La Jornada Semanal, 14 de mayo del 2000



Con-textos

Un mundo nuevo

Alasdair Gray

Millones de individuos vivían en cuartos unidos por largos corredores sin ventanas. El trabajo que mantenía funcionando a su mundo (o así parecía ser, pues recibían la información de que así era, aunque nadie conocería jamás la verdad exacta), era realizado por máquinas en los cuartos donde vivían, y las máquinas los recompensaban informándoles cuánto habían ganado. Quienes más ganaban podían pedir dinero prestado para tener mejores cuartos. Las máquinas, el préstamo de dinero y la mayoría de los cuartos pertenecían a tres o cuatro organizaciones. También había un gobierno y un método para elegirlo que permitía a todos, cada cinco años, oprimir un botón marcado como ``CONTINUAR'' o ``CAMBIAR''. Esto alteraba o mantenía los rostros de los políticos. Los políticos se pagaban, ellos mismos, por gobernar, y también recibían un sueldo de las organizaciones que lo poseían todo, pero gobernar y poseer eran vistas como actividades separadas, así que los vínculos personales entre ellos estaban descartados como coincidencias o eran aceptados como inevitables. Aún así, muchos -incluso los que ganaban más y vivían en confortables habitaciones- se sentían encerrados al no saber con certeza lo que los encerraba. Cuando el gobierno anunció que ahora gobernaba un mundo completamente nuevo, muchas personas se sintieron muy emocionadas, puesto que su Historia asociaba los nuevos mundos con la libertad y los vastos espacios.

Imagino a un hombre, no joven ni especialmente talentoso, pero inteligente y con esperanza, que paga por el privilegio de emigrar al nuevo mundo. Esto cuesta casi todo lo que posee, pero en el nuevo mundo puede recuperar hasta cuatro veces más en unos cuantos años si trabaja duro. Se dirige a un cuarto lleno de gente como él. En un momento dado se abre una puerta y aparece un conducto que lleva al interior del transporte. Este posee la apariencia de una pequeña sala de cine. Los emigrantes se sientan a observar una pantalla en la que se advierte un fondo negro salpicado de diminutas luces: es el universo a través del cual, se les ha dicho, habrán de viajar. Una de las luces crece tanto que se revela como un globo azul y blanco, recorrido por nubes, y cuya superficie es principalmente un océano donde el sol se refleja; entonces todas las luces se apagan y, sin aprensión, nuestro hombre se duerme. Se le ha dicho que un lapso de inconsciencia facilitará su llegada al nuevo mundo.

Despierta de pie, observando a un cajero tras una ventanilla. El cajero le da un disco numerado, señala un corredor y le indica que lo recorra hasta encontrar una puerta con el mismo número del disco; ahí deberá esperar. Estas instrucciones son fáciles de seguir. Nuestro sujeto está tan estupefacto por su reciente sueño que camina un buen trecho antes de recordar que supuestamente ahora está en un mundo nuevo. Puede que sea un mundo diferente, pues el corredor es más angosto que los corredores a los que está acostumbrado, y es de color café mate en lugar de verde brillante, aunque persiste la ausencia de ventanas. La única cosa nueva que nota es un fuerte olor a pintura fresca.

Camina mucho antes de encontrar la puerta. Un hombre en iguales condiciones que él está sentado en una banca frente a la puerta, mirando de mal humor el piso entre sus zapatos. No mira a nuestro sujeto cuando éste se sienta a su lado. Pasa algún tiempo. Nuestro hombre se impacienta. El corredor es tan estrecho que sus rodillas están a unos cuantos centímetros de la puerta. No hay nada en qué posar la vista salvo la pintura café. Finalmente murmura con sarcasmo: ``De manera que este es nuestro nuevo mundo.''

Su vecino lo mira brevemente con un rápido y leve movimiento de cabeza. Un tiempo igualmente largo transcurre antes de que nuestro sujeto diga, casi violentamente: ``¡Me prometieron más espacio! ¿Dónde está? ¿Dónde está?''

La puerta se abre, una polea de metal es lanzada oblicuamente y golpea con fuerza las piernas de nuestro hombre, que se tambalea y grita, para luego alejarse cojeando fuera del alcance de la polea, que es manejada por alguien vestido con un overol caqui y cuyo tamaño es tal que sus hombros rozan ambas paredes y también el techo; éste es tan poco elevado que obliga al operador de la polea a inclinar tanto su cabeza hacia el frente, que nuestro hombre, haciéndose a los lados y tartamudeando palabras de dolor y súplica, contempla no un rostro sino una calva abotargada. No puede ver si su perseguidor lo está arreando brutalmente o si sólo empuja aquella polea. En franco pánico nuestro hombre está por pedir auxilio cuando una voz dice: ``¿Qué sucede aquí?'' ¡Déjalo tranquilo, Henry!'', y su mano es asida con un reconfortante apretón. El dolor en sus piernas desaparece de inmediato, o tal vez sólo se olvida de él.

Su mano es sujetada por otro hombre de su propia condición, pero es alguien compasivo y competente que lo conduce lejos de la bestia con la polea. Nuestro sujeto, aún no recuperado de un asalto tan brutal sólo experimentado en su niñez, está puerilmente agradecido por la presión de la mano amigable.

``Estoy seguro de que no hacías nada malo'', dice el extraño, cordialmente. ``Probablemente sólo te quejabas. Henry enfurece cuando escucha que alguien de nuestra condición se queja. Prejuicios de clase son lo que hay en la raíz de esto. ¿De qué te quejabas? ¿Falta de espacio, tal vez?''

Nuestro hombre observa el amistoso, sincero rostro junto a él y, después de un momento, asiente: lo que podría ser el peor error de su vida, pero por un momento no lo advierte. La confortante presión en la mano, la distancia cada vez mayor de Henry, que se rezaga a cada paso enérgico que dan, es acompañada por la sensación de que los pasillos se hacen más amplios, las paredes se alejan, el techo está más arriba. Su compañero también parece más grande y por un momento también esto es un alivio, un regreso a la época en la que podía ser protegido de los pendencieros por gente mayor que lo quería. Pero se está encogiendo, y entre más pequeño se vuelve más desesperadamente se aferra a la mano que reduce su estatura humana. Al fin, cuando su brazo se tensa tan verticalmente sobre su cabeza que en cualquier momento cederá haciéndolo caer al piso, su compañero lo libera, se inclina y le sonríe, agita benévolo su dedo índice y dice: ``Ahora tienes todo el espacio que necesitas. Pero recuerda, ¡Dios está atrapado en ti! No te dejará descansar hasta que logres más que esto.''

El extraño cruza una puerta y la cierra tras de sí. Nuestro hombre mira la perilla que ahora y para siempre estará fuera de su alcance.

Traducción de José Abdón Flores