La Jornada Semanal, 25 de junio del 2000



Luis Rafael Sánchez

Cejas sacadas, piernas afeitadas y tips

Este ensayo del maestro puertorriqueño Luis Rafael Sánchez es una aportación formidable a la llamada Historia de las costumbres. En él nos habla del replanteamiento de la imagen viril que implica el reclamo de un derecho ``negado a los hombres desde que Dios hizo el mundo: el derecho a estacionarse frente a las aguas estancadas del espejo, durante largas horas''. Este descubrimiento minucioso lleva al macho a la silla del restaurador, de la que se levanta después de haber cumplido el rito de ``las cejas sacadas y las piernas afeitadas, las orejas abiertas y los toques de tinte luminoso por las puntas de los cabellos''. Este inteligente trabajo del miglior fabbro puertorriqueño nos obliga a recordar a Dirk Bogarde, maquillado y moribundo, en la Venecia viscontiana.

Una revolución social de vasto alcance ha estallado en el Puerto Rico contemporáneo, sin mayores tropiezos que los habituales cuando se intenta restarle miseria y conformidad al paso de los días. No obstante, ya se escuchan las voces que la critican, tras catalogarla de necia, amén de sierva de la moda y de la decadencia moral. La revolución, que protagonizan las fuerzas vivas de la juventud, hecho que la engalana con una corona de esperanzas, acaso demasiado pesada, tiene por punto programático esencial el replanteamiento de la imagen viril. El replanteamiento obliga a reclamar un derecho negado a los hombres desde cuando Dios hizo el mundo: el derecho a estacionarse frente a las aguas estancadas del espejo, durante largas horas.

Constituyen los emblemas inequívocos de la revolución las cejas sacadas y las piernas afeitadas, las orejas abiertas y los toques de tinte luminoso por las puntas de los cabellos; toques que nomina una palabra inglesa de sonido simpático, tips. Otros emblemas, reivindicados a la fecha actual en número minoritario, parecen ser el barniz en las uñas de las manos y la discretísima manita de colorete que corrige la palidez del rostro.

Los emblemas pueden observarse, de manera notable, allí donde reinan las virilidades detonantes: las canchas de baloncesto, los parques de beisbol, las tarimas boxísticas, las pistas de fondismo. Sabido es que los atletas integran una casta privilegiada en la sociedad contemporánea, una élite del sudor exquisito a la que se tolera el relajamiento absoluto de las costumbres. De ahí que proliferen los atletas que militan en la excentricidad. De ahí que proliferen los atletas que van por la vida falo en ristre.

Más significativo resulta aludir a los muchachos comunes y corrientes que se sacan las cejas y se afeitan las piernas, se abren las orejas y se dan unos toquecitos de tinte luminoso en la cabellera, previo a realizar los primeros olfateos, los primeros tanteos y los primeros arañazos de la cacería amorosa. Piénsese en los auxiliares de albañil y los maleteros de aeropuerto. Piénsese en los intérpretes de rap y los estudiantes de escuela superior. Piénsese en los jovenzuelos que trabajan como dependientes y cajeros en los centros comerciales. De cara a la Historia de las Costumbres, que, llegado su día, los absolverá o los condenará, los declarará hijos legítimos de la vacuidad o los aplaudirá como adalides de la insatisfacción, se avisa que son ellos, junto a los policías ciclistas, quienes integran la vanguardia de la revolución, sus huestes gallardas, su vistosa fila delantera.

Cuidado con despachar el asunto como si se tratara de un fiestón de mancebos inmaduros que se zambullen, con absoluta destreza, en las aguas porfiadas de la sexualidad ambigua. Los policías ciclistas y los adolescentes, en su inmensa mayoría con el colesterol heterosexual alto, incluso por encima de lo saludable, no son los únicos que militan en la empresa revolucionaria. Muchos hombres a punto de abandonar los veinte años se ríen del qué dirán y dedican un ratito a sacarse las cejas y afeitarse las piernas. Igualmente, muchos hombres treintañeros, ya encarrilados en la profesión o en el oficio, corren a abrirse las orejas e iluminarse los cabellos, en abierto desafío a los convencionalismos.

Aparte de retar a los convencionalismos y burlarse del qué dirán, los hombres a punto de abandonar los veinte años y los hombres treintones derivan otros placeres del sacarse las cejas y afeitarse las piernas, el abrirse las orejas e iluminarse los cabellos. Uno, el placer de proclamarse eternos e invencibles, como se proclaman los muchachos en cuanto la pubertad pone a su alcance los frescos racimos de la carne. Otro, el placer de gritar a los cuatro vientos: Nosotros los de entonces todavía somos los mismos.

Al grito, una auténtica primicia literaria, en tanto que vuelve optimista un verso pesimista de Pablo Neruda, enseguida se le oyen las costuras: como todavía los de entonces siguen siendo los mismos, unos cachorros que prenden y arrancan sin el menor esfuerzo, el consumo del viagra no figura entre sus obligaciones inmediatas. Ni el consumo del viagra, con todo y su prestigio de revitalizador genital de las sociedades sofisticadas, ni el consumo del Gran Sopón Borincano de las Siete Potencias: langosta, camarón, pulpo, carrucho, chapín, cocolía, almeja, con todo y su prestigio de revitalizador genital de las sociedades primitivas.

