La Jornada Semanal, 18 de junio del 2000



Guillermo Almeyra

La inteligencia y las pistolas

En este ponderado y valeroso ensayo, Guillermo Almeyra nos habla de los trágicos momentos en los cuales las consignas falaces ``llevaron a la abdicación del pensamiento crítico a muchos intelectuales''. Almeyra, refiriéndose al proyecto cultural, elitista y neoliberal de la derecha, lo describe como ``un sembrador de vientos que cosechará tempestades, sobre todo si los intelectuales se niegan a estudiar esta sociedad y a trabajar por lo que Bloch llamaba utopía posible''. Nos recuerda, además, que ``la dictadura del mercado, que Paz condenaba, da el monopolio cultural a gentes como Salinas Pliego, ligado no se sabe bien cómo al dinero de Raúl Salinas, el monopolio político a gente que niega la democracia y el de la economía a 200 grandes empresas mundiales y, en cada país, a pocas decenas de personas''.

Hace poco más de medio siglo, los que ya habían sido carniceros en las guerras coloniales en Africa gruñían: ``Cuando oigo hablar de cultura, saco la pistola'' y aullaban: ``¡Muera la inteligencia!'' y ``¡Viva la muerte!'' o, como Mussolini, despreciaban el culturame, o sea, lo que aquél calificaba de deyecciones culturales. Es que la cultura, en todos los continentes y salvo deshonrosas y contadas excepciones -al estilo de los franceses Drieu La Rochelle o de Céline, de católicos ultrarreaccionarios brasileños como Plinio Salgado o de unos pocos fundamentalistas y nacionalistas argentinos como Leopoldo Lugones o Martínez Zuviría- simpatizaba con la República española, era antifascista, antimperialista, nacionalista o anticolonialista.

En efecto, los dirigentes independentistas en muchas colonias se reclutaban entre la intelighentsia ya que ésta, en todos los países menos industrializados, desempeñaba un papel semejante al que había tenido en el imperio zarista y, a la vez, era la representación de la cultura en sus países y la organizadora del pensamiento y de la identidad nacionales. En los países centrales -golpeada por la experiencia de la primera guerra mundial, por la crisis de 1929 y por el temor al fascismo y a la guerra atroz que veía venir-, la intelectualidad también tomaba partido. Incluso en los pequeños sectores que se acercaban al fascismo en busca de un poder fuerte o en los que se encerraban en una torre de marfil, el rechazo de los valores capitalistas era total. Marianetti era la versión fascista de las motivaciones que llevaban a los futuristas rusos hacia la revolución, y el vivere pericolosamente mussoliniano permitía a un régimen que servía brutalmente a la política del gran capital, llegar a la conciencia de la inmensa mayoría que buscaba confusamente un mundo diferente, un Nuevo Orden. Gramsci y Ernst Bloch analizaron entonces la ``revolución pasiva'' y los simbolismos y mecanismos culturales que hicieron posible que una protesta legítima contra un sistema social atroz fuese desviada y canalizada por los peores representantes del mismo.

