La Jornada Semanal, 21 de mayo del 2000



Adolfo Castañón
y Selma Ancira

Seferis ensayista

Adolfo Castañón hace el elogio de Selma Ancira, ejemplo notable ``de lo que podría llamarse Escuela Mexicana de Traducción'', y recuerda sus versiones de Pushkin, Bulgakov y Tsvetaieva. Nos recuerda, además, ``la eficacia moral, intelectual y estética'' de los ensayos escritos por ``el poeta y apóstol del moderno helenismo''. Selma Ancira, por su parte, nos recuerda el centenario de Seferis y nos habla con afecto de Maró, la viuda del poeta, muerta unos días después de que Selma escribiera su texto. En la atmósfera flotan la presencia de Seferis, la casita azul y blanca (los colores griegos) en la que Maró le sobrevivió, y la formidable esencia de la poesía griega escrita en la lengua del pueblo.

El estilo griego
Adolfo Castañón

l proyecto de traducir y editar una antología de ensayos del gran poeta griego (Premio Nobel de Literatura 1963) fue acariciado durante muchos años por Jaime García Terrés, quien trabó contacto con la obra y la persona de este autor desde principios de los años cincuenta. Este proyecto notable y ambicioso ha sido posible gracias al esfuerzo inteligente de Selma Ancira, la notable traductora mexicana a quien ya se le deben libros varios de Pushkin y Bulgakov, y la obra casi completa de Marina Tsvetaieva, para sólo hablar de algunos de esos trabajos que la sitúan en un alto sitio de lo que podría llamarse la Escuela Mexicana de Traducción. No es frecuente llamar la atención sobre esos escritores abnegados cuyo patrón es San Jerónimo y resulta por el contrario común verlos omitidos en las bibliografías donde el incauto cita a Michel Foucault sin enterarse de que lo ha leído a través de Aurelio Garzón del Camino o de Félix Blanco. Y acaso está bien que sea así: el buen traductor sabe desaparecer, practica un arte radical de la transparencia que sólo la oportunidad de las notas y comentarios podría interrumpir. Pero detrás de este higiénico ausentismo suele haber años de oscura labor, a la larga, fructífera. Yo no sé ni griego ni ruso peroÊtuve la fortuna de viajar a la todavía Unión Soviética en 1985. Y ahí me tocó presenciar un espectáculo por demás emotivo: asistí a la transformación de la mexicana Ancira en una Selma súbitamente reencarnada en rusa; la vi y la oí hacer hablar hasta a las piedras; la miré escuchar e interpretar a los soviéticos más duros y coriáceos. Sobre todo, me supo transmitir el placer que significa andar sin red por entre las cuerdas flojas muy distintas. Algo tenía Selma Ancira de la sirena que enamoró al profesor helenista en el cuentito de Lampedusa.

No, no sé griego, pero como editor responsable tuve que mandar controlar alguna vez las traducciones de Selma Ancira. El resultado fue -ya lo sabía- por demás favorable. Y la empresa no ha sido sencilla: traducir a Seferis, el ``extraordinario poeta y apóstol del moderno helenismo'', para evocar nuevamente las nobles palabras de Jaime García Terrés.

Pienso que la cultura mexicana -para no hablar de la española e hispanoamericana- se ha enriquecido al contar con estas traducciones del poeta griego. Afortunada, pues su traducción resulta por demás salutífera dados los paralelos imaginables entre la literatura griega moderna y la hispanoamericana. No es posible transmitir en unas cuantas líneas el tesoro de sabiduría humana y poética, histórica y filosófica que guardan estos ensayos reunidos bajo el título El estilo griego. Me limito a apuntar que no pocas de las encrucijadas y dilemas que encaramos en el mundo moderno se encuentran ya exploradas en los ensayos de Seferis: la relación entre la alta cultura y la cultura popular, entre las humanidades clásicas y los discursos críticos modernos; las preguntas en torno al destino cultural de países periféricos o de naciones apenas emancipadas de la tutela colonial; la cuestión de lo que significa en un sentido profundo la palabra educación. Los tres volúmenes que componen El estilo griego configuran además una visión panorámica de la literatura griega moderna, es decir de ese Renacimiento helénico que desde mediados del siglo XIX hasta la fecha anima a la literatura griega contemporánea.

Este panorama está en el mundo, y Seferis sabe hacer dialogar a sus hermanos, los poetas de la estirpe helénica, con otras voces y corrientes de la verdad lírica y la memoria poética contemporáneas, en particular a partir del contraste lúcido y escrupuloso que él sabe trabajar entre T.S. Eliot y Constantinos Cavafis. Pero tanto la literatura helénica como la europea están en el mundo. Seferis escribió sus ensayos y poemas entre los escombros todavía humeantes de una Europa devastada por las guerras y donde la pregunta: ¿qué vale salvar del incendio marcial y de la devastación del mercado y del progreso?, se imponía a cada momento. De ahí que podamos decir en estos tiempos de cambio y de mudanza en donde parecería que la Casa del Ser está amenazada por la Casa del Tener, en estos tiempos de mudanza, El estilo griego es una obra eminentemente práctica. Su eficacia moral, intelectual y estética se debe en buena medida a su traductora Selma Ancira y a su editor originario, el poeta mexicano Jaime García Terrés.

