La Jornada Semanal, 28 de mayo del 2000
Hace tiempo
en Roma, en el otoño de 1961 para ser preciso, acompañé a las hermanas
Zambrano a un banquete literario. No recuerdo si se festejaba la
aparición de una revista literaria o de una nueva colección
editorial. El local era un restaurante de la Piazza del
Popolo. Parecía haberse reunido allí la fracción más privilegiada por
la fama de la inteligencia italiana. Yo desconocía a casi todos los
presentes, pero el conjunto me deslumbraba: la forma de moverse, de
saludarse, de acercarse a un grupo o evadirlo, de llevarse el cigarro
a la boca. Todo era lujoso, brillante, concentrado. Recordaba un
escenario de Antonioni con toques de Fellini, y también de
Lubitsch. Sobresalía la presencia de aquellos a quienes era imposible
desconocer. Alberto Moravia, Elsa Morante, Pasolini, Carlo
Levi. ¿Quién no había visto sus fotos en la prensa o en la
contraportada de sus libros?
María y Araceli Zambrano habían vivido hasta hacía pocos años en el
piso noble del palacio en cuya planta baja estaba situado el
restaurante. Al oírlas uno pensaría que jamás habían sido felices,
salvo en aquel piso con amplios balcones sobre la plaza. Algunos
invitados, acostumbrados a relacionarlas con aquel escenario, las
saludaban y felicitaban como si ellas fuesen las anfitrionas. Un
escritor saludó con evidente afecto a la filósofa, y ella pareció
sentirse por fin inter pares y no entre marionetas brillantes
pero al fin y al cabo de pacotilla. De pronto me vi sentado en su mesa
con mis amigas españolas. Sólo lo vi en esa única ocasión, pero fue el
intelectual que me impresionó más durante aquella temporada en
Italia. A partir de ese día leí semanalmente su página literaria en
L'Espresso y esas lecturas complementaron la profunda impresión
que me dejó aquel día. Admiré su inteligencia, su heterodoxia y sobre
todo una especie de ironía causal y elegante que cargaba de misterio
sus palabras. Era Paolo Milano, un hombre de letras célebre y al mismo
tiempo casi secreto, un judío, como lo indica su nombre, quien en 1939
tuvo que emigrar a Nueva York para evadir las leyes raciales del
fascismo. En esa ocasión me enteré de su vivísima pasión por el teatro
y su deslumbrante erudición sobre la literatura norteamericana. A su
lado estaba sentada una pareja rara: una aristócrata siciliana de
conversación inteligente, y un hombre menudo, desaliñado, con una
ligera joroba y ojos intensos que por fuerza hacían pensar en los de
Raskolnikov. Trabajaba como asistente literario de Fellini, me
parece. Unos minutos después se acercaron a la mesa por flancos
distintos dos de los invitados, uno de ellos robusto, de aspecto
sacramental, uno de esos hombres que parecen no haber tenido nunca
juventud, con movimientos y gestos ligeramente pomposos, y el otro
delgado, nervioso, excéntrico, de pelo intensamente oscuro, tal vez
con unos cuarenta años encima bien llevados. Ambos se acercaron a
saludar a María Zambrano. El mayor era Mario Praz, el más eminente
estudioso de la literatura inglesa en Italia, autor de un clásico
contemporáneo: La carne, la muerte y el diablo en la literatura
romántica. Al ver a Paolo Milano se quedó como coagulado; balbuceó
vagas palabras de saludo, dio vuelta en redondo y se sentó en la mesa
de al lado, exactamente a espaldas de Araceli Zambrano. El otro,
Rodolfo Wilcock, angloitaliano nacido en Argentina, era un personaje
excéntrico, inteligente, también amigo de todo el grupo. Yo era el
único extraño en la mesa. Todos ellos eran amigos y, sin embargo, yo
sentía que se había formado una insoportable tensión eléctrica sobre
la mesa. Las Zambrano dejaron de ser las anfitrionas perfectas del
principio para convertirse en dos mujeres aterrorizadas, sin saber
dónde refugiarse, dónde enterrar por lo menos la cabeza. Todo el
desamparo del mundo las había envuelto. Praz volvió la cabeza para