Aunque buena parte de lo mejor de la intelectualidad en la Unión Soviética no fue estalinista -el fin de Maiakovski es ejemplar al respecto, al igual que la mediocridad de los escribas del régimen- y tampoco lo fue en Occidente, como lo demuestran la oposición de los surrealistas y del grupo Clarté, la desilusión de Gide y de Panait Istrati, las posiciones político-literarias de Jean Malaquais o Malraux, Orwell o tantos otros, incluyendo al cubano Mella y a los argentinos Ernesto Sábato y Ezequiel Martínez Estrada, o al brasileño Graciliano Ramos, el peligro nazi acalló conciencias inseguras y llevó a muchos a un ``voto útil'' sui generis que se tragó los procesos de Moscú, la acción de la urss en la Revolución Española, el Pacto Molotov-Ribentropp, adoptando la filosofía de los carteles en los peseros: ``No molestar al conductor.'' ``Stalin o el fascismo'' (en México se llegó a decir ``Echeverría o el fascismo'' y en Argentina ``antiperonismo o fascismo'') fue la consigna que llevó a la abdicación del pensamiento crítico a muchos intelectuales y que favoreció al estalinismo, al liberalismo en aguda crisis debido a la Gran Crisis, al surgimiento del nazismo (recordemos que Churchill era admirador y promotor de Mussolini) y a las Guerras Mundiales. Dicho abandono del papel de la intelectualidad permitió además la sobrevivencia del fascismo como ``enemigo del enemigo'' estadunidense, inglés o francés, como puede observarse en el reaparecimiento de la protesta social en parte canalizada en Europa por la extrema derecha, o la misma profusión de cruces gamadas en México. Federico Engels decía que ``el antisemitismo es el socialismo de los imbéciles'' y la imbecilidad (la ignorancia, la desinformación, la despolitización que llevan a encontrar falsos enemigos en el judío o en el simple extranjero) es engendrada continuamente por la miseria y prolifera si no se la combate proponiendo una alternativa viable, ética y socialmente posible, al sistema dominante.

A pesar de que en la URSS y en Europa Oriental hubo siempre una oposición socialista a los horrores del ``socialismo real'' (Daniel y Siniavski y los que llenaron los manicomios en la URSS de la posguerra, Kuron y Modzelewski en Polonia, los del Círculo Petoefi del Octubre húngaro de 1956, los que trataron de lograr el ``socialismo de rostro humano'' aplastado por los tanques en Checoslovaquia en 1968), y a pesar de que los trabajadores polacos y húngaros hicieron sus Consejos con apoyo mayoritario para reconstruir sobre bases socialistas los Estados burocráticos y totalitarios (cosa que, dicho sea de paso, siempre ``olvidan'' casualmente los panegiristas del capitalismo neoliberal), durante las décadas del proceso revolucionario de descolonización y las importantes luchas de buena parte de los trabajadores de Europa Meridional siguieron encerrados en la idea funesta de los ``dos campos''. Acríticamente, muchos intelectuales identificaron -acallando la razón, ignorando los hechos- al socialismo con su monstruosa caricatura estalinista, y otros, los menos, la democracia con el imperialismo, el dominio del gran capital. En esa servidora del pensamiento dominante que es la Academia, pocos fueron los que pensaron críticamente. La mayoría, en los países mal llamados del Tercer Mundo, optaron por seguir las diversas variantes del estalinismo -la ortodoxa, la maoísta, la althusseriana... ¡hasta la albanesa de Enver Hodxa o la polpotiana!-, mientras otros, en los países industrializados anglosajones, refriteaban los elementos descompuestos del liberalismo. Algunos lo hacían para medrar, esperando ser los burócratas de regímenes como los de Europa Oriental (es interesante releer al Milosz de los años cincuenta que analiza esas motivaciones en Polonia, para cuyo gobierno trabajaba a disgusto) y otros, de este lado del Atlántico, para gozar de las amplias becas de las Fundaciones de los multimillonarios; pero muchos, los más, lo hacían sinceramente llevados por esa idea del ``voto útil'' social o político que, para ellos, encontraba en la Guerra Fría su justificación. Incluso los más generosos -los peruanos Javier Héraud y Juan Chang o los poetas centroamericanos como Roque Dalton y tantos otros en nuestro continente- dieron sus vidas sin romper con esa idea falsa o creyeron luchar por una sociedad justa y de iguales sirviendo a regímenes burocráticos, totalitarios, que creían ``socialistas''.

