La Jornada Semanal, 30 de julio del 2000



Primo Levi

¿Por qué se escribe?

Muchos escritores, en un momento de dura introspección, se preguntan sobre las razones de su quehacer. Primo Levi nos propone en este ensayo algunas posibles y totalmente discutibles razones (a Levi le interesaba el diálogo, no las certezas tajantes e inapelables) y juega con hipótesis que a todos los del gremio nos han girado por el ardoroso cacumen. Levi habla de impulsos, necesidad, ganas de divertirse o, eventualmente, de divertir a los lectores (cosa poco usual en nuestros tiempos ``de pose y experimento''), de voluntad de enseñar, esfuerzo por mejorar el mundo (en esto coincide con Brecht), interés por el dinero, liberarse de la angustia, hacerse famoso (se recomienda no dedicarse a la poesía o al ensayo), u obedecer al imperativo de la costumbre. Nuestros lectores-escritores aportarán sus propias hipótesis.

Ocurre con frecuencia que un lector, a menudo un joven, pregunta a un escritor, con toda la simplicidad del mundo, por qué ha escrito un cierto libro, o por qué lo ha escrito así, o también, más generalmente, por qué escribe y por qué los escritores escriben. A esta última pregunta, que contiene a las otras, no es fácil responder: no siempre un escritor es consciente de los motivos que lo inducen a escribir, no siempre es un solo motivo el que lo empuja, no siempre los mismos motivos están tras el inicio y el final de la misma obra. Me parece que se pueden configurar al menos nueve motivaciones, e intentaré describirlas, pero el lector, pertenezca o no al oficio, no tendrá dificultad en desentrañar otras. ¿Por qué, pues, se escribe?

1) Porque se siente el impulso o la necesidad. Es este, en primer término, el motivo más desinteresado. El autor que escribe porque algo o alguien le dicta internamente sin un fin particular; su trabajo le podrá traer fama y gloria, pero serán un extra, un beneficio agregado, no deseado conscientemente: un subproducto, en suma. Sin duda, el caso mencionado es extremo, teórico, asintótico; es raro que haya existido jamás un escritor, o en general un artista, que lo sea de todo corazón. Como tal se veían los románticos; no por casualidad creemos reconocer estos ejemplos entre los grandes de antaño, de los que poco sabemos, y que por tanto es más fácil idealizar. Por el mismo motivo las montañas lejanas nos parecen todas de un solo color, que a menudo se confunde con el color del cielo.

2) Para divertir o divertirse. Afortunadamente, las dos variantes coinciden casi siempre: es raro que quien escribe para divertir a su público no se divierta escribiendo, y es raro que quien encuentra placer en la escritura no transmita al lector al menos una porción de su diversión. A diferencia del caso precedente, existen los animadores puros: a menudo no son escritores de profesión, ajenos a ambiciones literarias o no, carentes de certezas que estorban y de rigideces dogmáticas, ligeros y transparentes como niños, lúcidos y sabios como quien ha vivido largo tiempo y no en vano. El primer nombre que me viene a la mente es el de Lewis Carroll, el tímido decano y matemático de la vida inmaculada, que ha fascinado a seis generaciones con las aventuras de su Alicia, primero en el país de las maravillas y luego tras el espejo. La confirmación de su genio afable se reencuentra en el favor del que gozan sus libros, después de más de un siglo de vida, no sólo entre los niños, a quienes él idealmente los dedicaba, sino entre los lógicos y los psicoanalistas, que no dejan de hallar en sus páginas significados siempre nuevos. Es probable que este éxito nunca interrumpido de sus libros se haya debido justo al hecho de que éstos nos contrabandean nada: ni lecciones de moral ni esfuerzos didácticos.

