La Jornada Semanal, 30 de julio del 2000


Eduardo Milán

Lectura de Valente

San Juan de la Cruz, alfa y omega de nuestra poesía, Santa Teresa de Jesús, Miguel de Molinos Vallejo, Lezama Lima, Baudelaire, Klee, Benjamin y otros muchos poetas y lectores se unieron para recibir a José Angel Valente a las puertas de la ``perenne certeza'' (Lampedusa dixit.) En este afectuoso e inteligente ensayo, nuestro colaborador Eduardo Milán nos entrega una serie de reflexiones y de claves para acercarse a la poesía de Valente. De esta manera despedimos a uno de los poetas fundamentales de nuestra lengua y a un hombre que se acercó al misterio y escuchó el ruido de alas de los ángeles humanos.

A Juan Gelman

Para situar la poesía de José Angel Valente habría que decir que se trata de una aventura límite en la poesía de habla hispana. Límite en un sentido doble: se trata de una búsqueda radical. Luego, se trata de una aventura de frontera donde la palabra y el poema aspiran a una hiperconciencia de sí mismos, de su historia en el lenguaje y de la posibilidad de ocupar un lugar en un contexto histórico preciso, contemporáneo. Esto último, la contemporaneidad de la empresa de Valente, abre diversas vías en la búsqueda, que parten de la conciencia del gasto en que se encuentra la palabra poética, de su uso instrumentalizado en aras de una ``comunicación'' culposa con el lector, ese fantasma de la modernidad al que Baudelaire saludara en el prefacio a Las flores del mal con estas inolvidables palabras: ``Hipócrita lector, mi semejante, mi hermano.'' Sobre el pago de derecho de piso al que se ha visto obligada la poesía en nuestro tiempo habría mucho que decir, repitiendo lo obvio, desde las frases memorables, verdaderos emblemas de dos tiempos, uno decimonónico: ``¿Para qué poesía en tiempos de penuria?'' (Holderlin), otro contemporáneo: ``Es imposible escribir poesía después de Auschwitz'' (Adorno), hasta las rebajas de temperatura estética para ganar público, suscribiéndose a una lógica de mercado. Pero ese es el tema o uno de los temas claves para una poesía, la de Valente, que empieza fijada a una deuda de posición de la palabra con la historia (A modo de esperanza, 1953-1954) y seis años más tarde, con La memoria y los signos (1960-1965), inicia una travesía por la recuperación de un sentido original de la palabra cuyo enclave simbólico-mítico no tiene antecedentes en la poesía de nuestra lengua en el siglo XX. La de Valente no es una empresa lírica, entendiendo por lírica un tipo de habla empecinadamente subjetiva que, sin más ni más, elude el avatar histórico -su situación temporal como palabra- a modo de refrendo de su propia existencia o como oposición a otro tipo de lenguaje. La de Valente no es una de las tantas poéticas de autodefensa, tan en boga últimamente. Pero lo lírico también tiene lugar como otra forma del lenguaje aliada a la reflexión, de donde parte su aventura como manifestación de la conciencia poéticaÊde este tiempo, cuya característica es no prescindir de saber lo que sabe de sí misma como conciencia, y de su capacidad de expresarla. Ahí están ese par de libros de ensayos memorables, Las palabras de la tribu (Madrid, Siglo xxi, 1971) y Variaciones sobre el pájaro y la red precedido de la piedra y el centro (Barcelona, Tusquets, 1991). Ambos libros se deben a una reflexión profunda sobre el lugar y la significación de la palabra tanto en la tradición histórica de la poesía universal -incluida América Latina, en cuya genealogía de perturbación crítico-linguística se ubicarían de manera destacada César Vallejo y José Lezama Lima-, como en la tradición propia de la poesía española, especialmente en la vertiente mística donde Valente encuentra sus principales interlocutores, San Juan y Santa Teresa y Miguel de Molinos en primerísimo lugar. Establecer contacto dialógico con aquellas poéticas en que la palabra se niega a participar de un ritual ``comunicativo'' que la degrada y en el que debe renunciar a sí misma, a su carga oscura, anterior, y a su misión de desocultamiento de lo olvidado (sólo para lucrar en el palco del reconocimiento), ha sido una de las preocupaciones constantes de los ensayos de Valente. O, dicho de otro modo, entablar contacto con poéticas de la resistencia a la desvirtuación de la palabra poética ha sido el signo predominante de la ensayística de Valente como condición de reconocimiento de la legitimidad de su propia búsqueda poética. Esa filiación con la palabra que resiste de cara a una condicionante histórica que le es adversa -la del mundo contemporáneo, la del siglo XX, epicentro de una modernidad caótica que ha dejado al hombre sin contacto con su memoria- es abandonada por Valente para iniciar la búsqueda de una palabra esencial, antepalabra como la llama él, situada en un lugar anterior a la palabra secularizada e historicizada, una búsqueda que comienza, en forma explícita, con su libro Tres lecciones de tinieblas (1979-1980) y alcanza un desarrollo memorable con Mandorla (1980-1982), El fulgor (1983-1984), Al dios del lugar (1985-1989) y No amanece el cantor (1990-1992). Si bien la conciencia poética de Valente lo llevó siempre a un decir justo, donde la palabra poética alcanza niveles de decantación y precisión insólitos en la poesía española de la primera parte del siglo, rehuyendo a la metáfora como garantía de lo poético y desmarcándose en forma constante de todo vínculo con una modernidad poética evidente -la del lenguaje coloquial, por ejemplo-, es en estos cinco libros donde su aventura alcanza el esplendor del hallazgo.

