La Jornada Semanal, 13 de agosto del 2000



(h)ojeadas

Chocolate, alimento de los dioses

Miruna Achim

Sophie D. Coe/Michael D. Coe,
La verdadera historia del chocolate,
Fondo de Cultura Económica,
México, 1999.

Los antiguos mayas lo tomaban caliente, mezclado con varios saborizantes, como el chile y la vainilla; la codiciada espuma se producía al verter el líquido de un recipiente a otro. Con los mexicas se diversificaron los sabores del chocolate. Sahagún nos habla de chocolate condimentado con chile, con flores de vainilla, con flor de huitztecolli; había chocolate rojo brillante, blanco y negro, y lo había coloreado con flores. También se podía preparar con semillas de zapote negro y con maíz. En general se tomaba frío. Después de su llegada a México, los españoles -pero particularmente las españolas- se volvieron fervorosos adictos. Cuenta el viajero inglés Thomas Gage, que estuvo en San Cristóbal de las Casas alrededor de 1629, que las damas principales de la ciudad aguantaban la misa y el sermón en la catedral a duras penas, y que para distraerse un poco mandaban por espumosas tacitas de chocolate y platillos de confitura. Cuando el obispo amenazó con excomulgarlas si seguían comiendo y bebiendo en la casa de Dios, las fogosas criollas se fueron a escuchar misa en otras iglesias y la catedral quedó vacía. Poco después el celoso obispo enfermó y amaneció muerto; había tomado chocolate preparado con un veneno lento. (El fuerte sabor del chocolate encubría el sabor del veneno.) Los excesos más descomunales del chocolate se dieron, sin embargo, en el Viejo Mundo, cuando la novedosa bebida se apoderó de las cortes y las élites europeas. El notorio Marqués de Sade, protagonista de tantos otros excesos, no podía faltar a su reputación tratándose del chocolate. Cuentan las malas lenguas que, durante una fiesta en Marsella, el marqués mezcló pastillas de chocolate y cantáridas en un postre. Cuando éstas surtieron su efecto, la reunión degeneró en una fantástica orgía; hasta la gente más decente se vio presa del ``más amoroso frenesí'', mientras que las mujeres más respetables fueron ``incapaces de resistir el furor uterino''. El mismo Marqués, que pasó más de treinta años de su vida en diferentes cárceles, era gran adicto al chocolate y a cada rato pedía tabletas, pastillas y pasteles ``tan negros por el chocolate como el trasero del diablo lo está por el humo''.

Estos son sólo algunos de los episodios más famosos de La verdadera historia del chocolate (título endeudado con la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo). El libro, comenzado por Sophie D. Coe -responsable de la mayor parte de la investigación- fue terminado, después de la muerte de su esposa, por Michael D. Coe, el conocido experto en los mayas. Tal vez la intervención de Michael Coe explique algunas de las generalizaciones, a veces superficiales, que tienden a representar a los europeos bajo una luz desfavorable frente a los pueblos indígenas: el libro habla del fanatismo de Felipe II, de la ``tontería'' de la medicina occidental, particularmente de la teoría humoral, del desprecio de Oviedo por los indios. Pero tales deslices no ensombrecen los méritos del libro. Se trata de una historia del chocolate cruzada por varias historias paralelas: la conquista de México por los europeos, pero también la conquista de Europa por México, particularmente a través de sus plantas y frutas; las relaciones económicas entre cuatro continentes (Europa, América, Asia y Africa) manifiestas en el intercambio de esclavos, especies y materias primas; las ciencias médicas europeas, con sus mitos, creencias y confusiones; el significado social, cultural y político de las modas alimenticias; los vínculos entre la cultura de élites y la cultura de masas. El protagonista constante del libro no deja de ser el chocolate y la historia se cuenta a través de sus cautivantes aventuras. El resultado es una lectura amena y seductora, que al mismo tiempo abre pistas para exploraciones ulteriores.

