La Jornada Semanal, 18 de junio del 2000



Germaine Gómez Haro

Escultura mexicana.
De la academia al objeto

Germaine Gómez Haro elogia ``el guión claro que revela una intención didáctica e informativa'' de la formidable muestra titulada: ``Escultura mexicana. De la academia al objeto.'' Germaine Gómez Haro analiza las obras de Asúnsolo, Oliverio Martínez, Ortiz Monasterio, Zúñiga y Magaña, y echa de menos las esculturas de Centurión y de Fernández Urbina, quienes, ``junto con Fidias Elizondo y Asúnsolo, fueron los principales renovadores del lenguaje escultórico posrevolucionario''. Comenta con entusiasmo las poderosas presencias de la talla en madera titulada Mujer, de Elizondo, y de los trabajos de Germán Cueto. Nuestra colaboradora recomienda visitar con calma y varias veces esta notable y, en algunos aspectos, sorprendente exposición organizada por el INBA en el Palacio de Bellas Artes.

La expresión escultórica del México moderno no ha contado realmente con el reconocimiento que merece. En el banquete de las artes plásticas, ésta sigue siendo -junto con la gráfica- el convidado menor. La magna exposición que actualmente se presenta en el Palacio de Bellas Artes -primera de dos partes- pretende ser ``una nueva visión del trabajo escultórico de nuestro país durante más de cien años'', como señala Alejandra Peña, directora del Museo. Por eso es realmente laudatoria la iniciativa de Agustín Arteaga para llevar a cabo una amplia revisión del panorama de la escultura en nuestro país, aun cuando una empresa de esta envergadura siempre tiene sus bemoles.

A diferencia del caos que recientemente presenciamos en la polémica exhibición ``México Eterno'', en ``Escultura mexicana. De la academia al objeto'' se percibe un guión claro que revela su intención didáctica e informativa. En una muestra tan extensa es fácil perder el objetivo en el camino y, no obstante, aquí el hilo conductor fluye sin tropiezos. En verdad se presentaba como una verdadera urgencia la revisión pormenorizada del tema, y hay que reconocer que Arteaga fue persistente hasta conseguir esta meta. Recordemos que en 1990 organizó en el mismo recinto la exhibición ``La escuela mexicana de escultura. Maestros fundadores'', cuyo mismo título provocó en su momento polémica; hoy se puede decir que esta muestra fue piedra de toque para los estudios de escultura mexicana del siglo XX. Asimismo, Arteaga comisarió el año pasado otra importante exhibición que se presentó en Pontevedra, España, bajo el título ``Identidad y volumen. La escultura en México, 1910-1950'', en cuyo catálogo se publicó un excelente ensayo realizado en coautoría con Enrique Franco Calvo.

Ahora bien, como suele suceder en las megamuestras de esta índole, a mi parecer la selección de piezas fue excesiva: definitivamente, el bosque impide ver los árboles. La exhibición se divide en cuatro secciones: La Academia, la Escuela Mexicana, Arte Popular y Surrealismo-Objeto. Para empezar, todas las salas están, para mi gusto, atiborradas. La museografía ayuda -una vez más, a diferencia de ``México Eterno''-, pues se eligieron diseños discretos y colores tenues y elegantes. Sin embargo, llama la atención la cantidad de piezas de determinados autores, por más relevantes que sean: Ignacio Asúnsolo, Oliverio Martínez, Luis Ortiz Monasterio, Francisco Zúñiga y Mardonio Magaña, entre otros; en cambio, me extrañó no encontrar obra de Manuel Centurión o José María Fernández Urbina, quienes, junto con Fidias Elizondo y Asúnsolo, fueron los principales renovadores del lenguaje escultórico posrevolucionario. De Elizondo me llevé la grata sorpresa de ver físicamente, por vez primera, su talla en madera titulada simplemente Mujer, una pieza soberbia que ha servido de ejemplo a talladores contemporáneos, incluyendo al talentoso Reynaldo Velázquez. También me cautivó el notable trabajo del doctor Francisco Arturo Marín, quien consiguió imprimir a sus esculturas la fuerza tectónica y el dramatismo de la estética precolombina, al mismo tiempo que las dota de una ternura inusitada que se desprende de su intención por plasmar los rasgos psicológicos de sus personajes. Marín consigue reflejar en sus obras la huella del dolor, el sufrimiento, la miseria y la desesperanza de las clases marginadas, con las que probablemente tuvo un contacto cercano a través de la medicina, profesión que ejerció toda su vida. Así, percibimos en sus sublimes esculturas rostros desgarrados que nos recuerdan a Xipe Totec o a Xochipilli, en combinación con actitudes ensimismadas que nos remiten al Tata Jesucristo de Goitia o a la Piedad y las plañideras de Rodríguez Lozano. Por la complejidad de su composición y la afortunada integración de sus figuras fusionadas en un grupo escultórico, Duelo a Zapata es ejemplo de la maestría técnica que alcanzó el doctor Marín en la talla directa en mármol.