3) Para enseñar algo a alguien. Hacerlo, y hacerlo bien, puede ser muy valioso para el lector, pero suele ocurrir que los pactos no sean claros. Salvo raras excepciones, como el Virgilio de las Geórgicas, el intento didáctico corroe la tela narrativa desde abajo, la degrada y la contamina: el lector que busca el relato debe encontrar el relato, y no una lección que no desea. Precisamente, hay excepciones, y quien tiene sangre de poeta sabe encontrar y expresar poesía incluso hablando de estrellas, de átomos, de la crianza del ganado y de la apicultura. No quisiera provocar un escándalo citando aquí La ciencia en la cocina y el arte del buen comer de Pellegrino Artusi, otro hombre de corazón, que no esconde la boca tras la mano: no se da ínfulas de literato, ama con pasión el arte de la cocina despreciada por los hipócritas y los dispépticos, intenta enseñarla, lo declara, lo hace con la simpleza y la claridad de quien conoce a fondo su materia, y llega espontáneamente al arte.

4 )Para mejorar el mundo. Como se ve, nos estamos alejando cada vez más del arte, que es fin en sí mismo. Será oportuno observar aquí que las motivaciones de lo que estamos discutiendo tienen muy poca importancia para los fines del valor de la obra a la que pueden dar origen; un libro puede ser bello, serio, duradero y agradable por razones completamente diversas de aquellas por las que fue escrito. Se pueden escribir libros abyectos por razones muy nobles, y también, pero más raras veces, libros nobles por razones abyectas. Sin embargo, personalmente siento cierta desconfianza por quien ``sabe'' cómo mejorar el mundo; no siempre, pero a menudo, es un individuo a tal grado enamorado de su sistema que se vuelve impermeable a la crítica. Es de esperar que no posea una voluntad muy fuerte; de otra forma, estará tentado a mejorar el mundo en los hechos y no sólo en las palabras: es lo que hizo Hitler después de haber escrito Mein Kampf, y con frecuencia he pensado que muchos utopistas, si hubieran tenido la energía suficiente, habrían desencadenado guerras y estragos.

5) Para dar a conocer las ideas propias. Quien escribe por este motivo representa sólo una variante más reducida, y por tanto menos peligrosa, del caso precedente. La categoría coincide de hecho con la de los filósofos, sean éstos geniales, mediocres, presuntuosos, amantes del género humano, diletantes o locos.

6) Para liberarse de una angustia. Con frecuencia, el escribir representa un equivalente de la confesión o del diván de Freud. No tengo nada que objetar a quien escribe motivado por la tensión: le deseo en cambio que se libere de ésta, como me sucedió a mí en años pasados. Pido sin embargo que se esfuerce en filtrar su angustia, que no la arroje así como es, áspera y basta, sobre la cara de quien lee: de otra forma corre el riesgo de contagiarla a los demás sin alejarla de sí.

7) Para volverse famoso. Creo que sólo un loco puede dedicarse a escribir únicamente para volverse famoso; pero también creo que ningún escritor, ni siquiera el más modesto, ni siquiera el menos presuntuoso, ni siquiera el angélico Carroll antes recordado, haya sido inmune a este motivo. Tener fama, leer sobre uno en los periódicos, oír hablar de uno, es dulce, no hay duda; pero pocas entre las glorias que la vida puede dar cuestan tanta fatiga, y pocas fatigas tienen un resultado tan incierto.

8) Para volverse rico. No entiendo por qué algunos se indignan o se asombran cuando se enteran de que Collodi, Balzac y Dostoievski escribían para ganar dinero, o para pagar deudas de juego, o para tapar las pérdidas de empresas comerciales fallidas. Me parece justo que escribir, como cualquier otra actividad útil, sea recompensada. Pero creo que escribir sólo por dinero es peligroso, pues conduce casi siempre a una manera fácil, muy complaciente con el gusto del público más vasto y la moda del momento.

9) Por costumbre. He dejado por último este motivo, que es el más triste. No es bello, pero sucede: sucede que el escritor agote su carburante, su carga narrativa, su deseo de dar vida y forma a las imágenes que ha concebido; que ya no conciba imágenes; que no tenga más deseos, ni siquiera de gloria o de dinero; y que escriba igualmente, por inercia, por costumbre, para ``tener viva la firma''. Que tenga cuidado con lo que hace: por esa ruta no llegará lejos, terminará fatalmente copiándose a sí mismo. Es más digno el silencio, temporal o definitivo.

Traducción de José Abdón Flores