La Jornada Semanal, 25 de junio del 2000



Iván Ríos Gascón

Los intelectuales y la política

Para enfrentar los sarcasmos de Eco sobre el papel de los intelectuales en la vida social y política, Antonio Tabucchi recordó las reflexiones sobre el tema de Drieu La Rochelle, Leopardi, Gramsci, Wittgenstein y Pasolini. En su hermoso ensayo ``La gastritis de Platón'' Tabucchi envía una carta al prisionero Adriano Safri en la que dice: ``Hoy, ahora, en cuanto intelectual (o mejor dicho, en cuanto escritor, que es algo diferente, aunque sustancialmente igual), quiero vivir en mi hoy y en mi ahora: en lo Actual.''

En su artículo ``El primer deber de los intelectuales: permanecer callados cuando no sirven para nada'' (L'Espresso, 24 de abril de 1997), Umberto Eco anotó dos máximas que agitaron las aguas de la opinión pública. La primera de ellas (un sarcasmo), sugirió que cuando a un intelectual se le quema la casa, no tiene más remedio que llamar a los bomberos, y la segunda (una expiación pueril), que cuando un intelectual se enfrenta al impermeable pellejo de un alcalde reaccionario, a este hipotético intelectual le queda una sola alternativa: consagrar el resto de su vida a la redacción de manuales ad usum, para educar cívicamente a los nietos y herederos de ese alcalde, a la manera de una institutriz de sensibilidades éticas, morales e ideológicas.

Las rotundas apreciaciones de Umberto Eco despertaron a un Leviatán de disidencias, reclamos y diatribas, donde el más aguerrido de sus detractores fue ni más ni menos que Antonio Tabucchi, el hagiógrafo de las miserias ontológicas y las omisiones contemporáneas, el sorprendente narrador de los dilemas que subyugan la ataraxia individual, cuando el mundo se presenta como un patético espectáculo de la inquina, la degradación y la estulticia.

Tabucchi, como el gran fiscal o digamos, el interlocutor de la insensatez y la autocomplacencia, respondió a las arriesgadas tesis de Eco desde la trinchera de su espacio crítico en la revista Micromega, con un artículo punzante, titulado ``Una cerilla de Minerva'' (en irónica alusión a la columna de Eco, de nombre ``El paquete de Minerva'', pues si el autor de El péndulo de Foucault utilizó ese epíteto en honor de la diosa de la inteligencia, Tabucchi recompuso el sentido del pomposo nombre insinuando a la otra Minerva, la de la marca de cerillos italiana).

Sin embargo, las ideas de Tabucchi -como todo lo que transcurre y se sucede en las marañas reflexivas de este novelista-, se extendieron más allá de la somera discusión de una bravata más políticamente correcta que controvertida, y a los sofismas que apuntan que el deber de los intelectuales consiste, básicamente, en quedarse callados cuando no sirven para nada (qué son, si no, esas sentencias del llamado a los bomberos y la dócil resolución de que lo único que resta por hacer es ``educar'' a los poderosos del futuro, conclusión que de tan oprobiosa y lastimera, haría palidecer a un tal Marcello, el antihéroe de la novela El conformista, de Alberto Moravia), las indagaciones e indignaciones de Tabucchi se convirtieron en un breve pero agudo ensayo, La gastritis de Platón, donde el autor de Réquiem, estableció un brillante epistolario con Adriano Sofri, uno de los condenados más ilustres de las truculencias del sistema político italiano: líder de Lotta Continua, una organización de izquierda que tuvo su auge en la década de los setenta, tras un laberíntico y tramposo proceso penal, le fue imputado el asesinato de un comisario de policía, y junto con otros dos ex líderes de Lotta Continua, desde 1997, Adriano Sofri purga una sentencia de veintidós años de prisión.

De este modo, el hilo conductor de La gastritis de Platón gira en torno de aquellas obsesiones que Antonio Gramsci apuntaría en La formación de los intelectuales, donde aseveró que todos los hombres deberían ser genuinos eruditos, ya que aun el oficio más burdo y simplista, el pensamiento es (o debe ser) el protagonista esencial lo mismo de las vidas majestuosas y esplendentes, que de las frágiles o ínfimas: para Gramsci, el mundo y sus fenómenos son lo exclusivo -y excluyente-, de un cosmos que, pletórico de colectividades arrebujadas en la miseria de la imperturbabilidad y el silencio ante el poder, también podría generar un choque de frecuencia, que alteraría radicalmente el orden de un planeta inicuo y tosco, alcanzando su redención a través del proceso, generalmente subversivo a ojos del gobernante, de la reflexión, la crítica y, con ello, la voluntad intelectual del cambio.