El derrumbe de ese ``socialismo real'' que compartía los valores capitalistas fue provocado por la mundialización. Esta tuvo como resultado el abandono del fordismo, del keynesianismo, del Estado del Bienestar Social, de las políticas distribucionistas, entre ellas, la de la socialdemocracia. Reflotó el pensamiento neoliberal, por mucho tiempo arrumbado, apto para la terrible agudización de la miseria y la desocupación y de las desigualdades sociales propias de un sistema dominado por el capital financiero. Junto con la transformación de las bases sociales, culturales y políticas de esa especie particular de socialdemocracia totalitaria que eran los partidos comunistas, la democracia misma fue herida gravemente por la concentración del poder económico, político, cultural, en manos de pocas decenas de grandes empresas multinacionales. La Academia, como de costumbre, se limitó a fotografiar el trasero de los acontecimientos y buscó adecuarse al nicho que le dejaba el ``mercado de la cultura'', sin analizar la sociedad real, los cambios culturales, en la visión del mundo, en la vida de las personas y las clases, y sin tratar de ver las contradicciones en el seno de esa ``realidad'' que aceptó. Con una intelectualidad que repetía la trahison des clercs de la cual ya había hablado Julien Benda a fines de los treinta, hubo un nuevo derrumbe del pensamiento y la economía pasó a dirigir la política. Ahora bien, la intelectualidad y, en particular, la intelighentsia en los países donde es difícil ser intelectual sin depender de una institución o del Estado, viven de las manifestaciones directas o indirectas de la política, sobre las cuales reflexiona y arroja la luz de sus reflectores. Para parafrasear a Juan Gelman, según el cual los funcionarios deben funcionar y los obispos obispar, éstos, en efecto, obispean ¡y cómo!, pero ni los funcionarios funcionan ni los intelectuales intelectan. Por eso, incluso, muchos de ellos alaban las pistolas que antes se esgrimían contra la inteligencia.

Estoy de acuerdo con la denuncia de esta situación que hacen Le Monde Diplomatique y el Subcomandante Marcos. Pero la misma no se debe a una deplorable tendencia a cambiar de casaca de una buena parte de los ex maitres a penser sino a cambios sociales y en el Estado (entendiendo por Estado la relación social que se establece, en un nivel y con una cultura históricamente determinados, entre todos los habitantes de un país). Por consiguiente, sólo se puede comprender y tratar de superar la crisis de los intelectuales haciendo un balance de lo que fueron los ``socialismos'' que tantas esperanzas movilizaron y desilusionaron, de la inexistencia de los dos famosos ``campos'' que en realidad eran, en cuanto a sus valores y a su funcionamiento, uno solo (por algo Gorbachov, secretario general de un partido comunista de dieciocho millones de miembros que nada hicieron en el momento del derrumbe, pasó a ser promotor viajero de Pizza Hut al igual que tantos jerarcas soviéticos reciclados en la mafia y actuales neocapitalistas que acumulan riquezas al estilo de los robber barons). Sólo es posible comprenderla y superarla, sobre todo, con un análisis de la sociedad actual que, a la vez que permita estudiar el papel de esa capa privilegiada de mandarines en una sociedad en la que se agrava la separación entre el trabajo manual y el intelectual y que funciona con alta concentración de conocimiento, analice si es posible una alternativa al capitalismo y, en caso de que lo sea, defina cuáles podrían ser las bases sociales, políticas, éticas para la misma. Por ejemplo, habría que estudiar, en los países en los que el Estado (como en muchos de América Latina, en Africa o en Asia) ha sido el formador tanto de una burguesía nacional como de una cultura nacional y nacionalista que él mismo promovía por todos los medios, y habría que ver cómo la mundialización ha modificado profundamente el papel político de los intelectuales.