Por otro lado, la revolución de la imagen viril se constata en los gimnasios donde el fisicoculturismo dejó de ser la actividad principal y pasó a ser una subalterna de la manicura y la pedicura, de los masajes faciales y la afeitada de los sobacos, los muslos, el pecho y las restantes zonas que el pudor desautoriza enumerar y que hacían del hombre desnudo un archipiélago de oscuridades espesas.

Antes de que la revolución estallara, en el gimnasio se conversaba de abdominales y repeticiones, de tríceps y omóplatos, de pesas y pectorales. Después de la revolución, se conversa de hidromasaje y fangoterapia, del deep skin treatment y de los milagros de la cosmética, de los nails parlors que mejor manejan el acrílico.

Infiere bien quien infiere que la revolución social que ha estallado en el Puerto Rico contemporáneo se burla de la masculinidad tradicional; una burla que desemboca en la acusación de obsoleta, de ridícula, de despótica. Y cómo no burlarse si la masculinidad tradicional se manifestaba, en demasiadas ocasiones, con la gestualidad risible de una ópera bufa. Y cómo no acusarla de obsoleta si la masculinidad tradicional censuraba al hombre que se abría las orejas, a menos que el censurado planeara enlistarse de corsario o de pirata. Y cómo no tildarla de ridícula si la masculinidad tradicional estigmatizaba a aquellos hombres que se sacaban las cejas y se afeitaban las piernas como locas de atar. Y cómo no tenerla por despótica si la masculinidad tradicional legitimaba un refrán, arbitrario en grado sumo: ``El hombre es como el oso, mientras más feo más hermoso.''

Valdría la pena investigar si abonó a dicho refrán el tiempo escaso que la masculinidad tradicional autorizaba para el acicalamiento. Recuérdese que el bigote, hoy despreciado por las fuerzas insurreccionales, sólo se podaba cuando recubría el labio superior o inundaba los cachetes. Recuérdese que el hombre se frotaba el rostro afeitado con una esmirriada gota de lavanda, so pretexto de sellar los poros. Recuérdese que el barbero entalcaba al cliente sólo porque el talco absorbía los pelillos pegados tras el recorte. Recuérdese que la masculinidad tradicional exhortaba al hombre a conducirse como uno de tantos, medido, sencillo y natural. Justamente, una palabra, naturaleza, compendió lo masculino desde Adán en adelante.

En oposición, una palabra, artificio, compendió lo femenino, desde la ocasión en que Eva perdió la muela del juicio y le metió el diente a la manzana: la boca pintada, las mejillas encendidas por el arrebol, las cejas endurecidas por el rímel, las orejas atravesadas por las argollas y los aretes. Sí, desde que Eva delinquió y perdió la gracia, el rostro de la mujer se transformó en laboratorio de experimentación cromática.

Y ya puestos a transitar los rincones de mujer donde se explaya el artificio, ¿por qué no transitar los polos norte y sur de tan vasto continente?

Por el polo norte el artificio arrasa: lazos, peines, flores, mantillas, pañoletas, turbantes, hebillas, hebillones. Los cabellos que antier se trenzaron con cintas, ayer se recogieron en moño. Los cabellos que por la mañana se alisan si son rizados, por la tarde se rizan si son lacios. Los cabellos que mañana se precipitan en cascada, pasado mañana se reorganizan en rizos y la semana próxima viajan al cielo mediante un peinado de nombre conveniente: el up.

Por el polo sur el barniz protagoniza el artificio: el rojo de los chiles refritos, el verde de la cotorra enjaulada, el azul que barrunta la tormenta. Algunas piernas de mujer exhiben la insegura brillantez de las pulseras llamadas esclavas, útiles para decorar ese pasaje del cuerpo sin ningún prestigio erógeno: el tobillo.

Paradójicamente, el tobillo colinda con una carne que sí goza de prestigio erógeno, carne que inspira una canción galante: ``Te juro Juana que tengo ganas de verte la punta del pie.'' El prestigio erógeno del pie desborda su jurisdicción e invade el estuche que lo protege, el zapato, pieza de calzado que idolatran ciertas almas fetichistas. Y uno que otro marinero en tierra, en su fase de amador experimental, aprovecha el pie como puerto por donde embarcar el indispensable equipaje liviano: el beso, el susurro, el lamer.

Regresemos al futuro. Contra el argumento estrafalario que supone asociar al hombre con lo permanente y a la mujer con lo cambiadizo, contra la injusticia que supone aprisionar al hombre en la naturaleza y a la mujer en el artificio, estalla en el Puerto Rico contemporáneo una revolución emblematizada por las orejas abiertas y los tips, las cejas sacadas y la depilación mediante electrólisis. Porque si ayer los hombres se afeitaban, hoy se depilan.