preguntarle a la condesa siciliana si había comprendido algo que esa
mañana se había publicado en la prensa. Y antes de que ella
respondiera, Paolo Milano exclamó en voz alta: ``No, non ho capito,
sai, sono un mediocre senza rimedio'', y sonrió con la placidez de
un Buda. Todos se echaron a reír; también yo, sin saber de qué, ni por
qué. Praz dio la espalda claramente molesto y no volvió a dirigir la
mirada a nuestra mesa. Tardó en llegar la distensión. María y Ara
Zambrano eran susceptibles a ciertos temores, y Mario Praz era
considerado en Roma como un gafe absoluto, el gettatore por
antonomasia; para colmo, ellas habían percibido desde hacía algunos
meses que Wilcock poseía esos mismos poderes maléficos, aunque no tan
infalibles como los de Praz. Me imagino que el pánico había hecho
efecto en la mesa, y que por eso, al inicio, hablara sólo el valiente
Milano. Detestaba a Vittorini, sus novelas, sus traducciones y
prólogos, sus revistas, su carácter, su gusto literario, su calidad
humana, y decía todo eso con voz cándida y sonrisa amistosa, como si
enumerara los mejores atributos de aquel escritor; después dirigió sus
saetas a la familia de Mann, a la cual conoció en su juventud, a
finales de los años veinte o principios de los treinta, en un
balneario del Adriático, donde su familia tenía una casa al lado de la
que ocupaban los Mann cada verano. Le parecían
caricaturescos. Aparecían en tres taxis y Katia Mann se ocupaba de
vigilar la descarga de baúles y maletas. Cualquier acto, aun el más
cotidiano, se transformaba en ceremonia. De aquella casa surgía
durante toda la temporada una emanación de grandeur royal.
Hacía culpable a Katia de que Thomas, su marido, no hubiera llegado a
ser el buen escritor que prometía. Si otro hubiera lanzado esos cargos
a dos escritores que yo reverenciaba, me habría sulfurado, pero con
Milano era difícil ofenderse. De pronto apareció el tema del juicio de
Eichmann en Jerusalén. La conversación se hizo general. Se habló del
holocausto, el antisemitismo y sus diversas manifestaciones. Y en un
momento Milano dijo que las historias más siniestras que él conocía
sobre el tema procedían de Austria, en especial de Viena, y relató
sucesos de marzo de 1938, oídos a su vez, aclaró, de la boca del
escritor inglés John Lehmann, testigo de ellos. El 15 de marzo de 1938
se declaró la anexión de Austria con Alemania. Ese día, una
concentración de un millón de austriacos en la Plaza de los Héroes
saludó delirantemente al Fuhrer. Lehmann había pasado una
temporada larga en Viena. Como sus amigos, Isherwood y Auden, se
sentía atraído por la intensidad germánica de la época, los contactos
entre alta cultura y vida plebeya, entre espíritu puro y plenitud
corporal, y también por la inexistencia de tabúes sexuales que en su
país se mantenían tan afirmados como en el periodo victoriano. Pero a
Lehmann la vulgaridad berlinesa, el tono de ópera de tres centavos en
que los golpes y carcajadas se confundían alegremente, lo aturdía y
amedrentaba. Prefirió, pues, instalarse en Viena, en un piso
perfecto. El edificio estaba habitado por familias conocidas:
profesionistas altamente calificados, aristócratas, gente toda de vida
holgada, de elegancia y maneras perfectas. A Lehmann le encantaba
presenciar en el amplio hall de la planta baja los encuentros
casuales entre vecinos, verlos saludarse con una cortesía que parecía
emanar de su propia sangre, llevarse la mano al sombrero, hacer una
leve reverencia, comentar con ligereza algo sobre el clima, o la
función de una ópera de Wagner, de Mozart, de Richard Strauss,
inclinar de nuevo con rigidez el cuello, despedirse y seguir su
camino. Ante la indiferencia de los británicos, el joven y agraciado
Lehmann se sentía en una alta escuela de modales que parecía
transmitir a su vida una estampa de mayor calidad. De pronto, el