La historia empieza en México y América Central, donde se originó el árbol del cacao. Desde su nombre científico, Theobroma cacao (nombre que le da Lineo en el siglo XVIII), el cacaotero insinúa su destino como representante del encuentro entre dos mundos. La primera parte del binomio, theobroma, viene del griego y significa ``alimento de los dioses''. La segunda parte, cacao, parece ser una voz maya, kakaw. Después de esta excursión etimológica (hay varias a lo largo del libro), Sophie y Michael Coe presentan las variedades del árbol del cacao. Hay cacaoteros forasteros y criollos: los primeros son más resistentes y proporcionan ochenta por ciento de la cosecha internacional del cacao hoy en día; la variedad criolla posee un sabor y un aroma superiores y se usa todavía para la elaboración de los chocolates de lujo. La variedad criolla era la que se usaba principalmente entre los mayas y los mexicas o, mejor dicho, entre sus élites, porque el chocolate era una bebida de lujo. Así, entre los mexicas sólo la disfrutaban los miembros de la casa real, los guerreros y la alta clase mercantil. Al alto valor social del chocolate le correspondía un alto valor monetario: las almendras de cacao se usaban como moneda y, según Francisco Cervantes de Salazar, las arcas reales de Moctezuma contenían más de cuarenta mil cargas, o 960 millones de almendras de cacao. Durante la época colonial, el cacao se siguió usando como moneda y a veces se registraban casos de falsificación.

Después de su llegada a Europa, el chocolate se mantuvo por mucho tiempo como bebida de lujo, destinada exclusivamente a la clase alta. Pero, antes de conquistar a sus nuevos aficionados, el chocolate pasó por un periodo de rechazo y adaptación y tuvo que vencer tres barreras principales: la del gusto, la eclesiástica y la médica. Los primeros relatos europeos sobre el chocolate describen una bebida repugnante, que recuerda a los sacrificios humanos tan abominables para los conquistadores. Oviedo miraba con horror cómo los indios bebían chocolate condimentado con achiote; éste les teñía los labios y las bocas de rojo, como si hubieran bebido sangre. Pronto, con la convivencia entre las dos culturas (y sobre todo con la aculturación de las mujeres españolas a las costumbres de las indias), el chocolate, como tantos otros productos nativos, ganó la aceptación de los europeos. Al mismo tiempo, el uso de especies familiares al paladar europeo como la canela, el anís y la pimienta negra, en la elaboración del chocolate, contribuyó a que éste cruzara la barrera del gusto.

Para superar la barrera médica, el chocolate necesitaba abrirse un espacio favorable dentro de la teoría de los humores que rigió la medicina occidental desde Hipócrates hasta el siglo XVIII, con ciertas variaciones. Según la teoría humoral, los alimentos (como también los seres humanos o los lugares) eran clasificables en una de las cuatro categorías: caliente, fría, húmeda y seca (que poco tienen que ver con nuestros conceptos de lo caliente o lo frío). La salud se debía al equilibrio entre los cuatro humores y la enfermedad se daba cuando uno de los humores prevalecía sobre los demás. En este caso, había que combatir al humor rebelde con su opuesto: una enfermedad caliente se atacaba con alimentos fríos. Dentro de este repertorio humoral, el cacao era frío y húmedo, aunque, al prepararlo como chocolate, con la adición de especies, el resultado final era caliente. Entre los principales usos medicinales del chocolate figuraban el alivio que proporcionaba contra el estreñimiento (los españoles, grandes consumidores de carne, tenían seria necesidad de laxantes) y sus supuestas propiedades afrodisíacas. Por lo tanto, al principio, el chocolate cruzó el Atlántico como medicamento.

