La Jornada Semanal, 2 de julio del 2000


Andrés Ordóñez


CABEZA


Llamarse Pessoa (``persona'' o ``personaje'' son dos de sus significados en español y en portugués), como apellidarse Nadie o Todos, provoca un sentido de constante extrañeza en quien porta tales nombres. No obstante que los apellidos sustantivan las referencias: Robles o Madero no trasmiten sus atributos orgánicos a quien los porta como patronímico, recordemos que muchos apelativos han surgido de la antiquísima costumbre de adjudicar espíritus protectores mediante el uso del nombre del primer animal (el famoso nahual) que cruce frente a la casa o sobre el ombligo enterrado del recién nacido. Quizá parezca exagerado especular sobre la conciencia que el poeta tenía de su propio nombre si no fuera porque sabemos que su primer ``heterónimo'', utilizado cuando el Pessoa adolescente escribíaÊpoemas en inglés, fue Alexander Search (``Alejandro Busca''). Más allá de nahuales y apellidos, Andrés Ordóñez nos entrega un nostálgico ensayo en el que nos recuerda dónde, cuándo, cómo y por qué se volvió un fan académico de Fernando Pessoa y todos sus maravillosos heterónimos.

Hace veinte años Portugal era prácticamente una referencia accidental en el acervo del lector mexicano. En la geografía de casi todos nosotros, Portugal era un lugar remoto situado en una concepción afásica del mundo ibérico. Algunos soñábamos con la Península Ibérica, otros la visitaban; pero si Europa -se decía entonces- acababa en los Pirineos, la península empezaba y terminaba en España. Justificaciones no faltaban. Desde el inicio de nuestra vida independiente, los mexicanos tuvimos dos referentes fundamentales en cuyo contraste encontramos definición: España y Estados Unidos. Un poco más tarde descubrimos Francia y, sobre la base de los parámetros franceses, nos dimos a la tarea de inventarnos a nosotros mismos. Enmarcado en esos tres referentes básicos surgió y durante mucho tiempo se sustentó nuestro incipiente cosmopolitismo moderno que, pese a los esfuerzos denodados de José Vasconcelos y la fulgurante generación del Ateneo de la Juventud, tardíamente en el siglo XX nos reveló nuestra naturaleza latinoamericana.

En ese contexto, Portugal era la noticia de los viajes de circunnavegación de Magallanes y Vasco da Gama, heredada de la educación secundaria y, en el mejor de los casos, la humildeÊreferencia a un poema extenso y grandioso cuyo título, ``Os lusíadas'', era una clave hermética. En el restringido círculo del público literario, pocos sospechaban que Luis de Camoes hubiera escrito sonetos y romances y menos aún que parte de su producción la hubiese realizado en castellano. Los más avezados habían leído alguna novela de Eca de Queiroz, pero poquísimos eran los que tenían una noción mínima de lo que podía significar el nombre de Fernando Pessoa. Podría afirmar que esa minoría absoluta tuvo su primer contacto con la obra pessoana a través de las escasas traducciones realizadas por Octavio Paz y de las meritorias versiones al castellano de Francisco Cervantes, primero, y Carlos Montemayor, después, a la ``Oda marítima de Alvaro de Campos''.

En mi caso, ni siquiera eso. Como estudiante de literatura en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, mi universo giraba en torno a la literatura hispánica, término cuyo contenido específico lo constituía, junto a la producción española, la creación literaria iberoamericana exclusivamente en lengua castellana. Mis referentes más occidentales en lo que al ámbito europeo se refiere apuntaban hacia la poesía galaico-portuguesa y, cuando más, a los vestigios de la temprana lírica europea más cercanos a los ecos arabeizantes que al mundo lusitano. Si bien la disciplina académica me había dado un orden cronológico de lectura en lo estilístico y un sentido básico de la interrelación ideológica entre las corrientes literarias, mi sentido de lo literario carecía de un elemento que me permitiera articular los ámbitos culturales propios de las literaturas protagónicas y subsidiarias de Occidente. Ese ente coordinador lo encontré en el fenómeno literario llamado Fernando Pessoa.

Hacia finales de la década de los setenta, en plena bonanza petrolera, tenía lugar cada año en México un maratónico festival de poesía en el que participaban autores de todo el mundo. Como era de esperar, los estudiantes de literatura éramos público natural de esos jolgorios. En uno de esos festivales un amigo y compañero en las andanzas literarias conoció a un portugués que, de visita en México durante el fin de semana, rondaba el evento. Curiosos del extranjero, mi amigo trabó conversación con el portugués, que terminó olvidando su cámara fotográfica en el automóvil. Al advertir el olvido, mi amigo regresó al hotel para devolver a su dueño el objeto perdido. El singular portugués le obsequió en agradecimiento un par de plaquettes de un misterioso poeta lusitano cuyo nombre era y no era el que la plaquette decía. Al día siguiente este amigo me enseñó el material. La lectura me produjo una fascinación inmediata, difícil de asir y todavía más difícil de explicar. Una especie de profunda simplicidad, de compleja sencillez, de avezada inocencia, de sólida fragilidad y de melancólico escepticismo cautivó mi atención. Plenos de resonancias, esos poemas me provocaban la sensación de quien se asoma al abismo: vértigo y plenitud. Al tiempo, las piezas del rompecabezas de mi destino caerían en su lugar: el autor era Alberto Caeiro, el maestro de los heterónimos; el mensajero portador de sus versos, el mismo de la cámara perdida, resultó ser Arnaldo Saraiva, entonces director del Centro de Estudios Pessoanos de Porto, a la sazón profesor invitado en la Universidad de California.