Antes de estallar la revolución, sólo los candidatos a Mister Universo o Mister Zeus, Mister Planeta Tierra o Mister Really Hot Body, se afeitaban escrupulosamente para que el jurado percibiera la definición muscular y la fluidez líquida de los tendones. Antes de estallar la revolución, la muchachería aligeraba la salida del bozo frotándose con pellejo de tocino. Antes de estallar la revolución, los hombres se asumían, sin inseguridades ni complejos, como animales racionales y velludos. Y las mujeres se avenían, sin inseguridades ni complejos, a divertirse y contentarse con ellos, a encrespar la hirsutez con la digital caricia. Y, tras la diversión y el contentamiento, las mujeres se ocupaban de barrer el montón de vellos que los hombres soltaban en la bañera primero, después en los tambaleos junto al sofá y en la cama por último, bajo los efectos del materialismo mágico. Pero los tiempos velludos ya son historia barrida.

Lo uno lleva a lo otro: la nueva imagen viril, punto programático esencial de la revolución, incomoda a las mujeres de edad mediana o las acomoda poco y estreñido. Y no porque la edad las vuelva conservadoras y contrarrevolucionarias. Y sí porque un hombre que aparenta hacer suya la bonitura irreal del maniquí contraría cuanto ellas consideran sensual e irresistible. En oposición, las chicas que ramonean por la sabana tendida entre los quince y los veinticinco años, la celebran con verdadero beneplácito, influidas por una premisa deficiente y falsa de principio a fin: se trata de una generalizada impugnación de los muchos machismos que en el mundo son y han sido. Sobre todo, del que blasona don Juan Tenorio, ese pecador baladí, ese rimador fililí:

La premisa, por deficiente y falsa, lleva a una conclusión deficiente y falsa, semejante en su deficiencia y falsedad a la bonitura del maniquí: una mística libertaria, una mística esperanzadora irradia la nueva imagen viril. Bajo el amparo de tan ilusa conclusión, las chicas que ramonean por la sabana tendida entre los quince y los veinticinco años conjeturan que en el chico que se saca las cejas y se afeita las piernas y se da toques de luz por los cabellos, se fragua el varón que dejará una memoria dulce de sí, el varón aquejado por el síndrome de la Cenicienta; síndrome que empuja a sus víctimas a barrer, trapear, deshollinar, desempolvar los muebles, lavar la ropa, planchar, remendar, tender la cama, cocinar, fregar, descostrar el inodoro, espulgar a Fido. En fin, para decirlo en buen japonés, el varón geisha.

Ahora que las chicas admiran la insolencia con que se semiarquean las cejas algunos mancebos; ahora que algunos mancebos hierven la cera que depila hasta sus pensamientos más íntimos, procede traspasar el edificio donde la revolución almacena su retórica y avanzar hacia el traspatio, donde, tímidas, se extinguen unas brasas. Ahora procede esculcar las brasas.

``Sólo lo que cambia permanece'', sentencia Heráclito. Y en El Gatopardo, la novela de Giuseppe Tomasi Di Lampedusa que narra la caída del reino napolitano y la ascensión del republicanismo al mando de Garibaldi, Tancredi advierte a su tío, el Príncipe Fabrizio Salina: ``Si queremos que todo siga como está es preciso que todo cambie.''

Que unos hombres hechos y derechos, entre ellos miembros destacados de la élite del sudor exquisito, se estacionen frente a las aguas estancadas del espejo a investigarse el rostro y someterlo al artificio, confirma la verdad contenida en las citas anteriores. Sobre todo, confirma la capacidad del imperio más poderoso de la Historia para cambiarlo todo mientras se asegura de que todo siga tal como está. A la vez evidencia la formidable versatilidad de dicho imperio para doblegarse al cambio y perpetuarse.

Seamos coherentes o no seamos: el varón embellecido y reconceptualizado hereda la misma cantidad de poder, ejerce la misma autoridad y patentiza el mismo dominio sobre las situaciones humanas y divinas, que aquel otro intransigente y mandón, que sólo se podaba el bigote cuando le recubría el labio superior, que sólo se frotaba el rostro afeitado con una esmirriada gota de lavanda, que sólo aceptaba que el barbero lo entalcara porque el talco absorbía los pelillos pegados tras el recorte.

Sí, el hombre representativo del vuelco en la naturaleza y el hombre representativo del vuelco en el artificio, el peludo y el depilado, el que no lo desvela la palidez del rostro y el que vela la palidez del rostro con la manita de colorete, son las efigies intercambiables de una moneda que desconoce la devaluación, pues la acuña el único imperio invicto que conoce la Historia. ¿Y cuál otro imperio podría reconocerse como el único invicto a lo largo de la Historia sino el imperio testicular?

Por todo ello, procede informar que una revolución social de vasto alcance ha estallado en el Puerto Rico contemporáneo. La revolución se arriesga a postular un nuevo paradigma de hombría a la altura del nuevo milenio, en solidaria sintonía con los apremios de la mujer a integrarse a los llamados poderes decisionales de la vida pública. Signos ostentosos del paradigma son las cejas sacadas, las piernas afeitadas y los tips.