Todo progreso, toda evolución o transformación atraviesa por la oscuridad de las ideas y el intelecto, y si Pierre Drieu La Rochelle escribió en Estado civil, esa obra de formación cuyo periplo es el germen de la ideología, que ``la luz es un hada, yo no sé leer cuentos de hadas'', Antonio Tabucchi, en La gastritis de Platón, husmea con denuedo en cada vertiente y cada estrechez donde gobierna la luz, cuando en realidad ésta es una paradoja encubriendo los horrores, las sutilezas y los defectos de un espacio existencial que no permite vislumbrar algún modelo de mesura o de alteridad: la dirección exacta de esta gastritis tiene como origen, efectivamente, la del banquete onírico y contemplativo, cuya dispepsia ideal sería el hallazgo de la verdad.

Así, luego de repasar a Pasolini, a Leopardi, a Wittgenstein, y de evocar las certezas de Blanchot sobre los derechos y obligaciones e incluso las torpezas pasionales del intelectual, cuando éste asume su adhesión a una corriente ideológica específica, Tabucchi escribe a Adriano Sofri la siguiente confesión:

Adoptando como bastión el caso de Adriano Sofri, un evento por demás complejo, donde se involucran las urdimbres de la policía del pensamiento, las venganzas de un sistema que no perdona nada, los atentados a los derechos humanos y civiles, la manipulación flagrante de la ley, y el uso y abuso de los muertos para zanjar cuestiones de índole ideológica (¿no son muchas coincidencias con el tiempo mexicano?), Tabucchi despliega un recorrido que pone en marcha los pistones de una racionalidad que se permite ficción e irreverencia, un viaje vertical a la nostalgia: la nostalgia de la crítica y la reflexión, el suspiro por esa antigua fuerza y virtud sagrada, el conocimiento, que Pasolini señaló en su obra Yo sé: ``Un escritor que se esfuerza en conocer todo lo que escribe, en imaginar todo lo que no se sabe o se calla, que coordina hechos lejanos, que reúne las piezas desorganizadas y fragmentarias de un coherente cuadro político, que restablece la lógica allá donde parecen reinar la arbitrariedad, la locura y el misterio'', sería la imagen ideal, la antípoda de la función que sugiere Eco, porque sin ese heroísmo de la razón, concluye Tabucchi, ¿hacia dónde podría marchar un mundo poblado por fantasmas?

Efectivamente, el intelectual es como un vigía que desde su torre intenta descubrir las porciones de tierra firme en medio de un océano sin límites probables. El intelectual es el otro, el que no oculta la cabeza ante la barbarie que día con día y año tras año, la humanidad contempla sin reparar, tan sólo, en las contradicciones que infligen la tiranía y la intolerancia, la estupidez de un quimérico fascismo que anula y a su vez segrega otras quimeras gemelares al acecho de la libertad, en aras de esa esclavitud que desde hace mucho Orwell dilucidó en 1984: ``El poder radica en infligir dolor y humillación. El poder está en la facultad de hacer pedazos los espíritus y volverlos a construir, dándoles nuevas formas elegidas por ti.'' Y entonces, si acaso Eco tuviera razón, ¿qué habría sido de las obras de Voltaire, Diderot, Gide, Foucault o Paz? ¿En dónde estarían o qué contendrían los libros de Hermann Broch, de Sartre o Castoriadis? E incluso, ¿qué sería o cómo sería la literatura ideal, la literatura de Tabucchi? Porque si no lo recordamos, el leit motiv de Sostiene Pereira, su más célebre novela, es la travesía o el encuentro consigo mismo de un periodista cultural que en la Lisboa de 1938, bajo la tiranía de Salazar, contempla por vez primera la genuina dimensión de la conciencia. Sostiene Pereira es la criatura a la mitad del túnel, entre la vida pasada y el presente, la encrucijada entre el hombre y el avestruz: ``Pensó que cuando se está verdaderamente solo es el momento de medirse con el yo hegemónico que quiere imponerse en la cohorte de las almas. Y aunque pensó en todo ello no se sintió tranquilo, sintió en cambio una gran nostalgia, no sabría decir de qué, pero una gran nostalgia de una vida pasada y una vida futura.''

Una vez más Tabucchi acierta en sus reflexiones. El pasado y el presente son la sublimación constante entre el cuerpo y el intelecto, no obstante que por ironía o tal vez por falta de una brújula pensativa, Eco esbozara una suerte de paradoja al afirmar que los intelectuales deben llamar a los bomberos. Porque en ese patético trance que enfrentaría a los genios con la imagen de su abominable inutilidad, los héroes del fuego podrían ser los que Bradbury creó en Fahrenheit 451, unos perfectos pirómanos del pensamiento y sus liberadoras consecuencias.

Entonces, hoy más que nunca, las palabras que Octavio Paz vertió en su brillante Itinerario, podrían ser un lenitivo para conjurar esa combustible nimiedad del mundo que no quiere, que se resiste a ser reflexionado: ``La razón no es una diosa sino un método, no es un conocimientoÊsino un camino hacia el conocimiento.'' Conocimiento, una vez más esa palabra, el anhelo que llevó a Pasolini a la indagación, la crítica, la espera y la acción, incluso hasta la muerte.

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