La Jornada Semanal, 7 de mayo del 2000
W.N. Herbert
Los años ochenta del siglo veinte en el Reino Unido quedarán siempre bajo el estigma de la agresiva eclosión de la ideología individualista y despiadada que se asocia con Margaret Thatcher; cruel rebote frente al fracaso de los sueños de equidad y hermandad de la posguerra. Como contraste, en el panorama poético de aquella región, los ochenta serán recordados como los años en que aparecieron los primeros brotes de una vigorosa y excelente generación de escritores que en poco tiempo cambiarían el panorama, dándole una vitalidad y un nivel a la poesía británica que no había alcanzado en muchas décadas. Al lado de los poetas nacidos y criados en Gran Bretaña (diversos como sus regiones), comenzaron entonces a publicar sus primeras colecciones en el ámbito británico poetas procedentes de regiones geográficas muy diversas y distantes (Estados Unidos, Australia, el Caribe, India, Sudáfrica...). Además de un inteligente eclecticismo y de una actitud abierta e hibridizante, explicables por lo anterior, esta generación se hizo notar por su sabiduría al estudiar y rescatar los progresos técnicos y estilísticos de las varias tradiciones poéticas en lengua inglesa del siglo XX, así como por abrirse a las de otros idiomas. Dentro de la también prolífica gama de temas a los que estos poetas abrieron sus obras puede resaltarse el de la política; o mejor dicho el de la compleja y confusa vida social que se da en nuestros países en este cambio de siglo. Lejos por igual de la poesía panfletaria, facilona y chantajista, que del poema abstracto, teórico y pretencioso, estos poetas apuntan a descubrir la sustancia poética (no necesariamente ``bella'' o ``épica'') al nivel mismo de la calle, las historias, recuerdos y situaciones que en sus espacios se entretejen y conviven. La eficacia de cada poema está no en sus buenos o malos sentimientos, o en sus giros estilísticos, sino en su capacidad de poner en acción concertadamente una serie de elementos significantes que revelen lo absurdo, lo deplorable o lo simplemente pasmoso de la vida contemporánea. No hay en ellos recetas. Sólo poesía.
Estos poemas forman parte de la voluminosa obra publicada en Trilce Ediciones bajo el título La generación del cordero: antología de la poesía actual en las Islas Británicas en la que seleccionamos y tradujimos obras de veintinueve poetas pertenecientes a ese grupo. Seis de los poetas incluidos (Matthew Seeney, Michael Hofmann, Michael Donaghy, Sujata Bhatt, Sarah Maguire y Katherine Pierpoint) vendrán a la Ciudad de México durante el mes de mayo para intervenir en una serie de lecturas, en la presentación de la antología mencionada, y en un encuentro con poetas mexicanos en Oaxaca.
Carlos Lopez Beltran y Pedro Serrano
Esta es una historia
Quizás debido a que
Ya pasa de la medianoche
Al abrir la puerta
Está muy cansado, le ruega.
Ella no cambiará
Entonces hay una pausa
Unos minutos después,
Esta es la parte que a mí más me gusta.
Nunca sabremos qué
La narración de mi padre termina aquí
Yo la veo alerta, pensativa.
La veo mirando al cielo
que he oído
infinidad de veces, siempre
contada
por mi padre durante la cena
siempre contada a manera de
prefacio
de una nueva cuestión filosófica
que quiere
plantear.
he escuchado esta historia
tantas veces,
ahora
ya no oigo las palabras
que mi padre repite.
En cambio,
la escena se despliega
en mi mente, muy adentro del ojo de mi
alma
parpadea, da brincos como esas viejas películas
mudas, en
blanco y negro.
casi la una y mi abuelo
está a punto de
entrar a la casa.
Ha estado todo el día trabajando como
siempre
con los pobres, tratando de ayudar
a los rechazados
hariyanes.
de su propia casa ha encontrado a mi
abuela
cerrándole el paso.
La brahmina ortodoxa Ajwali Ba
le
pide que primero se bañe
afuera con un balde de agua fría
por
allá, cerca del huerto
antes de entrar.
