La Jornada Semanal, 9 de julio del 2000
Canción otomí
San Ildefonso Tultepec es una población situada a
veinte kilómetros de Amealco, al sur del estado de
Querétaro. Son diez comunidades esparcidas sobre
múltiples lomas desprovistas de vegetación, ya que a
principios del siglo xx los bosques de pinos fueron arrasados para ser
convertidos en postes que hoy alumbran con sus farolas las
románticas noches de la Ciudad Luz.
La antropóloga Lydia van de Fliert consigna en El otomí en busca de la vida que, según la tradición oral de la comunidad, Tultepec fue fundado entre 1521 y 1531, y que en 1879 unos criollos se asentaron en la hacienda La Muralla, llevando consigo una imagen de San Ildefonso y, a partir de ese momento, el santo se convirtió en el patrón.
San Ildefonso Tultepec es una de las cien comunidades indígenas del estado de Querétaro, con idioma y costumbres propias. Tiene una población estimada en quince mil personas, casi la misma cantidad que Santiago Mezquititlán, seguida por San Miguel Tlaxcaltepec, también pertenecientes a Amealco.
Las comunidades indígenas de este municipio concentran los mayores índices de marginación, pobreza, desnutrición, analfabetismo, alcoholismo, etcétera. Según la investigación de Alfonso Serna Jiménez, La migración en la estrategia de la vida rural, las oleadas migratorias otomíes se han incrementado a partir de 1984, cuando llegó a Tultepec la carretera de asfalto. Las tierras para la agricultura son insuficientes por los históricos despojos del territorio comunal por parte de hacendados, caciques y mestizos, así como por el crecimiento demográfico, lo que ha llevado a los integrantes de esta cultura de origen milenario a buscar formas de subsistencia fuera de la comunidad.
El águila, la serpiente y el nopal
Hace cuarenta años, entre los niños mestizos de Querétaro, principalmente de la región semidesértica, subsistía un juego con referencias a la gran México-Tenochtitlan. En la recreación, los infantes convertían una de sus manos en garra de águila para posarla en la cabeza de alguno de sus descuidados compañeros mientras hacía el siguiente interrogatorio: "ƑDónde se paró el águila?", preguntaba el primero. "šEn un nopal!", respondía el infante que se quedaba quieto, con la garra posada sobre su cabeza. "ƑCuántas tunas se comió?", inquiría nuevamente el de la garra. Finalmente el otro niño debía decir cualquier cantidad (entre menos, mejor) ya que por cada "tuna" le clavaban las uñas en el cráneo.
Hay otra referencia que nos remite al pasado
mítico de la gran México-Tenochtitlan, que subsiste en
el idioma otomí. Jaques Soustelle menciona que no solamente
todos los nombres nahuas de la región otomí sino aun el
de México-Tenochtitlan son traducciones de nombres
originalmente otomíes, debido a que los mexicas ocuparon el
centro de México después del pueblo otomí. Esto
se relaciona con el hecho de que los otomíes de
Querétaro llaman M'onda a la Ciudad de México, y
Soustelle explica que monda o bonda es una especie de
tuna llamada en náhuatl tenochtli, y en el códice
Huichapan existe un nombre otomí compuesto para la capital:
anbondo amadezänä, donde zänä
significa luna y amade o made, mitad: "los de la mitad
de la luna". La confirmación del nombre de la capital la
encontramos todavía en nuestros días con el nombre de un
nopal cuya característica principal es ser el primero de la
temporada que ofrenda sus rojos frutos. Esta variedad, de las decenas
que existen en Querétaro, es conocida en las zonas mestizas con
el nombre de bondothe o bondotha.
