La Jornada Semanal, 18 de junio del 2000



Bazar de asombros

LECCIîN DE ANTROPOLOGêA CON ALIMENTOS INCLUIDOS
(UN LIBRO DE AGUSTêN ESCOBAR)

Con unas líneas de Octavio Paz que agregan poco a la sabiduría culinaria y una buena cita del escritor Anónimo relacionada con la verdadera función del picante, tanto en la gastronomía como en la sexualidad, Agustín Escobar nos abre los caminos culinarios de la Sierra Gorda de Querétaro. Me detengo en otro epígrafe: ``Donde comen dos comen tres, donde comen tres comen cuatro...'' Tiene razón, pero en el actual momento del país y de la Sierra es difícil que coman dos, pues la escapatoria es individual y tiende al peligroso norte.

Agustín nos describe una gastronomía que no sólo es producto de la necesidad capaz de aguzar la imaginación, sino que tiene una voluntad de estilo proveniente de culturas ancestrales y de mezclas de actitudes y cosmovisiones.

Habla de pueblos esperanzados en la lluvia y con los ojos fijos en un cielo avaro y engañoso. A algunos de ellos a veces los envuelve la niebla y les crecen los ríos de agua tibia y zarca, alimentados por las lluvias huastecas. El eje es el maíz, pero el aguardiente también es importante. Por lo demás, en el recetario hay flores, jícamas, cacahuates, calabazas, pulque, piloncillo y, de vez en cuando y sólo en las fiestas en que se tira la casa por la ventana, chivos y chicharrones.

Escobar es un antropólogo capaz de escribir con amenidad y sentido del humor. Conoce bien a sus clásicos y ha convivido con los miembros de varias naciones del centro del país. Mantiene buena relación con los cronistas municipales y con las viejas y viejos de las etnias que habitan la gran Sierra. Mucho sabe de cuisillos y de entierros, testigos de siglos, y mucho también de los refinamientos hechos con ingredientes desconocidos para muchos cocineros convencionales y rutinarios. Su recetario contiene jacube, amaranto (gran lujo prehispánico cargado de proteínas), jícama rallada con hojas de higuera agregadas al azúcar y a la leche y hasta un maracuyá venido de Brasil, adaptado a esos climas y añadido a los atoles y aguas frescas. Algunas de estas recetas tienen la sabiduría de muchos años.

Todos los pueblos de la Sierra aportaron sus informaciones culinarias al curioso antropólogo. Arroyo Seco, Landa de Matamoros, Jalpan de Serra, Peñamiller, Pinal de Amoles, San Joaquín... los lugares de las misiones franciscanas y otros dejados de la mano del poverello y sus herederos que siempre oscilan entre la fraternidad y el integrismo, la utopía y el interés en cosas menos utópicas.

Una de las informantes de nuestro goloso autor es doña Beneranda Elías Arvizu, cocinera llena de recursos que vive al lado del río del Carrizal. Esta región es queretana, pero su economía depende de Rioverde y de las humedades huastecas. Mangos, naranjas, ciruelas, guayabas y guayabillas son algunos de los frutos de esa región. El río, a veces generoso, ofrece a los buenos pescadores mojarras, tilapias, bagres, truchas y las gloriosas acamayas. Doña Beneranda prepara atoles de sabores y cuenta calorías a su manera. Sus cinco hijos crecen a su lado y se les ve saludables y brincones. El recetario se aleja de las tierras de Arroyo Seco con un aroma de limones y con la vista de las palmeras gigantes con nostalgias marinas. Felipa Zamora es otra notable informante que recuerda el canto del ``Santo Dios'' en el ingenio de ``El tepame''. De sus calderas, y con sabor de azúcar morena, salían charamuscas, greñudas y chancanilla.

El autor no podía dejar de lado las misiones de Fray Junípero Serra y su barroco popular. Se regocija con ellas y nos entrega una atinada descripción de Concá y sus símbolos y emblemas de la utopía franciscana, así como de las lunas, soles y conejos de la imaginería indígena. Ahí, otra informante, doña Rufina Manríquez, guisa en su fonda las delicias del mestizaje. Un capítulo especialmente atractivo y útil es el que nos enseña las técnicas de la pesca de la acamaya, el gordezuelo langostino de los ríos serranos.

Los trapiches, los atoles, las fiestas, los licores y los sencillos alambiques, los guisos de flores, las hierbas y más hierbas ocupan una parte del interés de Agustín. Me llamó poderosamente la atención una cazuela de ortigas donde el sabor y el peligro se unen.

Lo fundamental de este libro (que al final nos entrega, tal vez por razones humorísticas, una bibliografía un tanto estrambótica) son las mujeres y los hombres de nuestra sierra, su lucha por la vida y su amor por el arte culinario efímero y cotidiano.