Pero ella insiste, de pie, guardando su
distancia
para que no la manche con el más mínimo roce.
Con que
apenas su larga camisa blanca
llena de polvo del camino
pero
para ella mucho más sucia por haber sido tocada
por otras castas;
impura
para ella particularmente debido
a esos
marginados...
conque su camisa rozara
su sari, lo mandaría
furiosa
a darse otro baño
y a ponerse ropa limpia.
Sabiendo
todo esto él permanece
en la entrada.
las reglas.
``Si es así, dormiré en el
jardín''
decide él y se va.
durante la cual Nanabhai
se interna en
la oscuridad
del jardín,
y Ajwali Ba se queda
adentro
escuchando la oscuridad de la casa
en la que sus hijos
duermen
ignorantes de todo.
digamos unos diez minutos después,
sale
apresurada de la casa,
cruza corriendo el patio,
baja a saltos
las escaleras
que llevan a la huerta de mangos
y se reúne con
él.
Me gusta pensar en ella,
todavía
una mujer joven, corriendo
escaleras abajo con el mismo
apremio
que yo sentía al bajar por ellas a los ocho años, a los
diecisiete,
a los veintiséis...
le hizo cambiar de opinión.
Quizás ni
ella misma lo sabe.
Pero puedo sentir su audaz desplante
sus
enérgicos y fuertes brazos
arremetiendo contra el aire
-y las
cejas de media luna que yo heredé
y su impaciencia por entenderlo a
él...
en el lugar donde ellos
descansan
uno junto al otro.
Pero la película continúa
en
mi mente:
Ahora ya están juntos,
Nanabhai y Ajwali Ba.
El
seguramente dormido, exhausto
sin soñar.
¿Y ella?
Como sabe que no puede dormir
ni
siquiera se preocupa
por cerrar los ojos.
disfrutando un juego íntimo
en el que
desenreda las estrellas
y las reacomoda
en sus constelaciones
correctas.
Cuando las lluvias llegan a un poblado tutsi de Ruanda
y deslavan
la tierra de la superficie, brotes extraños
de dedos, pies,
quijadas, codos y rodillas,
surgen de tan equívocas e improbables raíces
que han yacido ahí
desde que fueron masacrados
-el maestro y el pastor de vacas y el
curandero
y sus mujeres y sus hijos y sus vecinos
(ya que si no eres un
ermitaño en una cueva en la montaña
o un gurú en un templo en la
jungla,
lo que inevitablemente tendrás serán vecinos,
con quienes compartir
tus atardeceres y los frutos de tu trabajo),
todos ellos ahora en
silenciosa espera del riego,
cuando las lluvias lleguen, a un poblado tutsi, de Ruanda.
Todos tuyos, indio, veinticuatro duros de cuentas de vidrio,
tela
chillona. Conseguí una ganga. Yo enarbolo
armas de fuego y agua de
fuego. Alabado sea el Señor.
Y ahora quita tu culo rojo de mi
vista.
Me pregunto si el suelo tiene algo que decir.
Tú me has embriagado,
has ahogado
la lenta verdad del mundo con rápidos embustes.
Pero
hoy vuelvo a escuchar y veo claramente.
En cuanto sitio tocaste la
tierra ésta se duele.
Me pregunto si el espíritu del agua tiene algo
que decir. Que lo
has de envenenar. Que
no puedes ser dueño de los ríos ni del pasto
como
tampoco del aire. Canto con amor sincero por la
tierra;
canto del alba, canción del ocaso, salmo de las
estrellas.
Confía en tus sueños. Nada bueno saldrá de esto.
Mi corazón está
por tierra, como cuando mi amada
cayó de espaldas en mis brazos y
murió. Aprendí
las solemnes leyes de la alegría y el pesar, en la
distancia
entre la helada matutina y el cintilar nocturno de la
luciérnaga.
Hombre que temes a la muerte, ¿cuántas hectáreas necesitas
para
alargar tu sombra bajo el cielo sin fin?
Por última vez, en este
momento, ahora, un niño siente su libertad
desaparecer, como el
salmón que misteriosamente sale en busca
del mar. La pérdida
contiene el silencio de las enormes rocas.