En efecto, durante un largo periodo el Estado (y el partido que ocupaba el gobierno) necesitó en esos países tener un contacto permanente con la sociedad. Un ala importante de esos partidos con raíces en la ``izquierda social'' en parte corporativizada pero en parte libre, daba legitimidad, con su ``nacionalismo revolucionario'', a la construcción de una burguesía nacional. El poder se legitimaba con las ideas de la revolución (fuera ésta de independencia, anticolonialista, o con ribetes sociales, resultantes de grandes y sangrientas luchas anteriores, como la revolución nacionalista boliviana o la revolución mexicana). Los políticos dependían del voto clientelar y de una legitimidad que les venía de esos movimientos nacionales (al igual, por otra parte, que los burócratas estalinistas, los cuales hablaban en nombre de una revolución y de revolucionarios que habían enterrado). Necesitaban, entonces, intelectuales-puente, a los que honraban con privilegios y hacían embajadores y que les eran funcionales en su búsqueda de afirmar su dominación y la del capital. Cuanto más débil era el Estado y más duro y fuerte el gobierno del mismo, más peso le daba a su acción cultural y a ``sus'' intelectuales. Estos, precisamente por tener un contacto con el pueblo, no eran simples funcionarios sino también mentores, hacedores de ideas políticas, profetas, en buena parte conciencia crítica y constructores de una visión cultural que, como siempre, se derramaba hacia abajo y se nutría en parte de esas capas profundas.

Ese nacionalismo revolucionario, en todo el llamado Tercer Mundo, entró en crisis y debe ser enterrado, pues la idea implícita de la unidad nacional y el Estado-nación mismo fueron heridos de muerte por la mundialización. Esta, en efecto, debilita a los Estados y transforma a los gobiernos, que ya no dependen exclusivamente de las bases nacionales pues pasan a manos de tecnócratas del capital financiero internacional, del cual muchas veces sus integrantes forman parte. Las decisiones políticas y económicas fundamentales se toman en las multinacionales y en las organizaciones internacionales de éstas y, al perder, por consiguiente, capacidad de maniobra y consenso social, ni el clientelismo es posible, ni es tan necesario, y la legitimación, apelando al pasado que unía al gobierno con las masas, puede ser dejada de lado. Eso sucedió, por ejemplo, en el caso de Menem y el peronismo, experiencia social que, para los trabajadores argentinos, significaba una esperanza de transformación del sistema, o en los casos de los otros llamados ``populismos'' latinoamericanos.

Hoy no sólo los gobiernos no pueden redistribuir los ingresos: tampoco quieren hacerlo pues su referente no es la sociedad sino el Fondo Monetario Internacional y la macroeconomía, o sea, un tipo de inserción en el mercado mundial favorable a las grandes empresas multinacionales y al capital financiero que lo desnacionaliza todo, inclusive la cultura.

Ese Estado, por consiguiente, no necesita ya a los intelectuales de hasta hace poco y éstos dejan de formar la conciencia nacional, la cual pasa a ser modelada por la televisión multinacionalizada tanto en sus capitales como en sus contenidos. Sin la ubre del Estado que les alimentaba, a ese sector de los intelectuales les queda el mercado, con su atracción potente y sus prebendas, y pasan a ser parte de la política espectáculo.

¿Cómo explicarse de otro modo que la gran mayoría de los intelectuales franceses, por ejemplo, que antaño dieron apoyo y hasta asilo a los revolucionarios argelinos que querían la independencia de Francia y se opusieron a las guerras en Indochina, o Susan Sontag, que apoyó causas anticapitalistas, para nombrar sólo algunos casos, hayan apoyado la llamada ``guerra humanitaria'' de la OTAN -ese brazo del Pentágono- contra el pueblo yugoslavo (no contra Milosevic o el ejército serbio, que de ella salieron reforzados)? ¿Cómo no ven la atrocidad del bloqueo contra Irak, por ejemplo, que ha causado un millón 800 mil muertos desde la Guerra del Golfo, según ha denunciado, sin eco, un liberal honesto como Ramsay Clark? Es evidente que una parte muy importante de los intelectuales (y de la intelighentsia) ha internalizado la política del capital financiero y, como Pangloss, el preceptor del Cándido de Voltaire, cree que estamos en el mejor de los mundos posibles, aunque todo le demuestre lo contrario.

