohibido leer, todo eso que es el Diablo; un deseo oculto, porque Marina tenía hambre de papel en blanco, toda su primera infancia había sido un grito continuo por papel en blanco, pero no se lo daban y por qué no se lo daban, simplemente porque su madre quería que fuera música y su familia se burlaba de sus versos incipientes. “No tendrá papel” ?decían?, “no podrá escribir.”

El resto de su vida lo pasó reflexionando sobre lo aprendido en los primeros siete años, con el lenguaje impregnado de los huesos a la piel, buscando palabras, palabras mágicas, fuera de todo sentido, que no requirieran del cerebro sino del oído, el lenguaje de los animales, de los niños, de los sueños; las palabras serían su órgano de choque con la vida. Escribiendo simplemente para vivir, inmolando su vida a favor de la palabra. Su forma de amar era a través de las palabras, no con los actos, exactamente al contrario del común de los mortales. Como Ondina, ese personaje que ella tanto amaba, podría decir que cambió el vivir sin alma, es decir feliz, por volverse infeliz, es decir, amando.
 

Al Diablo debía el orgullo, el arrojo, después de él a qué tenerle miedo; a él debía la conciencia de pertenecer a otra clase, a él debía el secreto, la razón oculta por la que los poetas escriben; era él quien destrozaba cada uno de sus amores felices, corroyéndolo con sus apreciaciones, rematándolo con el orgullo; él la hizo poeta y no mujer amada, la protegía de toda participación en la comunidad y le inculcó el amor por las causas perdidas; a él debía el círculo encantado de su soledad que todo lo incluye pero a todos excluye.
  No sabemos cuáles fueron las condiciones del pacto. ¿Qué obtuvo Marina a cambio de su alma? Sospecho que sin medir las consecuencias pidió el don de la poesía con todo lo que ello implica; un acto tan irreflexivo como el de Endimión, quien pidió la vida eterna y olvidó en su petición incluir la juventud. Viviría todo, lo bueno y lo malo, dominada por la constante de la insaciabilidad y la incapacidad de entrega, como Alejandro Magno, dueño de todo y de nada. Quien elige derivar su vida a la palabra queda sometido a sus leyes inflexibles, ardiendo, posada en la cola de un cometa, un incendio de cada una de sus células, condenada a una permanente observación de sí misma.

Su hija Alia, a la edad de seis años, la describe: “Mamá es muy extraña, no se parece en nada a una mamá, es triste, rápida, escribe versos, tiene un alma grande… siempre tiene prisa.” Mirando con tantos ojos que ya no sabría quién miraba a quién, viviendo con tantos cuerpos que ya no sabría a quién amaba o quién la amaba. No se puede vivir con las palabras a pesar de lo que ella afirmaba: “El amor vive en las palabras y muere en las acciones, al menos el amor de los poetas.”

La poesía es una enfermedad irreversible, crónica, mortal. Existen seres de pasión, otros de sentimientos, algunos de sensaciones; ella era todos juntos. “El demonio se ha apoderado de una persona. ¿Juzgar al demonio?, ¿juzgar al fuego que quema la casa?, ¿juzgarme a mí?”

En el segundo acto, muy breve, vemos a Marina en la cúspide, en la cima de su montaña. Su primer libro, Álbum vespertino, con poesías escritas entre los quince y los diecisiete años, obtuvo un éxito clamoroso. Tiene el mundo a sus pies, es amada y admirada.

En 1911 conoció a Sergei Efrón, hijo de una familia judía de revolucionarios. Al año siguiente, en contra de la voluntad de sus padres, se casó y poco después nació su hija Alia, pero a la misma velocidad en que había sido creado su mundo se iba derrumbando, dejándole su sed intacta.

Y en el tercer acto vemos cómo la ola de la Revolución la barrió, convirtiéndola hasta el fin en un ser profundamente desdichado, que emitía un continuo alarido de dolor.