Viviré en el espíritu del saltamontes y del búfalo.
La tarde tiembla y está triste.
Una pequeña sombra corre por la
hierba
y desaparece entre los pinos que se oscurecen.
Corrompiste nuestra moneda, sembraste el cólera
en nuestros pozos,
mancillaste nuestra historia
no porque seas una nación
victoriosa
sino porque eres una nación víctima:
eres judía o
trabajas para un judío
que conoce todas las guerras y ninguna es
civil.
Las estrellas pasan como una procesión de antorchas
en Alejandría,
lugar donde nací;
la luna llena es un plato de higos pútridos
o
una luz turbia en la mirilla de la puerta.
Algo en mí será siempre
alejandrino.
Vosotros ingleses, lo odiaríais, odiaríais a los
``moros''.
Me encantaban sus silencios en la plataforma
cuando él posaba, con
su mano como concha en la entrepierna.
El último apodo que me puso
fue Dickkopf;
mejor que Schwarze Paula o Fraulein
(los judíos
decían que me pintaba de rojo las uñas de los pies).
Luego fui Z, y
mis habitaciones el Campo Z.
Conocí a C, a una tal M', a la mesa directiva W,
al servicio Y, y
al comité XX,
llamado a veces el Veinte, pero yo bien sé
que se
trataba del comité de la Traición de Masterman.
Según su charlatán
debo ser dueña
``de una mente tan virginal como la de
Robespierre''.
Creo que solía fingir tener amnesia.
Estoy segura de que el nombre
de este campo es Spandau
Y sus guardias los ``asiáticos rezagados''
de Marx.
Medio mundo piensa que soy una impostora.
La máscara
que llevo es, creo, mi verdadera piel.
Es mi voluntad la que es de
hierro, no mi rostro.
En el museo local de Historia Natural antes tenían
a mitad de las
escaleras donde hoy está
parte de la exposición sobre el mundo
viviente,
una silla de hierro. Española, del siglo xvi,
un
resabio de la Inquisición -burdamente forjada
pero escultórica; más
que una silla era una investigación
de la ingeniería sutil de los
pesos en el cuerpo.
Con abrazaderas para muñecas y tobillos,
brácteas para separar el
tronco de los muslos,
un armazón -con collarín- sostenía la
cabeza,
puntos de presión en frente, sienes y quijada.
Parecía
diseñada para relajar al ocupante,
al neutralizar a la perfección
la vertical
y activa musculatura del cuerpo humano.
El énfasis en el cráneo, en los huesos, adquiría
su medida cuando
uno entendía cómo anulaba
los órganos más suaves, las superficies
de placer
o crueldad; que, tácitamente, imponía
un ambiente
razonable e íntimo;
que el aislamiento de la boca y el
oído
aseguraba el intercambio puro de inteligencia.
Así dotado, el veterano inquisidor no necesitaba
nunca perder la
calma, no había razón
de alzar la voz, la mano, cuando hacía
a
los tornillos ajustes milimétricos.
En cuanto al ocupante: debía
aprender la virtud
de la queja apagada, reprimir el
impulso,
dejar afuera del proceso lo irrelevante.
Aquí sentaron a locos, a torvos, a santos inocentes,
a simples
soñadores. Todos fueron medidos.
Aquí las tornadizas, fantaseadas
imaginerías
de una época, encogidas a sus mínimos rasgos,
se
calibraron en términos de inmovilidad, dolor,
resistencia del
hueso. Aquí, si en sitio alguno,
el cerebro encontró la fuerza
excéntrica
para conservar la integridad de sus visiones.
Los mosaicos a la altura del hombro de un verde oficial,
Capturamos nuestros gérmenes en pañuelos.
Detrás de la puerta tapizada un comité
las
paredes marrón, el desnudo piso como de baño
siempre a punto de
encharcarse,
las pesadas puertas vaivén que esta vez
no
exploraremos; la prolongada revisión
que estamos haciendo este
atardecer
-cuyo fin es oscuro
con interiores de noviembre,
pareciera-
en los cincuenta, cuando éramos mucho más pequeños
y
nos impresionaban fácilmente los menores despliegues
de aquel
Estado que nos conduciría
de la cuna a la tumba, te
acuerdas;
heredamos todo esto, un pasillo
construido por los
irlandeses para Dios y la Reina.