Para el siglo XVII, el chocolate (ya no en su calidad medicinal) se había vuelto una costumbre tan extendida dentro de la comunidad religiosa que suscitó serios debates teológicos. La disputa, en la cual se gastó mucha tinta, podría reducirse a si el chocolate rompía el ayuno eclesiástico o no. Los jesuitas, devotos y comerciantes del chocolate, insistían en que éste no rompía el ayuno; los dominicos, siempre más abstemios, argumentaban que sí. Un relato del florentino Giovanni Batista Gudenfredi ofrece una ingeniosa tregua en 1680: durante sus arduas penitencias, al punto del derrumbe físico, Santa Rosa de Lima (primera santa de América, ¡y dominica!) es visitada por un benévolo ángel que le invita una espumosa taza de chocolate. La santa recobra sus fuerzas y regresa a sus ejercicios.

Una vez vencidas todas las objeciones, cuentan los autores, el chocolate encuentra poca resistencia y conquista, una por una, las varias cortes europeas. Durante la época barroca, la bebida alcanza un grado insuperable de sofisticación: se inventan recetas cada vez más elaboradas, se establecen el servicio (las manceritas y los chocolatieres) y los rituales para tomarlo. Al mismo tiempo empieza a definirse su espacio cultural y político con respecto a otros estimulantes como el café y el té. El chocolate se asocia con los regímenes absolutistas y católicos, mientras que el té y el café empiezan a representar a la cultura protestante.

Es sólo hasta el siglo XIX que, debido a nuevos procesos de fabricación, el chocolate se democratiza. Al mismo tiempo se empieza a disfrutar cada vez más en su forma sólida. Es la era de los benévolos dictadores del chocolate, como el famosoÊestadunidense Milton S. Hershey, el Henry Ford de los fabricantes del chocolate. Para principios del siglo XX, Hershey crea un pueblo modelo (que, sorprendentemente, se llama Hershey), cerca de Filadelfia. Una utopía dedicada a la producción del chocolate, el pueblo se organiza alrededor de una fábrica central (``el latido de la comunidad''), se orienta a través de las avenidas principales Chocolate y Cacao, cuenta con cinco iglesias, un zoológico Hershey, un banco Hershey, un hotel Hershey... El pueblo recibe la visita de miles de turistas hoy en día, y otros grandes productores de chocolate han seguido su inspiración disneylándica para abrir sus propios parques temáticos. Quizá estas manifestaciones tan arrebatadas de un nuevo culto al chocolate nos provoquen empalago ante una bolsa de los famosos Hershey«s Kisses. Quizá no. Mientras, un deleite nada menor es este libro de Sophie y Michael Coe .



e n s a y o


Mujeres de Ciudad Juárez: ¿Espejo del porvenir?

Rocío Fuentes Carretero

Adriana Candia, Patricia Cabrera,
Josefina Martínez, Isabel Velázquez, Rohry Benítez,
Guadalupe de la Mora, Ramona Ortiz,
El silencio que la voz de todas
quiebra: Mujeres y víctimas de Ciudad Juárez,

Casa Amiga, Ediciones del Azar, uacj,
México, 1999.

Las fronteras son espacios donde toda problemática social se agrava: la corrupción se vuelve más cínica, las desigualdades más descaradas, la pobreza más evidente... En ésta, en donde el norte y el sur se juntan, está Ciudad Juárez y sus mujeres. Aquí, ``dieciocho mujeres desaparecen por mes sin que nadie vuelva a saber de ellas''. Este es el tema central del libro El silencio que la voz de todas quiebra; Mujeres y víctimas de Ciudad Juárez.

Siete comunicólogas hablan de 137 mujeres encontradas muertas por toda Ciudad Juárez, vista por ellas como una ciudad ``llena de espacios en blanco [...] Cualquiera puede tirar lo que sea en ellos [...] sesenta y seis mujeres fueron encontradas en lotes baldíos''. A otras se les vio por última vez cerca de las zapaterías del centro de la ciudad; otras más fueron encontradas en la carretera que lleva el simbólico nombre de Juárez-Porvenir.