En 1917 su marido se unió al Ejército Blanco y ella quedó sola en Moscú con sus dos hijos pequeños, sin dinero y sin poder contar con la ayuda de nadie. Fue de decepción en decepción, balanceándose en una cuerda floja, la misma en la cual terminaría por colgarse. Una tragedia sucedió a otra hasta el aislamiento total, y conoció también la otra parte de la vida, también en forma absoluta, con el mismo sello de la desmesura, el hambre, el frío, el miedo; vivió en una casa comunal, trabajó en un comisariato con derecho a un plato de papas.
 

En el escenario, Marina suplicaba: “Me dirijo exigiendo fe, pidiendo que me amen... Me tienen que escuchar, y amarme antes de que muera.”
  Poesía que ha brotado de las fraguas del Averno, a ráfagas, a borbotones, atragantándose, antes que la inspiración se borre como se esfuman los sueños apenas al abrir los ojos, demoniaca, apasionada, expresada a pausas como el lenguaje de la Sibila de Cumas recibiendo el mensaje de los dioses, con urgencia para retornar al fuego, su elemento natural. Desconciertan los guiones que de pronto aparecen en su poesía, no tienen aparente razón de ser, pero creo que corresponden al diálogo interior que sostenía con su interlocutor, su Dueño.

Tarde o temprano la vida se desquita. Muy pronto recibió la cuenta y ya no dejó de pagar el alto precio.
 

Marina dilapidó su fortuna como en una mesa de juego, porque ella no se daba cuenta pero Él seguía tirando de la cuerda. “Mientras corría, con mano pesada me cogió por los cabellos el Destino.” Las reglas del juego habían cambiado, aristócrata transformada en proletaria.

Leamos ese testimonio estremecedor que es Indicios terrestres, dominados por el hambre, el desamparo, la sensación de vivir en el tiempo y lugar equivocados. Su hija Irina murió de hambre en un asilo para niños. Marina se vio enfrentada a la decisión de Sophie, el personaje de Styron, pero no era ficción sino la vida real; debía desprenderse de una de sus dos hijas para sobrevivir, y eligió a Alia sobre Irina. “Mas agarrando a las dos con furia ?como pude? a la mayor salvé de la oscuridad, a la menor no la pude salvar.”

En 1921 se encontró de nuevo con su marido en Berlín y vivió en Bohemia hasta finales de 1925. Colaboró en revistas de exiliados para sobrevivir, luego se trasladó a París con su hija Alia y el recién nacido Georgui. Se fue aislando más, si esto es posible; le perseguían la miseria y las desgracias, y se enfrentó a la realidad con la única arma que conocía y que de nada le servía: su Palabra.
 

El hábito de sentirse diferente, nos dice Nina Berberova, comenzó a pesarle. Quien decide permanecer al margen de la sociedad no debe hacer a ésta responsable de su aislamiento. Su drama se acentuó por haber perdido a sus lectores en el exilio; lo que escribía no encontraba eco. La concepción de un poeta como un ser que vive en una isla desierta o en una torre de marfil, cargando su talento como un jorobado hace con su joroba, es una visión romántica de un creador estéril. Su aislamiento en Praga, su inadaptación en París sólo podían conducirla al silencio.
  Alia regresó a Moscú influenciada por las ideas políticas de su padre, y Sergei, implicado en el asesinato de un agente de la gpu soviética, desapareció de Francia y se ocultó en la urss; entonces, en 1939, Marina regresó al infierno, el hábitat natural de los poetas. Desde luego no tuvo la suerte de Orfeo, no pudo hablar con el Señor de los Infiernos para tratar de conmoverlo, ni encontró la sombra de su marido para verlo al menos un instante; por el contrario, todos le rehuían como a la peste, sus amigos le volvían la cara, y entonces descubrió que el infierno no era sino una cárcel helada, de un frío aterrador, y que la ardiente pasión que le brotaba no era suficiente para darle un poco de calor.

Su hija fue arrestada y confinada a un campo de concentración en las regiones más inhóspitas de la urss, donde permanecería diecisiete años. Sergei fue ejecutado poco después, y su hijo murió en el frente.

