La Jornada Semanal, 2 de julio del 2000


Gabriel Santander


Teatro


El caso del doctor H.

Hugo Hiriart es un manipulador matemático de las emociones. Sin los desvaríos de la cuántica y mesurado seguidor de la lógica y sus maldades, el dramaturgo busca constantemente el azoro y cuestionar más sobre la existencia del hoyo que sobre la del abismo. El escritor se deja conducir por una prosa o una dramaturgia que cede paso a las preguntas que vuelven al sentido común un borlote metafísico. Basta hojear la vecina y semanal columna ``Configuraciones'' para percatarse de un autor más que con un mundo propio, con preguntas certeras. Hay muy pocos casos en la dramaturgia mexicana donde el que escribe obras de teatro sea un escritor probado en otros géneros. Es el caso de Hugo Hiriart. No es en balde el comentario; acercarse a las obras de Hiriart sabiendo que el autor es un escritor auténtico, con mala leche, brinda un tenor particular a esta a-puesta teatral.

Su estreno más reciente lleva el marisquero título de El caso de Caligari y el ostión chino. Un decidido Jorge Zárate da vida a un Caligari que nos introduce a la personalidad del ostión chino, la más horrorosa escultura que ha pisado un escenario. Medio glandular y medio aprovechado, el ostión chino tiene el oficio del lamer. Como el viejo truco de dormir a los demás con cloroformo, una palera, de entre el público, sale al quite preguntando sobre el origen y destino del otro, un ostión. De repente ya estamos en los mapas de Hiriart, pasando de la ontología al sentido común, sin olvidar las tarugadas dichas con clase e inteligencia. Otro prodigio de la escena es un sonámbulo que no podía dejar de ser impertinente, contrapunteando con sus opiniones de otro mundo. De manera que Clarissa Malheiros y Rodrigo Murray completan esta suerte de experimento del doctor Hiriart.

En el epígrafe inicial de La destrucción de todas las cosas, Hiriart seleccionó una idea de Mayerhold según la cual un toque de music hall siempre hace bien a una tragedia. En El caso de Caligari... (en un principio El caso del doctor Caligari...) nada parece tan serio como podría ser para el autor de ``los enanos lechugas comedores de gansos...'' Desentrañar la patafísica de ser un sonámbulo, siempre con noticias de última hora, ver por las dudas de una paleraÊo revelar la ambición de Caligari son atajos, calculadas distracciones para empalmar dimensiones, rastrear despropósitos, sacar a escena una máquina capaz de trasplantar el alma.

Bajo la maleable dirección de Antonio Castro, El caso de Caligari y el ostión chino representa uno de los momentos más lozanos del teatro en México. Esta es una obra que divierte a mares y que cumple con las pretensiones de un ``teatro serio'' implicado con un cuestionamiento de la realidad. La máquina que trasplanta almas, en una especie de ostionería hegeliana, es un recurso de lo más animado. Los mecanismos que diseña Hugo Hiriart van de la palanca explosiva al programa de concursos y de ahí a las aporías del ser. Los actores, de gran credibilidad, asumen texto y emplazamientos con inspirada adaptabilidad. Hugo Hiriart, en la Casa de la Paz, nos regala una cara simpática por el lenguaje y por el público.



Miguel Angel Echegaray


Artes visuales


Gunther Gerszo: paisajes en vilo



Al forjar una obra original e inquietante, Gunther Gerszo fue uno de los impulsores del cambio en la plástica mexicana de la segunda mitad de este siglo. No necesitó de manifiestos ni peroratas sobre lo que la pintura debería ser o decir. Al igual que otros solitarios como Rufino Tamayo y Juan Soriano, Gerszo logró atraer la atención hacia la pintura misma, al devolverle la potencialidad de su lenguaje y marginarla de polémicas extrapictóricas.