Las autoras pintan en cada capítulo una vida y el retrato de sus gustos y anhelos. Madres que esperan en la parada de la ruta a que sus hijas vuelvan de la maquila y ya no llegan. La realidad de las familias de siete mujeres victimadas, algunas de ellas niñas y adolescentes. Así es como las autoras intentan recuperar el significado de los que ahora son 137 números de expediente, simples datos estadísticos. Al final de libro anexan una cronología detallada de los casos registrados por ellas, así como un mapa de Juárez con los sitios de los hallazgos. Con una extensa revisión hemerográfica, así como de fuentes de primera mano, entrevistas, testimonios, etcétera, se acercan a las respuestas que han tenido diferentes actores sociales: las ONG, la sociedad, los medios de comunicación, los partidos en campaña, la CNDH y las autoridades. Se atreven a hablar en voz alta de las burlas, contradicciones, errores, omisiones, negligencia, misoginia y corrupción con que estas últimas se conducen, con todo y sus nombres y apellidos, para intentar entender ``¿por qué Ciudad Juárez es un lugar en donde se mata a las mujeres y prácticamente no sucede nada?''

Valioso para comprender las condiciones en que viven las mujeres de Ciudad Juárez, especialmente las de escasos recursos, este libro plantea todas las hipótesis que han surgido sobre los tipos de asesinato: un asesino o varios, en serie o individual, la banda de ``los Rebeldes'', ``el Egipcio'', ``los Ruteros''. Pero no les da voz a los victimarios, se centra en cuestionar por qué han surgido toda clase de discursos desde las autoridades, algunos medios de comunicación y sectores de la sociedad en torno a las vidas de estas mujeres para justificar sus asesinatos: no eran de Juárez, no son tantas como en otras ciudades, ellas lo provocaron, llevaban una doble vida...

¿Por qué los crímenes contra mujeres son más violentos? ¿Por qué contra la violencia sexual la única forma de defensa justificada es la que implica cierto sacrificio por parte de la víctima? ¿Por qué en los delitos sexuales es válido cuestionar las vidas privadas de quienes los sufren? ¿Por qué las autoridades ejercen un ``plus'' de negligencia cuando se trata de resolver asesinatos de mujeres?

Todas estas preguntas resuenan casi a gritos entre las líneas de El silencio que la voz de todas quiebra. Mujeres que hablan de mujeres muertas, de una ciudad en donde ``a nadie causa sorpresa, por ejemplo, que muchas maquiladoras exigieran durante años que las solicitantes de empleo debieran entregar su toalla femenina manchada de sangre para probar que no estaban embarazadas'', de una sociedad en la que existe una especie de control de los cuerpos femeninos.

Es imposible no ver en este libro un espejo tétrico que refleja la imagen de una sociedad donde los cuerpos femeninos son entendidos por definición como accesibles, agredibles, apropiables, violables; como si quisiera recordársele a las muertas, a sus familias, a la sociedad, a las mujeres, que nuestros cuerpos no nos pertenecen del todo.



c u e n t o


El relato liliputiense

Javier Perucho

Lauro Zavala (selección y prólogo),
Relatos vertiginosos.
Antología de cuentos mínimos,

Alfaguara,
México, 2000.

El microrrelato es un género literario con una tradición robusta cuyos antecedentes en Hispanoamérica se remontan al modernismo, aunque su apreciación por el gran público apenas empieza a reconocerse.

Las teorías sobre su germinación van de las hipótesis de Castañón -surge en la colonia para compensar una necesidad social-, y de Zavala -son una característica de la posmodernidad-, al deslumbramiento de De la Borbolla -la literatura lapidaria, el epitafio, es la cuna del minicuento.

En México, la revista El Cuento, desde su fundación, fue su principal promotor y divulgador, tareas que ejercía con benevolencia, generosidad y magisterio su director, don Edmundo Valadés.