La crítica al presente de la palabra enajenada no es, de nuevo, prioritario en la escritura poética de Valente. En un ensayo no recogido en libro, ``El ángel de la historia'' (Culturas, suplemento de Diario 16, número 179; Madrid, 15 de octubre de 1988), Valente analiza las variables de la enajenación en la que se mueve el hombre actual, a partir de una interpretación de la tesis IX de las dieciocho Tesis sobre filosofía de la historia de Walter Benjamin. Cito el texto de Benjamin:

Esta cita de Benjamin explica la posición de Valente ante la historia y ubica su postura ética ante la escritura poética. Valente quisiera, como el ángel de Klee, ``detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado''. Ante la imposibilidad de esa literalización, la palabra poética debe permitir su entrada en el perdido orden mítico-simbólico, del cual ha venido el hombre separándose debido al imparable proceso de secularización que culmina con el proyecto moderno. Esa entrada no puede ser inocente. Valente sabe, como poeta de la modernidad en su fase de realización eufórica, que un entronque con el dominio suprasensible desde la perspectiva de la palabra poética en su ejercicio actual choca con varios peligros. El primero es el intento de mimesis de discursos no creíbles en el presente como serían seudoplanteamientos neo-míticos a través de narraciones heroicas, lo que supondría, en términos estilísticos, el olvido de la conciencia -tan cara a Valente- de que la escritura poética actual debe ser fragmentaria. Luego, también, y por su propia ética, no puede en su palabra hacerse eco de ninguna refundación de la fe.

Su relación con San Juan, por ejemplo, es operativa en el sentido de la ``cortedad del decir'', un motivo caro al santo que se cifra en el ejercicio de una poética del retraimiento, del no alcanzar la significación ordinaria de la palabra en aras de la búsqueda de una palabra no pura sino plena. Esa plenitud de la palabra, para Valente, no se da como alcance del significado preciso o en la precisión de la justeza referencial -una operación todavía deudora del imperativo histórico, ``comunicativo''. Se da, en cambio, cuando la palabra expresa lo inexpresable, o, como dice José M. Cuesta Abad en Poema y enigma, en el ``punto de llegada de una regresión al instante original en el que el lenguaje, la materia y la vida serían una y la misma cosa''.

Nada más alejado de Valente que una metafísica de la creación poética o de la significación inefable de la palabra. Su poesía, plenamente física, buscaba el lugar de la palabra. En esa búsqueda se jugó la vida.



Tres poemas


José Angel Valente