LUNES 29 DE MAYO DE 2000

 


* José Cueli *

šEl Zotoluco y ya!

Expectación y ondulación dramática en la muchedumbre que llegó este lunes a la plaza de toros de Madrid para ser testigo del duelo entre Enrique Ponce y Manuel Caballero, y un Zotoluco mexicano que va a la superación de las figuras españolas. Vaya si las ha superado esa tarde y en lo clásico del toreo: la suerte de matar al toro. A pesar de una espléndida estocada de Ponce.

El cuerpo del Zotoluco envuelto en la joyante seda blanca, cerca de los descomunales pitones del toro del Puerto de San Lorenzo, enfilado en el trágico juego de la bestia y el torero, cuando el ciego ímpetu y la argucia se encuentran en un espacio y un tiempo, donde sólo caben ellos y el drama. En este duelo del que salió vencedor El Zotoluco, el público contenía el aliento para no perder ese supremo instante del choque en que una de esas dos fuerzas ha de ser vencida.

Ese supremo instante en que El Zotoluco, una vez dominado el toro, en dos pases naturales prodigiosos, se perfiló en medio de los pitones, le ganó el viaje al toro de San Lorenzo y con la mano izquierda lo toreó, dejando el estoque en todo lo alto y saliendo limpiamente de la suerte, mientras el burel, herido de muerte, caía a sus pies.

El Zotoluco, no contento con el volapie a su primer toro, lo repitió con su segundo, mostrando que no era uno de esos tímidos toreros que arriesgan en un lance la postura tras titubeos dolorosos, ademán desesperado de cobardía que tanto se parece al dolor. Natural, relajado, domados el toro y su propio miedo, recreó uno de los pases fundamentales del toreo, el volapie, y los madrileños se entregaron al torero mexicano.

El Zotoluco, hombre cetrino, enjuto, tenía lentitud en sus lances y serenidad en el rostro algo contenido. Su toreo fue sencillo, sin buscar engañosas falsificaciones y el público percibió en él lo más puro del sentido trágico de la fiesta brava. Distendido en su rigidez, se podían contar las palpitaciones de sus arterias en cada uno de los segundos inmensos en que el destino trágico o glorioso estaba suspendido sobre él. Y al verlo tranquilo, cuidadoso de su gracia viril, el "cabal" de las ventas madrileñas envidiaba la terrible emoción de su torería.

No fue preciso con El Zotoluco adentrarse en las derivaciones éticas del toreo (sin tragedia no hay fiesta "de Nietsche) para percibir lo más puro de su sentido trágico. El Zotoluco toreó para él, por ese impulso misterioso en que coexisten a la vez el egoísmo y la renuncia. Emoción vital hecha de horror y belleza que sólo ciertos toreros pueden encontrar y les permite el placer de vivir y saborear en extracto la amargura y la dulzura de la vida, que transmitía en su triunfal vuelta al ruedo con la oreja del toro del Puerto de San Lorenzo.