LUNES 15 DE MAYO DE 2000

Ť Domingo sonero


Compay Segundo se unió a la romería del Zócalo capitalino

Guido Peña Ť Compay Segundo había concluido su participación, que se extendió por hora y media. La gente no lo dejaba ir. Le pedía otra, coreaba su nombre, gritaba porras... El permanecía en el templete con su característica sonrisa. Sacudía su mano, posaba sus brazos en los hombros y recorría con su dedo los manifiestos surcos de sus ojos, como queriendo decir ''por favor, me van a hacer llorar". Optó por dar la vuelta e internarse en los improvisados camerinos. šQué día!

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segundo-compay-zocalo-3-pg De por sí el Zócalo es una romería, pero ayer a la verbena acostumbrada se sumó la presencia de este muchacho nonagenario, con su carisma por partida doble: primero por ser cubano (casi todos los nacidos en esa isla caribeña son carismáticos por antonomasia), y segundo, por su vitalidad, pues a pesar de su edad vive y siente la música como si fuese un imberbe veinteañero.

Estampas del Centro Histórico. Mientras Compay interpretaba Orgullecida, unos danzantes le daban a sus instrumentos que ellos dicen son prehispánicos. La pésima acústica del lugar donde fue instalado el templete (en la esquina de 20 de Noviembre y Madero) impedía a quienes se encontraban atrás, a la altura del asta bandera, apreciar la interpretación del artista cubano. Quizá por ello pocos bailaban. Era más fuerte el sonido de los tambores y los caracoles que el del bajo, las percusiones, los clarinetes y el requinto.

El sol era implacable. Los rayos golpeaban seco sobre los asistentes, unos 15 mil, quienes debían resguardarse con sombreros de palma que los vendedores ambulantes ofertaban en 10 pesos. A decir verdad el espectáculo fue para los de en frente.

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Compay Segundo siente la música. Sólo así se puede explicar su calidad interpretativa. Y siente la música porque cuando canta y toca su requinto cierra los ojos, da pequeños saltitos, abraza su instrumento... Lo abraza con candor. Es su eterno compañero. Su voz, su alter ego, es tan clara como el traje de algodón que lucía.

Hay que dar tregua al sol, dijo Compay al público antes de despedirse, quizá porque él también sentía los efectos de los casi 30 grados. Quienes no daban tregua al músico eran los asistentes. Gritaban sus peticiones, a pesar de que ya había interpretado 18 canciones. Faltaron muchos clásicos, por supuesto (Veinte años, entre ellos). Si hubiera sido por los incansables soneros capitalinos hasta el momento Compay estaría cantando, pero a las tres y media de la tarde ya lo esperaban en su camerino frijoles, arroz y carne de puerco. Una porra. Las lágrimas contenidas... y la romería se dispersó por las calles del Centro.