Medicina
En el siglo xvi, Francisco Ramos de Cárdenas, escribano público de su majestad, en la Relación de Querétaro dejó constancia de una planta que produce:
En la práctica de la medicina tradicional, a decir
de los investigadores, es donde se refleja con mayor énfasis el
complejo mágico-religioso de los otomíes. En San
Ildefonso Tultepec existen curanderos especializados que, con
productos de origen vegetal, animal y mineral, curan las enfermedades
de la comunidad; las gastrointestinales, que ocupan el primer lugar, y
las de filiación cultural: espanto, mal aire, empacho,
histérico, hético, cuadrilla de sol (peligrosa
enfermedad causada por el brillo del sol), caída de mollera,
mal de ojo, etcétera. Aparte está el dolor
caballero (dolencia que se clava en la región abdominal; en
otomí recibe el nombre de u'jitio).
Existen parteros, sobadores, chupadores (que succionan la parte afectada para extraer el mal que aqueja al paciente), hueseros, hierberos y especialistas en limpias.
El síntoma del mal aire es cuando "los ojos se ponen llorosos, como lucecitas". El mal se cura con una limpia que consiste en el jumazo (derivado de humo o humazo). Se quema en las brasas pirul, romero, plumas de guajolote, cuerno de res, lana puerca (de borrego negro y sin lavar), un pedazo de quesquémetl y copal. El paciente debe aspirar el humo. Los curanderos también tienen un remedio para combatir la adicción a la Coca Cola (zi koka), que se ha convertido en un verdadero problema de salud pública. El alivio consiste en beber una infusión de hierbabuena y flores de cincollaga, además de tomar baños del mismo cocimiento durante varias semanas para anular los deseos de ingerir esta "agua negra con burbujas".
La mayoría de las enfermedades de los indígenas de Amealco están asociadas a la desnutrición. Los curanderos y los dos médicos alópatas que brindan atención a la comunidad coinciden en recomendar a sus pacientes que, para prevenir cualquier tipo de enfermedad, deben comer bien, indicación que casi nadie cumple por las condiciones de ultra pobreza. Los de esta comunidad son los índices de mortalidad más altos del estado de Querétaro, y en ella se cree que los remolinos o tornados son causados por las ánimas de las mujeres muertas en parto y, en general, por los fallecidos de manera violenta: ahorcados, acuchillados, baleados o atropellados por algún automóvil. Las ánimas bajan del cielo en los torbellinos, causando estragos en el mundo.
Matarrata
Entre los otomíes, el alcoholismo es un grave problema de salud pública que se remonta a la época de la Colonia. En La mitad del mundo. Cuerpo y cosmos en los rituales otomíes, Jaques Galinier menciona lo siguiente:
En la época colonial, por medio de las bebidas
embriagantes, los otomíes intentaban probablemente evadirse de
sus pésimas condiciones de vida, mostrando una especie de
reacción afectiva ante la agresión cultural, la
dominación política, económica, religiosa de que
son objeto. En los tiempos prehispánicos el consumo del pulque
estaba estrictamente reglamentado, pero desde los inicios de la
Colonia había recibido un impulso considerable. Lo que al
parecer escapó a la mayoría de los misioneros es que la
embriaguez se inscribe para los otomíes en experiencias
rituales particularmente intensas, que se mantuvieron hasta nuestros
días, expresando con desesperada violencia los anhelos secretos
de los hombres y su sentido sagrado.
Evaristo Bernabé Chávez, oriundo de Tultepec, profesor bilingüe y traductor del Instituto Lingüístico de Verano, menciona que tan sólo en el barrio de Yospí, semanalmente se consumen 200 litros de un popular aguardiente conocido como matarrata por sus devastadores efectos. El aguardiente, barato y de ínfima calidad, es expendido sin ningún control en las tiendas de abarrotes de los mestizos, a los que les reporta jugosas ganancias.
Caminito de la escuela
En una ponencia presentada en el Segundo Encuentro Internacional de Promotores de Cultura Popular de América Latina y el Caribe, realizado en la ciudad de Querétaro en abril de 1997, el director general de Educación Indígena afirmó que el idioma otomí era aprendido por los niños indígenas de Amealco como un segundo idioma, que no nacían mamándolo, que primero aprendían español y después otomí.