Este añejo y novísimo género ha recibido múltiples denominaciones, indeterminación grave, ya que en su nombre recae su seriedad y valor artístico; por ejemplo, en sus infatigables ``Inventarios'' José Emilio Pacheco lo nombró ``microrrelato'', y Valadés lo bautizó ``minicuento'' en los talleres de composición literaria que impartía en las instalaciones del Museo Carrillo Gil. A su vez, su principal estudioso y divulgador contemporáneo, Lauro Zavala, lo denomina ``cuento mínimo'' y ``minificción''; además, para integrar la antología de marras estableció como criterio taxonómico elemental la extensión de los relatos; es decir, los que la conforman son textos con no más de 400 palabras.

Sin embargo, este florilegio permite inferir los rasgos de identidad del microrrelato, útiles para entender su naturaleza, aunque esta reseña no se pretende manual jíbaro para reconocer minicuentos: así, descartando los que son meros ejerciciosÊde estilo, estampas, fábulas y adivinanzas -porque pretenden fines didácticos incompatibles con la naturaleza del género-, el resto admite los tres elementos clásicos del cuento: principio, desarrollo y final, además de la neoliberal economía léxica que los individualiza -si en el cuento sin adjetivos esta máxima es regla de oro, en el microrrelato es ley-, aparte de ceñirse vicariamente a las otras normas de composición que le son connaturales: unidad temporal, acteal y espacial. Pueden, a su vez, inferirse otros rasgos distintivos, vale decir, un solo incidente, un personaje, una atmósfera; incluso los microcuentistas, los nuevos cazadores de géneros, han logrado la maestría del arranque in media res o, aun más, trasplantar exitosamente al género las técnicas literarias de las últimas vanguardias, como el metacuento: el cuento sobre el cuento, una reflexión sherezadeana sobre el arte del microrrelato.

Relatos vertiginosos es una prolongación natural de las vastas y documentadas Teorías del cuento que Zavala compiló y publicó en la UNAM entre 1993 y 1998. Por ellos se percata el lector del extendido fervor que ha causado la frecuentación de este género entre los escritores modernos y contemporáneos de Latinoamérica, aunque en esta muestra se encuentran sobrerrepresentados los mexicanos, pero compulsados con rigor argentinos, uruguayos y guatemaltecos, los artífices más tenaces de este arte pigmeo.

Un comentario final sobre la arquitectura interior de la antología: como está dividida en dos partes (autores y temáticas), el índice no las asienta claramente; la primera inicia con los autores, luego, sin transición o continuidad alguna, da comienzo la segunda. Acaso sea un tropiezo editorial, pero aun así las estancias y pasillos se dejan habitar y transitar apaciblemente .



FICHERO

Cinematografía

Friz Lang. Metrópolis, Pilar Pedraza, Col. Películas, Paidós, Barcelona, España, 2000, 140 pp.

Joel y Ethan Coen. Barton Fink, Fernando de Felipe, Col. Películas, Paidós, Barcelona, España, 2000, 144 pp.

Theo Angelopoulos. La mirada de Ulises, Peré Alberó, Col. Películas, Paidós, Barcelona, España, 2000, 139 pp.

Ensayo

La resistencia, Ernesto Sábato, Seix Barral, Buenos Aires, Argentina, 2000, 148 pp.

Ensayo (literario)

Un retrato del Marqués de Sade. El placer de la desmesura, Raymond Jean, traducción de Alberto L. Bixio, Editorial Gedisa, Barcelona, España, 2000, 287 pp.

Ensayo (político)

De la riqueza al poder. Los orígenes del liderazgo mundial de Estados Unidos, Fareed -Zakaria, traducción de Alcira Bixio, Serie Cla-de-ma. Política, Editorial Gedisa, Barcelona, España, 2000, 285 pp.