Sabemos de su desempeño como escenógrafo, de su aprecio por el paisaje y la arquitectura precolombina, al igual que su cercanía con el surrealismo (particularmente sus afinidades con Wolfgang Paalen). El influjo de estas experiencias y apetencias visuales, como lo han establecido algunos críticos, nos ayudan a entender la progresión de su obra. Pero más allá del tendido de esos hilos, lo que terminó por imponerse a nuestros ojos fue una pintura poderosa que sólo por comodidad se ha definido como ejemplo de abstraccionismo.

Gerszo no gustaba de ese término para identificar sus cuadros. Tenía razón, pues arribó al abstraccionismo sin haberse embarcado en la imitación y estudio de esa corriente estética. Se dirá que, sea como fuere, el resultado final de sus numerosos óleos y dibujos fue la consecuencia de una depurada y rigurosa abstracción. Sin embargo, eso significaría aceptar que todo abstraccionismo se reduce a una misma manera de hacer pintura o que se limita a un procedimiento rutinario. Aceptar una postura así borraría del mapa a muchos artistas o los ubicaría como simples variantes de un capítulo del arte moderno. La pintura, apenas es necesario recordarlo, es mucho más que un procedimiento.

Con su obra, Gerszo nos condujo a una especie de historia subterránea de la pintura, es decir, a un acontecer estrictamente pictórico. Se trata de una pintura amurallada que requiere de las palabras para tocarla, como sucede con toda pintura que no está hecha de palabras.

Gerszo sabía mucho de su pintura. En una ocasión le comentó a la crítica e historiadora Rita Eder: ``Cuando usted quiere mirar hacia dentro de mis cuadros, siempre se encontrará con un muro que le impide pasar; la detendrá con el fulgor de su luz, pero en el fondo hay un plano negro: es el miedo.'' La luz y el color eran para él una afirmación de la pintura, mientras que el fondo, indefectiblemente negro, era su negación.

¿Miedo a desfondarse o a no encontrar límite alguno? ¿Hasta dónde podían llegar las ambiciones estéticas de un pintor como Gerszo? Las respuestas a estas preguntas anidan en sus cuadros, en el silencio que retratan y la serenidad pétrea que anuncian. Cuadros que, parafraseando a Manuel Marín, ``presionan al tiempo para que se mueva''.

Superficies sólidas y en vilo. Paisajes que se abismarían irremediablemente. Pintura suspendida que desafía al vértigo, que se construye y se organiza sobre el vacío: así es la pintura de Gunther Gerszo.

El meditado colorismo con que encendió sus telas fue otro de sus mejores logros. En el despliegue de un verde, un azul o un naranja sobre la superficie del cuadro, manifestó la mesura y el equilibrio de la luz. Para Gerszo no existía separación alguna entre el color y la luz, por eso sus tonalidades son tan genuinas y firmes. Es, sin duda, esta asociación formidable la que nos produce, al mirar sus cuadros, una sensación de pétrea majestuosidad.

El dibujo, certero y sobrio, es un atributo que acompañó con discreción a su pintura. Nada parece excesivo en sus composiciones, como si cada una de ellas hubiese sido determinada de antemano y de acuerdo con una impecable idea plástica.

Si en pintura puede hablarse de parentescos, Gerszo mantuvo uno muy cercano con el holandés Piet Mondrian. En ambos encontramos que el color, el espacio y la geometría permanecen suspendidos en la tela, diciéndonos así que la pintura, nos guste o no, es solamente pintura.

Hace poco tiempo falleció Gunther Gerszo. Se ha dicho que, desafortunada contingencia, dejó sin concluir algunos cuadros. Si tuviéramos oportunidad de conocerlos, nos sorprenderíamos al constatar que este artista pintaba desde hace algunas décadas un mismo cuadro, una inmensa tela que, colmada de fulgores, desdobló minuciosamente a lo largo de su existencia. Sólo la muerte fue capaz de perturbar ese desdoblamiento de la pintura.