La Jornada Semanal, 25 de junio del 2000



cinexcusas

Luis Tovar


EL LARGO CAMINO DE LOS CORTOS (II)

¿Qué define a un cortometraje? Parecería que la respuesta es obvia o que, de plano, la pregunta es innecesaria, pero lo cierto es que hay varias opiniones al respecto. Para acercarse mejor a la definición precisa, conviene reformular así la pregunta: ¿cuánto mide un cortometraje? Aquí es donde la diversidad de puntos de vista se hace presente.

Para empezar, la opinión más extendida actualmente es que a una película sólo puede llamársele largometraje cuando su duración es superior a la hora y media, que por muchos años ha sido el tiempo estándar de la mayoría de las películas. En consecuencia, podría pensarse que todas las cintas de ochenta y nueve minutos o menos deben colocarse en la categoría de cortometrajes; sin embargo, entre el corto y el largo está el mediometraje, al que tampoco se le han asignado fronteras bien definidas.

Hay quienes lo dividen así: los largometrajes pueden durar de hora y media en adelante; los mediometrajes son aquellos que van de los cuarenta y cinco minutos de duración -es decir, la mitad de un largo- a los ochenta y nueve; y el cortometraje es el que abarca de cuarenta y cinco para abajo. Esta división no es aceptada universalmente ni mucho menos, pues son muchos los que de ningún modo aceptan cuarenta y tantos minutos de película como un cortometraje, por lo que cualquier filme que sobrepase la media hora es elevado a la siguiente categoría.

PESOS PESADOS, WELTER Y MOSCA

Este baile de cifras alcanza el estado de anarquía cuando la película en cuestión se aproxima al (difuso) límite de la que se supone debería ser su categoría: hay infinidad de cintas a las que les toma ochenta y cinco minutos ser exhibidas, desde la imagen inicial hasta el último de los créditos, y a nadie se le ocurre pensar que le faltaron cinco minutos para ser largometraje. En la realidad de la cartelera y los medios de comunicación que se ocupan del cine jamás se lleva a cabo la distinción entre largo y medio, ya que pareciera no hacer falta: todos damos por hecho que, cuando acudimos a una sala, vamos a ver "una película", y que ésta durará poco más o menos dos horas.

¿Cómo ubicar entonces, en cuanto a su duración, películas tan largas como Danton, Novecento, Principio y fin, Erase una vez en América y Nostalgia, por citar solamente las primeras que llegan a la memoria? Si todo fuera tan sencillo como en el box, donde las categorías no admiten gramos de más ni de menos, el problema estaría resuelto: los filmes que acabo de citar serían decididamente superpesados; películas que rondan las tres horas -como El padrino, Magnolia y Ojos bien cerrados- podrían ser welter; el grueso de las cintas de verano -por ejemplo Dinosaurio, Mi abuela es un peligro, Irene, yo y mi otro yo, etcétera- serían de peso ligero (y no sólo por su duración); y así por el estilo. Pero, en esa lógica, ¿cuál debería ser la categoría de cada uno de los diez segmentos de Diminutos del calvario, que juntos suman diez minutos? ¿Minipluma, micropaja?

¿LE ZOZOBRA O LE FAFALTA?

La división anterior, notoriamente absurda, busca evidenciar lo inadecuado que en los hechos resulta la extensión asignada a cada "límite" (los noventa, los cuarenta y cinco, los treinta minutos). Pero no sólo eso: lo importante aquí es cuestionarnos la necesidad de que esos límites existan. Al respecto, es importante volver a lo que mencionamos en la columna anterior: tal como están las cosas hoy en día, definir una película como largo o corto sólo ha servido para que estos últimos sean sistemáticamente menospreciados.

Si la (i)lógica en uso indica que el largometraje es más digno de ser producido, filmado, distribuido, exhibido, visto y comentado, necesariamente llegaríamos al absurdo de pensar que las películas, entre más largas, mejores. Lo contrario le consta a cualquier cinéfilo regular, y puede verificarse con la siguiente auto-mini-encuesta, en la que usted debe preguntarse: ¿cuántas veces ha dicho -o escuchado decir- que a tal película "le sobró como media hora"? Ponga la cifra que quiera, haga un pequeño ejercicio de memoria y recuerde todas las ocasiones en que se acomodó por enésima vez en la butaca, esperando que una escena terminara por fin, que un diálogo llegara a la conclusión a la que debía llegar, que la persecución no diera vuelta a la calle, que la batalla se decidiera de una vez a favor de los buenos, que el duelo fuera ganado por John Wayne, que...

NO HAY PERMANENCIA VOLUNTARIA

Sobran dedos de una mano para contar los cines en donde todavía puede leerse el agradable anuncio de "Sí hay permanencia voluntaria". Los nuevos conjuntos de diez o más salas ni siquiera necesitan avisar que ese privilegio ya no existe, pues desde su aparición están pensados para que uno entre y salga de ellos a la brevedad posible, ya que cada función representa un ingreso en taquilla que los morosos y los que llegan a media película podrían menoscabar.

Como es bien sabido, cada sala pone a disposición del público tantas exhibiciones de la película en turno como le es posible en una sola jornada. Así, el término medio para una cinta estándar está entre cuatro y seis exhibiciones al día. Sacando cuentas, es probable que el sueño ideal de todo distribuidor consista en una cartelera que ofrezca únicamente cortometrajes. Nada más imagine las entradas que generaría un programa diario de veinte o treinta películas, multiplicado por las diez salas de un conjunto típico en cualquier mall, todas al grosero precio por boleto que actualmente se cobra.

Si lo anterior suena a idilio, ¿por qué no se hace? ¿Por qué prevalece la idea tácita, tanto para cineastas como para público, de que el largometraje, mida lo que mida en realidad, es el que manda? (Continuará.)

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