Ensayo (sociológico)

Historia de la utopía planetaria. De la ciudad profética a la sociedad global, Armand Mattelart, Col. Transiciones, traducción de Gilles Multigner, Paidós, Barcelona, España, 2000, 2446 pp.

Filosofía

Hacer elecciones. Una reconstrucción de la teoría de la decisión, Frederic Schick, Col. Cla-de-ma. Filosofía, Editorial Gedisa, Barcelona, España, 1999, 172 pp.

Representar e intervenir, Ian Hacking, Col. Problemas científicos y filosóficos, traducción Sergio Martínez, Paidós, México, 1996, 321 pp.

Narrativa

El penacho de Moctezuma, Mario Moya Palencia, Editorial Planeta, México, 2000, 314 pp.

Poesía

Adán sin paraíso, Israel González, Col. Desde la otra orilla 8, Ediciones del Lirio, México, 2000, 32 pp.

Alba de danza, Mariana Bernárdez, Col. Desde la otra orilla 9, Ediciones del Lirio, México, 2000, 35 pp.

Caldero ciego, Silvia Pratt, Col. Dánae, Editorial Praxis, México, 2000, 78 pp.

Cuadernos de Tolimán, Abelino Gómez Guzmán, Col. El pez de fuego, Editorial Praxis, México, 1998, 26 pp.

De la patria y sus héroes. Antología de la poesía cívica de México, selección de Manuel Andrade Castro, Editorial Planeta, México, 2000, 128 pp.

Ella es Dios, Sergio Briceño González, Col. El pez de fuego, Editorial Praxis, México, 1998, 29 pp.

Los eclipses candentes de la luna, Obdulia Ortega Rodríguez, Col. La hoja murmurante, Universidad Autónoma del Estado de México, México, 2000, sin folios.

Prófugo de Simonía, Irving Ramírez, Col. Desde la otra orilla 7, Ediciones del Lirio, México, 2000, 62 pp.

Sirena perseguida, Martha Elisa Aguilar, Col. La hoja murmurante, Universidad Autónoma del Estado de México, México, 2000, sin folios.

Testimonios de la ausencia, Rogelio Guedea, Col. El pez de fuego, Editorial Praxis, México, 1998, 24 pp.

Vendrá la lluvia, Gloria Vergara, Col. El pez de fuego, Editorial Praxis, México, 1998, 21 pp.

Revistas

Crónicas y leyendas. De esta Noble y Leal Mefítica Ciudad de México, núm. 4, julio del 2000, nueva época, textos de Mamá Garci, María Teresa Bermúdez, Jorge Gallo García, Víctor Manuel Granados, entre otros, Colectivo Memoria y Vida Cotidiana, México, 80 pp.

IPN. Ciencia, Arte: Cultura, núm. 32, julio-agosto 2000, año 6, nueva época, textos de Margarita de Bravo Martínez, Dulce María Cinta Loaiza, Virginia Alcántara Méndez, entre otros, Instituto Politécnico Nacional, México, 80 pp.

Nexos, núm. 272, agosto del 2000, año 23, vol. XXIII, textos de Adrián Costa Silva, José Woldenberg, Soledad Puertolas, Carlos Castillo Pereza, entre otros, México, 111 pp.

Tinta seca, núm. 43, junio-julio del 2000, textos de Julio Ortega, Alana Gómez, Alfredo Zitarrosa, Javier Sicilia, entre otros, Morelos, México, 32 pp.

Tropo a la uña, núm. 13, julio-agosto 2000, año III, textos de Elvira Aguilar, Sylvia Paz Paredes, Merlina Rubio, Oscar Wong, entre otros, Asociación de Escritores de Quintana Roo, México, 57 pp.

Semiótica

El giro semiótico. Las concepciones del signo a lo largo de la historia, Paolo Fabbri, traducción de Juan Vivanco Gefaell, Col. El mamífero parlante, Editorial Gedisa, Barcelona, España, 2000, 159 pp.