Octavio Paz, que era liberal, decía en una entrevista que el objetivo de su revista era ``la afirmación de la literatura [...] frente a los poderes sociales; no solamente frente al Estado sino también a los partidos y a los poderes del mercado'' y agregaba que había que dar ``importancia a la crítica moral de la sociedad, en busca de una sociedad más abierta''. ¿Cómo conciliar ese pensamiento con el de la misma revista donde en julio de 1999 Enrique Krauze escribe que en México existe ``una democracia que ignora sus propios mecanismos y límites, vociferante e irresponsable, emocional y no inteligente. Tal vez es natural que sea así: nuestra historia nos preparó para simular la democracia, no para ejercerla''? ¿Dónde está el estudio de la historia mexicana, del papel de Estados Unidos y del capital financiero, del mercado, de las fuerzas sociales a las que sirven los neoliberales? La misma revista hace además suya la opinión de Jorge Massetti, ex creyente en Fidel Castro transformado en renegado de su fe, según el cual ``el carácter represivo de los regímenes militares que se extendieron por todo el continente no era más que una consecuencia directa del fenómeno castrista''. ¿Dónde queda el estudio histórico que dice que las dictaduras y los golpes existieron antes de 1959, dónde queda el del papel de siempre de Estados Unidos en unas y otros?

Es evidente que el liberal Paz parece, frente a nuestros neoliberales, de otra época. Y, además, que no sólo éstos caen en una visión provincial, no comprenden la multinacionalización y sus efectos, aceptan como buenas las visiones de las multinacionales que controlan los medios de información y los convierten en propaganda e intoxicación cultural de masas.

En efecto, buena parte de los intelectuales sin brújula colaboran en el proyecto cultural de la derecha multinacional porque carecen de un proyecto propio y, en muchos casos, desean permanecer en el establishment. Esta incomprensión y esta falta de proyecto quedaron en evidencia en el caso de la huelga estudiantil en la UNAM. El proyecto de reducción drástica de la enseñanza pública (que llevó a huelgas en Italia, Francia, Nueva Zelanda, Australia, Argentina, y moviliza ahora a los maestros ecuatorianos) es un objetivo mundial del capital financiero que no quiere tener centros elaboradores potenciales de pensamiento crítico, sino meras fábricas de técnicos al servicio de sus empresas, que realizarían las investigaciones necesarias para sus negocios.

El primitivismo de los dirigentes visibles del CGH asusta a muchos que olvidan que la actual generación estudiantil es resultante del neoliberalismo impuesto en los ochenta y de los cambios sociales y culturales en México y en todo el Tercer Mundo, como la creciente pobreza de los parientes de los actuales universitarios, la carencia de futuro, el empobrecimiento cultural general, la casi desaparición de los instrumentos que podrían haber facilitado su aprendizaje democrático y organizativo (sindicatos, agrupaciones estudiantiles, partidos realmente de izquierda). Los padres, en realidad, buscan con sus hijos no la revolución sino un ascenso social que la economía les niega y los hijos son rebeldes, no revolucionarios, pues no tienen una alternativa al sistema ni una utopía, rechazan la política y sólo se oponen a una política de aquél que les cierra el paso incluso cuando son buenos alumnos. Las políticas económicas crean estos rebeldes sin proyecto ni experiencia democrática y pluralismo. La dictadura del mercado, que Paz condenaba, da el monopolio cultural a gentes como Salinas Pliego, ligado no se sabe bien cómo al dinero de Raúl Salinas, el monopolio político a gente que niega la democracia y el de la economía a 200 grandes empresas mundiales y, en cada país, a pocas decenas de personas. Eso produce las rebeliones indígenas y populares y el radicalismo a ciegas de sectores estudiantiles. Y el proyecto cultural elitista y neoliberal de la derecha no prepara ciudadanos, conciencia, espíritu crítico ni democracia sino que estimula la desigualdad, la sumisión, el reforzamiento del poder de los Señores y, por lo tanto, la desesperación y las nuevas rebeldías en las mayorías a las que se les niega el futuro y se les quiere anular el pasado. Es un proyecto sembrador de vientos que cosechará tempestades, sobre todo si los intelectuales se niegan a estudiar esta sociedad y a trabajar por lo que Bloch llamaba ``utopía posible''.