Centenario de Seferis
Selma Ancira

Hace unos días se celebraron los cien años del nacimiento de Seferis. Con ese motivo me llamaron de la radio y, antes de empezar, la entrevistadora me comentó lo difícil que le había resultado conseguir un espacio para hablar de Seferis. ``No se le conoce -me dijo-; te aseguro que si estuviéramos hablando de Cavafis habría podido hacer mucho más.''

Me parece un poco exagerado decir que no se le conoce, pero lo que sí es cierto es que hasta hace no mucho, en español disponíamos de pocas traducciones de su obra. Esa fue una de las razones por las que Jaime García Terrés decidió que se tradujeran los ensayos literarios del poeta. Otra razón, quizá igualmente importante, era la amistad que los había unido y que comenzó en los años en que don Jaime fue embajador de México en Grecia.

No llegué al Fondo de Cultura Económica por azar. Fue Alba Rojo quien me trajo hace unos quince años. Recuerdo que me presentó con García Terrés y muy pronto nos encontramos enfrascados en una conversación que giraba en torno a Grecia, su poesía y sus poetas, su música, sus islas, sus habitantes e incluso su gastronomía. Don Jaime iba de una anécdota a otra. De pronto intentó, dentro de toda su seriedad, encontrar un diminutivo griego a mi nombre, nada griego. Se rió de buena gana probando las distintas posibilidades. Todavía hoy experimento una sensación agradable cuando pienso en aquel primer encuentro.

Como se suponía que era una reunión de trabajo acabé por hacerle algunas propuestas. Recuerdo que le hablé de un largo poema de Pushkin (llegué al Fondo como traductora del ruso) y de un hermoso poema de Ritsos que había traducido en Grecia por placer, sin suponer siquiera que al volver a México encontraría editor. A su vez, don Jaime me habló de un viejo sueño y me hizo una propuesta: traducir los ensayos literarios de Seferis. El tenía los tres volúmenes publicados en Atenas. Nos dimos a la tarea de revisarlos y pronto tuvimos la selección hecha.

Fueron muchas las conversaciones que acompañaron el trabajo de selección y ordenamiento de los textos. Cada nombre evocaba en García Terrés imágenes o momentos vividos en Grecia. Su entusiasmo por los textos pronto se convirtió en mi entusiasmo por los mismos.

Cuando ya el primer volumen estaba muy avanzado nos dimos cuenta de que iba a resultar indispensable acompañar de notas la traducción. Los textos no son sencillos y Seferis maneja mil y una referencias que si bien pueden resultar familiares para el lector heleno, son ajenas para nosotros. Como la idea era hacer un trabajo lo más serio posible, don Jaime me brindó todo su apoyo para emprender un viaje a una Grecia hasta ese momento desconocida para mí: la Grecia de Seferis.

La casa de Yorgos Seferis está situada en la calle Agras número 20, en el barrio ateniense de Pangkrati. Es una callecita peatonal que termina en una escalera muy empinada. Tiene los colores de Grecia, es blanca y azul. Ahora sólo vive en ella la señora Maró, la viuda del poeta, una anciana muy distinguida con fama de huraña y de trato difícil. Conmigo, sin embargo, fue extraordinariamente amable desde la primera vez que visité su casa, y es que en cuanto la vi pronuncié unas palabras mágicas capaces de abrir la puerta de lo que Seferis llamaba su refugio ateniense: ``soy una amiga de Jaime García Terrés'', dije. De ahí en adelante la amabilidad de la señora estuvo garantizada.

Pasé muchos días trabajando en el estudio de Seferis, consultando libros, familiarizándome con ediciones para mí desconocidas. La viuda del poeta estaba y no. Siempre tenía cosas que hacer en la casa, pero solía visitarme en el estudio y contarme, a propósito de una acuarela o de una figurita de arcilla, un sinfín de historias de su vida con el poeta.

Una tarde se puso a enseñarme fotografías. Me habló, por ejemplo, de los momentos justamente anteriores a que supieran que a Seferis le habían otorgado el premio Nobel. Se había reunido en su casa mucha gente. Estaban a la espera de la noticia. De pronto alguien entró en la sala gritando: ``¡Nos los dieron! ¡Es nuestro!'' Era tan vívido su relato que llegué a sentir el nerviosismo y la emoción que acompañan a un acontecimiento de esa naturaleza.

Me contó anécdotas a propósito de Pound y su obstinado mutismo; de Henry Miller, que en su paso por Atenas le regaló a Seferis, dedicado, el diario que había llevado en Grecia; de Antoniou, siempre acompañado en sus largas travesías marítimas por ``el dolor de ser griego''; de T.S. Eliot en la época en que los Seferis vivían en Londres; anécdotas sobre el propio Seferis en distintos momentos de su vida... Por ella supe, por ejemplo, que el último libro que leyó Seferis -o, más bien, que Maró le leyó cuando ya estaba muy enfermo-, fue Cien años de soledad.

Me siento muy afortunada de haber podido trabajar a lo largo de tantos años de la mano de Seferis. Traduciéndolo aprendí no sólo sobre cultura y poesía griegas; también viajé a una Delos cargada de oro, caminé entre las iglesias rupestres de Capadocia, me enamoré de los cuadros de Theófilos, estuve en los sueños de Artemidoro de Daldis y pude contemplar con los ojos del poeta el Auriga de Delfos.