La realidad es otra: casi la mitad de la población es monolingüe en otomí. El fenómeno migratorio ha obligado a los indígenas a aprender el español, como forma de sobrevivencia en las ciudades a las que llegan a vender artesanías, chicles, etcétera, o a pedir limosna. El sistema de educación bilingüe en Tultepec, al igual que en el resto del estado y del país, ha sido un fracaso. Las aulas han sido el sitio más eficaz para acabar con los idiomas autóctonos.
Los banqueros
Francisco Ramos de Cárdenas calificó así a los otomíes:
Las viviendas indígenas de Amealco son construidas
con materiales locales, principalmente adobe y sillar (bloques de
tepetate de diferentes grados de dureza y colorido, extraídos
del subsuelo). Generalmente, estas viviendas constan de una pieza que
tiene las funciones de recámara, cocina y comedor. Los techos
son de vigas de madera y teja de barro cocido, y el piso es de tierra
apisonada.
En las inmediaciones de San Ildefonso existen bancos de sillar en los que trabajan alrededor de 400 personas entre niños, niñas, jóvenes y adultos. Los infantes trabajan después del horario de clases, aunque algunos de plano han abandonado la escuela para laborar de ocho de la mañana a cinco de la tarde, de lunes a sábado. Esta actividad, que tradicionalmente se realizaba de manera rudimentaria, cortando los bloques con zapapico y pala, fue tecnificada. Hace seis años que Alianza para el Campo proporcionó crédito para la compra de máquinas cortadoras, que fueron adquiridas principalmente por mestizos.
Los Vázquez iniciaron un cacicazgo hace cuarenta años, cuando uno de sus integrantes duró treinta años de delegado municipal. El principio fue la venta de alcohol y pulque, introducidos de contrabando desde el estado de Hidalgo; luego se hicieron de camiones. Hace algunos años monopolizaron la extracción del sillar, explotándolo de manera intensiva para crear sobreoferta, con lo que hicieron quebrar a los pequeños banqueros indios que no contaban con el capital suficiente para explotar y comercializar los bloques; los otomíes se vieron en la necesidad de vender los bancos o la producción a los acaparadores, quienes con su flotilla de camiones llevan el producto a las ciudades de Toluca, San Juan del Río, Querétaro, Atlacomulco, Puebla, San Luis Potosí, Cuernavaca y México, entre otras.
De la misma manera que en el siglo xvi lo hizo Ramos de Cárdenas, los Vázquez y los escasos mestizos de Tultepec justifican la explotación a la que someten a los indígenas:
Son unos malgastados, en las fiestas echan la casa por la ventana. Compran chínguere, flores, cuetes, ceras. Hacen unas grandes comilonas en las que se gastan un dineral. Siempre están endeudados en las tiendas ya que si tienen cinco pesos se gastan diez. En cambio, nosotros si tenemos cinco pesos gastamos dos y ahorramos tres, somos ahorrativos, ellos no. Es por eso que tenemos más recursos y dinero.
En promedio, cada peón extrae veinticinco bloques de sillar al día. Los banqueros pagan a dos pesos la pieza que venden a un precio que va de seis a quince pesos. "No les pagamos más porque no saben guardar el dinero", dicen socarronamente los mestizos, además de quejarse de que en la época de fiestas los trabajadores abandonan los bancos; lo que no saben es qué decir cuando se les pregunta sobre las prestaciones sociales de los peones.