Por otra parte, si la participación de algunos artistas resulta repetitiva, en el caso de Germán Cueto sucede lo contrario. Cueto es, en mi opinión, uno de los autores más propositivos de la llamada ``Escuela Mexicana de Escultura''. Mal comprendido en su momento, fue un incansable investigador de técnicas, formas y materiales, a quien debemos la introducción del abstraccionismo escultórico en nuestro país. Si bien las deliciosas piezas en pequeño formato y las máscaras que vemos en esta exposición son clara muestra del espíritu intimista y ensimismado que caracteriza el quehacer de Cueto, llama la atención que no se hayan incluido otras obras de mayor complejidad como Mikioito, Napoleón o la célebre Tehuana del MAM, pieza clave dentro de la obra de este innovador y versátil escultor en la que consiguió expresar el tema nacionalista en un lenguaje plenamente vanguardista.

Independientemente del exceso de piezas en todas las secciones, la de arte popular y la de surrealismo presentan serios problemas. La primera me parece confusa en su conformación: se incluyen piezas populares muy acertadas, como las prodigiosas figurillas en cera de Andrés García (siglo XIX), que revelan su vocación para reproducir con extrema fidelidad y minucia los oficios de la época. Por su gracia y frescura, también llama la atención un par de figuras de barro -de unos ochenta centímetros de altura- que retratan a Zapata y a Carranza, pertenecientes al Museo de San Antonio. También se incluyen algunas estatuillas costumbristas de barro modelado y pequeños bustos de personajes en barro y bronce muy al estilo decimonónico. En el mismo contexto se entremezclan obras de otros artistas como Oliverio Martínez, Ceferino Colinas, Ezequiel Negrete, Luis Ortiz Monasterio y Rómulo Rozo que, si bien abrevaron de las fuentes del arte popular, nada tienen que hacer en este apartado, sobre todo porque también están presentes en la sección de la Escuela Mexicana, que es la que realmente les corresponde. Dos artistas llamaron especialmente mi atención en esta sala: uno de ellos nombrado en la cédula, llanamente, Ruiz (sin nombre propio), autor de una preciosa talla en madera titulada Cabeza indígena, la cual casi parece una virgen medieval europea con sus rasgos finamente estilizados y un curioso tocado que más bien asemeja un velo. La ficha decía ``madera policromada'', pero yo no alcancé a vislumbrar el color, por más que lo busqué. Me resultan misteriosos esta pieza y su autor, pero como me fue imposible encontrar información al respecto, habrá que esperar al catálogo, el cual aparecerá hasta septiembre con la segunda entrega. De otro autor desconocido para mí, Manuel Martínez Pintao, se incluyen cuatro tallas en relieve que me sorprenden por el intrincado trabajo ornamental, que nada tiene que ver con nuestra tradición popular mexicana y que más bien asocio con las voluptuosas tallas balinesas. En La segadora vemos una imagen femenina que no parece ni española ni mexicana, más bien podría ser una campesina holandesa. Mi curiosidad me llevó a alquilar la audio-guía y ahí me enteré de que se trata de un autor gallego que llegó a México en 1927 y se desempeñó como ``pastor de ovejas'' y ``buscador de oro'' antes de ingresar a la Escuela de Talla Directa. Anita Brenner lo define como ``un hombre cristiano, simple y feliz'', curiosa definición que no ayuda mucho. De nuevo añoré el catálogo.

La sección dedicada al surrealismo es definitivamente la menos lograda. Casi resultaría lamentable si no fuese por las honrosas excepciones de Remedios Varo, José Horna, Wolfgang Paalen, Gironella, Alan Glass y Xavier Esqueda, representados con piezas archiconocidas. Los demás ``surrealistas'' -incluyendo a Nahum B. Zenil- dejan mucho que desear. Hasta las piezas de Kati Horna y Alice Rahon son de mediana calidad. Marco Antonio Arteaga y Enrique Hernández participan respectivamente con tres y cuatro piezas que se antojan ya envejecidas (aunque, quizá, nacieron viejas) y nada aportan de nuevo a la revisión que se plantea. Y qué decir de Cabeza de vaca de Alberto Mejía Barón: una balsa con muñecos de trapo tipo guiñol salpicados de kitsch, que bien podría provenir de un escaparate del Bazar del sábado. Da la impresión de que la curaduría de esta última sala fue hecha con prisas y negligencia, y no corresponde a la calidad de las otras secciones. De cualquier modo, es una exposición que vale la pena visitar con calma, inclusive un par de veces o más. Se agradece la rara oportunidad de disfrutar un buen número de esculturas notables provenientes de colecciones particulares; sin embargo, para no perder la claridad del mensaje: ¿Cuándo aprenderemos que menos es más?

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