Hugo Gutiérrez Vega
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Antesala

La sobreexplotación de la maquila editorial. A partir de la silenciosa pero dramática reconversión del proceso editorial, los oficios entraron en un periodo de desvanecimiento. Los linotipistas ya sentían pasos a partir de que aparecieron las Composer -esas complejas máquinas eléctricas de tipos intercambiables mediante esferas, que imprimían a gran velocidad-. La fotocomposición fue la Madre de todas las computadoras. El aparato era estorboso y espectacular: parecía surgido de una película del Santo o de Blue Demon, donde aparece el científico chiflado que intenta dominar el mundo, o al menos la Colonia de los Doctores con todo y Arena México. La fotocomposición todavía se emplea, pues su impresión fotográfica da una limpieza y exactitud tipográficas sólo alcanzadas por las computadoras hace relativamente poco tiempo. Pero fue el alto desarrollo de las computadoras, en especial la Macintosh y sus programas de diseño y formación, lo que empezó a cancelar aceleradamente los oficios que tuvieron su auge en la Galaxia Gutenberg: los reyes de las escuadras, el exacto y la cera o el cemento que hace moco, los formadores, pasaron a retiro. Luego, los diseñadores que se negaron a actualizarse (ya trataremos estos casos en otra entrega). A la par del surgimiento del disquet y la popularización de las PC, las(os) capturistas (que a su vez habían desplazado a los linotipistas) se volvieron cada vez más escasos(as). Los y las que han sobrevivido a esta avalancha de tecnología son auténticos héroes desconocidos. Hacen todo el proceso a velocidades increíbles, saben mucho más que cualquier estudiante de diseño y cobran por página formada una miseria que no compensa sus años de experiencia y sabiduría. Bueno, para empezar, saben leer y escribir, cosa que cualquier profesor universitario agradecería en el noventa por ciento de sus alumnos, y cualquier editor en los innumerables diseñadores que las universidades (públicas o privadas) vomitan cada año.

Las cosas que están mal siempre tienden a ponerse peor. El fotolito y sus sacerdotes de la cámara fija fueron los siguientes en evaporarse. El proceso linotronic dejó a los fotoliteros fuera de la jugada. Ahora sobreviven algunos haciendo tarjetas de presentación y postales navideñas. Por fin, les llegó el turno a los intelectuales de la jornada editorial: los correctores de estilo (o redactores) y de galeras. Estos han sobrevivido a duras penas. Desde hace aproximadamente ocho o diez años, los precios que se pagan a estos profesionales se han congelado, si no es que han bajado a cifras francamente risibles. El oficio de corrector es, sin duda, uno de los más complicados e incomprendidos de las Artes Gráficas. Un buen redactor se vuelve con el tiempo una especie de todólogo; ninguna disciplina le es ajena, ninguna profesión le resulta extraña. Para ello, debe estar armado con numerosas enciclopedias -generales y por disciplina-, así como diversos diccionarios generales y de dudas, etimológicos y temáticos. Pero, sobre todo, debe poseer olfato e intuición especiales para conservar la voz del autor, aumentando su brillantez y claridad con cambios bien temperados (tal y como un buen árbitro de futbol: su trabajo es mejor entre menos se nota). Aunado a esto, un buen corrector de pruebas debe mirar palabra por palabra, letra por letra, signo por signo, acento por acento. Todos deben encontrarse en su lugar; además, tiene que estar atento a los cortes silábicos, a los famosos callejones que se forman en los extremos de las columnas o páginas, las viudas y las huérfanas -y, lo más difícil, resolverlas, sobre todo en los libros donde cada recorrido de texto implica el movimiento completo de hasta treinta o cuarenta páginas, ya sea coleando o ganando, como se dice en el argot. Etcétera, etcétera. Para este oficio se necesita, pues, cultura, paciencia, experiencia, devoción y bastante humildad como para no sentirse mejor que el autor (aunque a veces así sea). Hoy, el oficio languidece y ya sólo se dedican a él aquellos estudiantes o recién licenciados en Letras, que creen saber leer y escribir. Los sueldos que se pagan a los famosos freelancers son, francamente, de risa loca: por una primera revisión, que es donde saltan un montón de problemas que no pudieron solucionar los redactores, más bien concentrados en el significado, plus los que aparecen a causa de la captura (dedazos -sin albur-, saltos, criterios, etecé), pagan alrededor de cuatro pesos por cuartilla; por una segunda lectura (para comprobar que se hicieron bien las correcciones), dos pesos y pico; y por la final (donde se debe dar el visto bueno y se adquiere la responsabilidad de los errores que siempre se van), un peso treinta centavos. Muchas editoriales prefieren que sus textos se vayan sin visto bueno porque les parece inútil o excesivo. Sus planes son dos lecturas y ¡cuac!, imprimatur. Sueño guajiro. Cuando el primer corrector de pruebas regresa las galeras, éstas vienen ilegibles por los cambios, errores y saltos de líneas descubiertos. Para no hacer el cuento largo, la editorial termina pagando, a veces, hasta seis vueltas de corrección y un revisor especializado en el tema. Se ahorrarían tiempo y dinero si pagaran bien al traductor, si contrataran un redactor, si no fueran tan mezquinos con el corrector de galeras. En resumen, que les sale más caro el caldo que las albóndigas. Pero ellos creen que ahorran, ja. (Esta historia continuará. Se aceptan sugerencias.)

Carlos García-Tort
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