escritor comenzó a advertir una crispación en la ciudad, una zozobra y
una exaltación crecientes en la calle, en los cafés, a la salida de
los teatros, aunque en su edificio los perfectos modales, la dicción
implacable, los movimientos regulados con precisión milimétrica no
revelaban la menor alteración. Todo siguió siendo de tal manera hasta
el fatídico 15 de marzo de 1938. Ese día y su noche se inició una
orgía de sangre presidida por las viejas deidades que al parecer
persisten en las nieblas del alma germánica. El instinto arrastró a
aquel círculo de caballeros y damas tan perfectamente educados hasta
los orígenes más lejanos, la caverna, la fogata en cuyo derredor
escuchaban el aullido cercano de los lobos. Ese día ellos mismos se
convirtieron en lobos. Sus aullidos eran más aterrorizantes que los de
las fieras. Al salir Lehmann de su departamento presenció en el
corredor una escena terrible. Sus vecinos inmediatos, un reputado
abogado de Viena, acompañado de sus dos hijos, estudiantes
universitarios, arrastraban por las escaleras a dos moradores del piso
superior, un matrimonio de ancianos. Los cuerpos tumefactos se
estremecían en convulsiones; de la boca ensangrentada de la anciana
salían gemidos ahogados. De repente, apareció la portera con una gran
bolsa de cuero, se arrodilló ante la anciana y le quitó los
zapatos. Lehmann, paralizado de horror, masculló algo, ni siquiera
supo qué, a lo que uno de los jóvenes, señalando a los dos cuerpos,
dijo tan sólo: ``Juden!, juden!'' De los otros pisos llegaban
voces feroces y también los gritos de las víctimas.
Estuve este año en Viena, después de doce años de ausencia. Coincidí en llegar con la concentración del 19 de febrero, cuando trescientas mil personas protestaron contra la vuelta del nazismo al país, precisamente en la Plaza de los Héroes, la misma donde un millón de austriacos aclamó enloquecidamente a Hitler. Los días siguientes tuve que soportar a los taxistas, empleados de comercio, personal del hotel, quienes al verme extranjero se sentían obligados a aleccionarme. Por fin llegó la libertad, decían. Haier nos ha liberado de la tiranía de socialistas y judíos. Salí de Viena días antes de lo previsto; sentía respirar un aire venenoso.
El relato de
Paolo Milano en Roma, al final casi un jadeo, me ha hecho, más que
cualquier otro testimonio hablado o escrito, aborrecer visceralmente
al nacionalsocialismo. Cuando salí del restaurante alguien dijo, me
parece que el asistente literario de Fellini, que en el mundo podría
ocurrir cualquier cosa, menos la repetición de actos como aquellos, a
lo que Ara Zambrano respondió que no nos hiciéramos ilusiones y
comenzó a contar con alguna incoherencia circunstancias de sus años en
el París ocupado por los alemanes, y los interrogatorios a los que la
sometía la Gestapo mientras en sus crujías se pudría su marido, antes
de ser ejecutado.
Hermann Broch fue arrestado en su casa al día siguiente de la llegada de Hitler a la Plaza de los Héroes. Ese mismo día, Franz Werfel y Alma Mahler, su mujer, recibieron una llamada telefónica advirtiéndoles que un grupo de jóvenes nazis los tenía enlistados como judíos y comunistas. Se salvaron por tablas. Rolf Libermann, el músico suizo, vio desde una ventana de la ópera cómo los bárbaros arrojaban esculturas desde la casa de la hija de Mahler. El mismo Broch le escribe a una amiga que podía describir el tiempo de prisión como ``confortable'' en relación al terror posterior que le producía la calle, donde sólo oía un rítmico grito: ``Ein Volk!, ein Reich!, ein Fuhrer!'' (un pueblo, un Estado, un dirigente), coreado todo el tiempo por la multitud. Era el mismo coro demencial que la viuda del profesor Schuster oyó durante muchos años, hasta llevarla a la muerte en la escena final del último, intensísimo drama de Thomas Bernhard: Plaza de los Héroes.