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Cambio de patrones no implica cambios en el patrón operativo del poder neoliberal. La borrachera foxiana en curso no oculta, antes bien desnuda más, las profundas desigualdades que rigen la sociedad mexicana. Sin negar la importancia trascendental de la caída priísta, y las posibilidades inéditas que se abren para un posible tránsito a la democracia participativa, y no sólo formal, hay que recordar que como los sueños de la razón, las urnas son capaces de producir verdaderos monstruos populistas que se llaman Fujimori o se llamaron Menem, Bucaram y Mahuad.

La función de los gobiernos, subsidiarios como el nuestro de la empresa global que mangonea y usufructa hoy el mundo entero, es conservar el estado de cosas, garantizar los negocios del gran capital, propiciar la inundación del mercado y el predominio tecnológico de la minoría proporcionalmente más minoritaria de la historia universal. Hasta el momento, nada indica que Vicente Fox vaya a conducir la nación con una política más justa y popular que sus antecesores Salinas de Gortari y Zedillo.

Parece inminente el arribo de una nueva clase política. Partido de las clases medias urbanas conservadoras y el empresariado, el PAN no ha mostrado jamás sensibilidad, ni interés, por las comunidades rurales y los pueblos indígenas, así que por ahí las esperanzas de justicia y equidad se acotan seriamente. En el neolenguaje panista, al indio le tocarán maquiladoras para los maquiladólares, aunque de menos se salvó de las clases de inglés que prometía el PRI.

No descuidemos otro hecho de la hora: el defenestrado partido oficial conserva controles precisamente en las zonas rurales, con el recurso de bandas armadas y cacicazgos temibles. La disputa por el poder, que se anuncia encarnizada en los territorios campesinos y los guetos indígenas de las grandes ciudades, podría agravar las condiciones de violencia, pobreza y marginalidad política.

Las ciudades de México se sacudieron al PRI y lo mandaron a estrepitoso retiro y feroz crisis de control e identidad, pero en el campo, como la mala hierba, persiste, se aferra al hueso, todavía gracias a la inversión pública, prototípicamente clientelar, y a las truculencias del voto ilegal.

México es un país de expulsados, desplazados, migrantes internos y externos. La violencia y la pobreza (esa otra violencia) son combatidas sólo por los de abajo, que se las arreglan para resistir en un mundo que no los quiere pero los necesita. Como el movimiento indígena lo demuestra, los pueblos de México sobreviven en y gracias a la resistencia.

La sacudida postpriísta abre posibilidades de participación para los movimientos populares, en especial las organizaciones de los pueblos indios y sus luchas. El nuevo Estado está obligado a incluir de nuevo modo a las sociedades indígenas. La punta del hilo de Ariadna que Fox deberá tomar (y no precisamente como toma las riendas de su caballo de hacienda) está en los Acuerdos de San Andrés y su cumplimiento cabal.

Urge un compromiso serio del nuevo gobierno con la paz y la justicia social. De no hacerlo, su democracia valdrá, como el propio Fox podría decir, una pura y dos con sal.
 
 

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