El barro
En el taller de alfarería de Alberto Morales Doroteo y Saturnina Bartolo Lucas, a la entrada de San Ildefonso Tultepec, a la orilla de la carretera, descansan sonrientes soles de colores y lunas llenas de gracia, acompañadas de ollas, cántaros, macetas y cazuelas creadas a cuatro manos. Mientras Alberto, monolingüe en otomí, trabaja sin cesar en el pequeño torno de madera, Saturnina, sin dejar de moldear nuevos soles y lunas, informa de las condiciones de su trabajo creativo: "Aquí no tenemos electricidad, agua potable ni drenaje. El agua para lavar ropa y para el barro la acarreamos de un río que pasa cerca de aquí, la de tomar la sacamos de una fosa. La tierra la compramos por metro con los camiones de volteo. También compramos cargas de leña que los arrieros traen en burro para cocer las figuras de barro en el horno. También compramos pinturas y brochas para colorear macetas, lunas, vírgenes, soles y floreros."
En lo que Saturnina trabaja y platica, su pequeño
hijo Alberto, de año y medio de edad y pies descalzos, juega
con vírgenes, soles y lunas recostadas en la tierra del taller,
quemadas y fracturadas. Mientras, a un lado del humeante horno, sin
ningún recato, una gallina se da un baño de tierra,
sacudiéndose el polvo con fuertes aleteos.
"Con lo que vendemos apenas nos alcanza para comer. Nosotros no queremos salir de Tultepec porque las ciudades son muy peligrosas. Aquí viene la gente de otros lugares a comprar las ollas, llenan sus camionetas y se las llevan. Otras personas de aquí mismo también vienen a comprar para llevarlas a vender fuera. Antes, cuando no había carretera la gente cargaba las ollas en mecapal para sacarlas. Ahora hay algunas personas que han dejado de hacer cántaros, comales, ollas y cazuelas para especializarse en la hechura de figuras decorativas: rosarios, kioscos, cúpulas de iglesias y casas en miniatura."
Penélope
Aquí no existe una sola mujer que no sepa tejer o bordar. Niñas, adolescentes, adultas y ancianas tejen sin cesar. Miles de manos se mueven diestramente con agujas, ganchos e hilos en la manufactura de servilletas, manteles, bolsas, morrales, monederos, carpetas, etcétera. No importa si el padre está ausente o si el marido fue a enfrentarse a la vida en desigual combate, las mujeres no paran de tejer de día y de noche. La actividad sólo tiene punto de comparación con las laboriosas arañas que, aunque les destruyan el tejido, reinician su labor hasta el fin de sus días.
Una primorosa servilleta se lleva seis pesos en materia prima; los acaparadores la pagan a diez pesos. La "ganancia" neta es de cuatro pesos, dos por cada día de trabajo. Ante esta situación, algunas de las mujeres se aventuran con sus tejidos y bordados a las ciudades de Amealco, San Juan del Río, Querétaro y México. Las más osadas viajan a Morelia, Guadalajara y Puerto Vallarta a ofrecer sus coloridos tejidos con motivos prehispánicos a los turistas, si son extranjeros mejor, ya que pagan en dólares.
La supercarretera
Antonia tiene doce años de edad y cursa el sexto año de primaria. Le gustan los puentes vacacionales y los fines de semana porque le representan la oportunidad de hacerse de unos cuantos pesos. Recorre sesenta kilómetros en autobús para arribar a la caseta de cuota de Palmillas, en la carretera México-Querétaro. Ahí aprovecha la baja velocidad de los cientos de automóviles para ofrecer chicles, dulces, servilletas tejidas, rosarios y otras artesanías de barro. Va de un vehículo a otro enfundada en su llamativa falda verde y blusa blanca de mangas largas con florecitas azules. Sobre su negra cabellera un albo sombrero masculino de lona le protege de los inclementes rayos solares, que rebotan de la carretera, metiéndose entre sus zapatos de hule, ante el disimulo de la soldadesca que resguarda la garita.
Al igual que Antonia, decenas de niñas, niños, ancianas y mujeres con bebé envuelto en un rebozo y cargado en la espalda, aletean en busca de la vida, como mariposas a la vera del negro río de asfalto que nunca cesa.