Este primer acercamiento no fue sino el inicio de un amplísimo periplo, objetivo y subjetivo, que para mi fortuna aún no termina ni quiero que termine y que corre paralelo con el proceso de inserción del elemento lusitano en la atención del público literario mexicano.

Mi primera reacción ante lo poco que podía asir de los poemas en su original portugués me llevó a procurar lo que a la mano hubiera del poeta. Busqué en librerías y, para mi sorpresa, apenas encontré una breve antología publicada en Buenos Aires. Poco tiempo más tarde caí en la cuenta de que nuestro siempre referido Octavio Paz había incluido a Fernando Pessoa entre los poetas que merecieron su atención y cuyas versiones al castellano conformaron el libro Versiones y diversiones. Finalmente, cuando quise saber algo más del poeta acudí a un breve y elemental ensayo titulado ``Fernando Pessoa, el desconocido de sí mismo'', donde Paz teje los comentarios que Luiz de Montalvor y otros escritores portugueses, compiladores y primeros difusores de la obra de Fernando Pessoa, formulan en las introducciones que escriben para presentar las primeras ediciones de la obra heteronímica en portugués y francés en los años cincuenta. Sin embargo, más allá de eso, sólo me fue dado encontrar, perdida en alguna revista efímera, la versión de Francisco CervantesÊa la ``Oda Marítima de Alvaro de Campos'' y, tiempo después, la vigorosa versión de Carlos Montemayor al mismo poema incluida en la serie de plaquettes de poesía publicada por la Universidad Nacional Autónoma de México en su histórica colección ``Material de Lectura''.

En 1980 rondaba yo los veinte años. Ese año generosamente el maestro Carlos Illescas me otorgó una de las becas del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura para creación literaria que anualmente ofrecía esa institución estatal. Hijo de familia, me propuse ahorrar el estipendio mensual de la beca con un solo objetivo fijado para el otoño: Portugal. Llegué a Madrid en septiembre. Una tarde me apersoné en la estación de Atocha y abordé el Expreso Lusitano que me hizo amanecer en la estación de Santa Apolonia, junto al Tajo. Entonces el mundo comenzó a adquirir nuevos sentidos. Frente a mí, el Tajo con sus grandes navíos y el recuerdo de las naos; a mi espalda, Lisboa con sus casas de colores. A fuerza de sentir, me quedé pensando y pude ver con la imaginación, a mi derecha, en lontananza, pequeño, negro y claro, un paquebote entrando...

Mi contacto con Portugal se inició entonces. De la mano de Fernando Pessoa comencé a ver Portugal, lo cual me significó una visión distinta del país, no menos real, tal vez sí más auténtica. En el mundo, por lo menos en el mundo occidental, solamente hubo otro poeta capaz de mostrar con semejante contundencia la vigencia de la realidad ausente: Konstantinos Cavafis. Pessoa y Cavafis comparten una misma calidad demiúrgica. Ambos coinciden en el mismo segmento temporal, pero en contextos geográficos polares uno respecto del otro. Ambos poetas pertenecen a tradiciones culturales fundamentales en la constitución del mundo moderno occidental, pero marginales en su desarrollo ulterior. El portugués y el griego tuvieron la capacidad de hacer de su calidad periférica el factor de la universalidad de su obra y, aún más, de desvelar y proyectar el ánima que sólo es capaz de percibir quien logra superar -a veces con cierto dolor- el noviciado al que obligan las fronteras del Levante y del extremo Occidente.

Con un arcón de libros de y sobre Fernando Pessoa, regresé a México a concluir mis estudios universitarios. Pese a mi encanto con las literaturas de España y de América Latina, ningún autor me provocaba la fascinación que sentía al leer a Pessoa. Para obtener el grado, no dudé un instante de mi objeto de estudio. Allí comenzaron mis problemas. Acudí a Ramón Xirau en busca de asesoría para la elaboración de mi tesis. Su respuesta, aunque amable, no me favoreció pues -me dijo- su conocimiento de la obra del poeta portugués era superficial. Me acerqué a otros profesores. La respuesta de los pocos que tenían noticia de Pessoa fue semejante. Finalmente encontré la comprensión de Manuel Garrido, profesor chileno radicado en México por razones políticas, quien me ofreció su guía metodológica y me manifestó su interés de acercarse, a través de mi trabajo, a la obra de Pessoa.