Nadie la comprendía, no tenía otro interlocutor que ella misma, los poemas en los que proclama ser diferente a los demás y estar orgullosa de serlo permiten presagiar su desenlace fatal. Los periódicos la acosaban, no tenía nada que comer, se alimentaba de poesía. Pero, como dice ella misma, Poesía es como hundir una aguja en el corazón… Casi al fondo del abismo alcanzó la madurez poética en ese famoso brindis a Rilke recién muerto.

“¿El paraíso es montañoso, borrascoso? No es desde luego aquel al cual las viudas aspiran, no hay un solo uno. ¿Hay otro paraíso por encima, son altas sus terrazas?” Y de pronto llega a una insólita conclusión, intuición maestra que sólo puede originar el auténtico pensamiento poético: “Dios es un baobab creciendo.” No conozco imagen más sorprendente de la divinidad, únicamente un místico pudo haberla conseguido, Dios como un árbol monstruoso, incapaz de contener su crecimiento, de liberarse de las fuerzas desatadas.
 

Intentó seguir viviendo con aquellas migajas que para nosotros son un auténtico banquete, atenazada por el hambre, el Diablo consumiendo sus últimos residuos, buscando inspiración en un mundo hostil, en el que faltaba el más importante ingrediente para el poeta: su soledad, su individualidad…
  lLa suya ya no era una vida sino una agonía: “Hay en el mundo gentes de más, añadidas, no inscritas en registro alguno (no están incluidas en vuestras guías, un sucio cubil es su hogar). Hay en el mundo gentes ficticias… invisibles (su señal, la marca del lazareto), Hay en el mundo Jobes que a Job envidiarían”, hasta que a nadie hizo falta ni hubo nadie a quien hacerle falta. La incertidumbre la inmovilizó, su mundo interior se opacó, quedando totalmente a la deriva, aferrada a su última esperanza, pues imaginaba que al morir daría vida a otra vida, la verdadera, la del poeta. Triste destino de una artista consciente de su genialidad pero también de la inutilidad de su genio; vivir para la posteridad, inmersa en esa vida-poesía que no es vida y que, además, había vivido tan de prisa, pues tenía mucho por decir y poco tiempo para hacerlo.

Y entonces el tiempo la alcanzó, ese tiempo que ella había pretendido ignorar “porque fuera del tiempo he nacido”.
 

De pronto tuvo la impresión de que su cuarto había envejecido, las paredes perdían el color, la casa de enfrente también había envejecido y perdido su color, todo palidecía ante sus ojos y luego vino aquel frío del corazón que le iba anulando los latidos.

El infierno era ella, esas llamas que le brotaban a borbotones y escapaban a toda prisa del incendio eran sus poemas y todo lo demás era hielo alrededor. La muerte de la muerte.

Lo último que escribió fue una solicitud de empleo como lavaplatos en una cantina de Elabuga donde había sido concentrada. Pero lo pensó mejor y, cual Fausto inverso, comprendió que la vida era insoportable, “la vida es un lugar donde no se puede vivir”, el horror había llegado a la última frontera, “quedó sin gusto el pan/ ya la nieve no es blanca, el pan no sabe a nada…” Entonces pudo decirle a la vida: “Detente, pues eres tan repugnante.” Dejó pues la pluma y en vez de escribir decidió ahorcarse; tal sería su último poema porque “ni los versos ni los niños se encargan a Dios/ ¡ellos eligen a sus padres!”

En realidad no era necesario que muriera para estar muerta. Fue enterrada en una fosa común. No reposó, como ella había querido, en el cementerio de las flagelantes, en Tarusa, a la sombra de un matorral de saúcos, en una de aquellas tumbas con una paloma de plata en donde crecen los más grandes fresones de su región, ni tampoco se pudo poner una piedra de cantera en aquel cementerio que había dejado de existir y que expresara: “Aquí hubiera querido reposar Marina Tsvietáieva.” Así, mientras cae el telón escuchamos su voz.