Pasaron los meses. Mi trabajo para obtener el grado me permitió un primer asomo a la tremenda complejidad que encierra la obra de Pessoa. Merced al estudio de Jacinto Prado Coelho(1) me quedó claro que el problema fundamental no era tanto de carácter estilístico, pues en ese sentido la autonomía de los heterónimos es por lo menos cuestionable. No. El quid de la cuestión era de orden eminentemente conceptual y sólo el estudio de los intríngulis del pensamiento poético de Fernando Pessoa podría abrir la inmensa gama de sentidos cifrada en la poesía heteronímica.

A la sombra siempre generosa de Rubén Bonifaz Nuño, pude obtener de la Universidad Nacional Autónoma de México una beca para realizar estudios de posgrado. Tras la lectura de la biografía monumental del poeta escrita por Joao Gaspar Simoes,(2) sin duda uno de los clásicos de la bibliografía pessoana por derecho propio, y de los fragmentos teóricos sobre arte y literatura del poeta, decidí enfocar mi exploración hacia la huella que la cultura inglesa había dejado en él. Así las cosas, el 10 de octubre de 1982 llegué a un Londres soleado y frío que se aprestaba a sumergirse en el otoño. Al día siguiente salí del subterráneo en Holborn, enfilé bajo las frondas de King's Way y tras rodear Aldwych y cruzar el Strand, entré por primera vez en el Colegio del Rey de la Universidad de Londres para iniciar, contemplando al Támesis fluir bajo el puente de Waterloo y bajo la paciente y firme guía de mi maestro, el eminente lusitanista Luis de Sousa Rebelo, un recorrido en el cual habría de encontrar no sólo las claves de la obra pessoana, sino también las del universo cultural en el que me encontraba y me encuentro inmerso.

Gracias a Luis de Sousa Rebelo realicé estancias de estudio en Portugal con el apoyo económico de la Fundación Calouste Gulbenkian y de la Universidade Nova de Lisboa. Además, como especialista en las crónicas de los navegantes, el profesor Rebelo despertó mi sensibilidad hacia el significado histórico, geográfico y metafísico de un imperio como sólo lo pudo ser el portugués: oceánico. De manera distinta al resto de los imperios europeos, la función civilizadora de Portugal tuvo que llevarse a cabo desde una posición de debilidad. Por su tamaño demográfico, pero sobre todo económico y militar, Portugal careció de la capacidad coercitiva que sí ejercieron con soberbia las potencias europeas. El resultado fue la conformación de un imperio cuya arquitectura, por un lado, se fundó más en el dominio de las rutas marítimas merced al desarrollo de la ciencia náutica y de las técnicas de marinería, que en el control del espacio terrestre más característicamente europeo. La consecuencia histórica de esta situación fue el permitir, si bien de manera indirecta, el pluralismo del poder. El representante imperial de Lisboa tuvo que bailar al son de las circunstancias locales, pues en caso de grave conflicto la metrópoli muy difícilmente acudiría a su auxilio. De modo que el gobierno debió adecuarse a la colonia, no al revés. De allí que el Imperio portugués en sí mismo haya sido lo que en términos pessoanos llamaríamos una red heteronímica, toda vez que no se estructuró sobre un modelo único de administración, sino haciendo convivir instituciones vigentes y disímbolas de conformidad con los usos locales y sus influencias. Así, pues, la audacia china de hacer coexistir distintos sistemas en un solo gobierno que hoy tanto asombra, ya la había llevado a la práctica el Imperio portugués en el siglo XVII y ni los mismos portugueses parecen recordarlo. Tal es el peso fatídico que cargan sobre sus hombros las sociedades como la mexicana, la portuguesa y la española que, herederas de gloriosas tradiciones, han debido -diría Fernando Pessoa- contentarse con ``pertenecer a una civilización sin tomar parte en el desarrollo superior de ella [...], seguirla miméticamente con una subordinación inconsciente y feliz'', condición que el poeta designa como ``provincianismo''.

El provinciano Andrés Ordóñez que había llegado a Londres dispuesto a ser deslumbrado, entendió entonces que la fascinación que le provocaba la obra de Fernando Pessoa derivaba de su poder unificador. La inmensa diversidad que compone la civilización occidental de pronto prefiguraba a mis ojos una coherencia que derivaba de la visión periférica desde Fernando Pessoa, la cual la abordaba. Entonces me convertí, de la mano de Pessoa, en el pescador que lanza su red al río revuelto de la modernidad en crisis.

(1) Prado Coelho, Jacinto, Diversidade e unidade em Fernando Pessoa, Lisboa, Editora Verbo, 1980.

(2) Simoes, Joao Gaspar, Vida e obra de Fernando Pessoa. História de uma geracao, Amadora, Livraria Bertrand, 1981.