No escupimos cuando vamos
en el autobús.
En las afueras donde la ciudad se hacía campo
hay
casas prefabricadas que se hacen permanentes poco a poco:
cada uno
su pedazo de jardín, un voto cada uno.
Y aquí donde el pasillo se
vuelve una furia de ecos
mi padre abandona al grupo para ir a
ningún lado,
la íntima celda donde se libra la lucha
y se comen
donas de Lyons, las tardes colgadas
con hojas de Players, los
rumores de traición.
Es lo que nos espera de viejos
pare estar
seguros -problema que él nunca tuvo.
Los problemas que tenía eran
el mundo
y su pésima ortografía, me han dicho.
Enrollaron los
discursos, el pasto del parque
después del día del trabajo y los
almacenaron aquí.
está repartiendo las
becas
-un régimen de carniceros sordos y contadores
ladrones
recompensados por toda una vida de ignorancia,
listos
para escribir mal nuestros nombres.
En la clínica una siniestra
dama
estudiará mis pies e insistirá
en que puedo alcanzar el
trapecio.
Mi abuelo conduce a un muerto en una silla de ruedas
a
la morgue por una miseria
y vota del lado contrario como un
deber
ante algo que la próxima guerra iba a
desacreditar.
Desaparecemos en Mafeking, Simla,
el centro
apolillado de Irlanda
en donde Marx es una pesadilla
que Dios no
está teniendo
y gente como nosotros es un atisbo de prolepsis
en
el ojo de alguien -los bienintencinados
impotentes herederos del
pasillo,
recorriéndolo más allá del tintineo del dinero para la
cena,
gritos en el dentista y teléfonos que nadie
contesta,
soñar incompetente, corrupto y olvidadizo,
las bodegas
de panfletos para unos futuros
que nadie vivió. Esto es
nuestro. Sigue adelante.
Hace siglos, le cercenaron la cabeza,
y ahora, exultantes en el
desierto,
los fanáticos del mandamiento angelical
podrían
también destruir el cuerpo,
y moler totalmente esta
monumental
provocación. Como si su celoso dios
no pudiera
tolerar tal dulzura...
(Flores su perfume, mujeres su amor,
y rezo -lo principal para
ellos es rezar,
dice el Corán- pero seguido por
mujeres su amor,
flores su perfume...)
La certitud justiciera sopla como humo
por sobre el granito: no
puede dañar
aquello que nunca edificó su casa
sobre un milagro o
territorio o decreto;
lo que detuvo los pasos de Ashoka,
e hizo
del polvo su testigo,
una compasión que surgía de la
vacuidad...
Una verdad sigue a salvo en las esquirlas
que saltan de sus
martillos; gritan furiosos,
haciendo muecas como los secuaces de
papel de Mara
en la noche de la iluminación.
¿No es una locura que María
renunciase así al aviario
y se fuese
a Jamaica?
¿Te la imaginas sin aves
y sin jaulas ni
llaves,
rodeada de negritos?
¿No escuchas la marea
y ese olor
entre brea
y café con ganjá?
¿Qué es eso en la postal
que
mandó en Navidad?
Parece un buitre.
¿No pasó cinco años
con
aves de mil tamaños
a las que detestaba?
¿O era acaso la
jaula
y no los bichos de alas
el blanco de su furia?
¿O esa
tela de alambre
que encajonaba el aire
y que lo parcelaba?
Y
tener que barrer
tanta pluma, tanta hez
un día y luego el
otro.
Y mira ahora a María
confusa en su alegría
lo morena
que está.
Escúchale la risa
extraña y quebradiza,
piensa en
la pobre niña.
Imagina: ¿voló
desde Heathrow
para llegar
allá?
Enviemos del aviario
un pequeño canario
con las alas
cortadas.
Que se acuerde María
de cómo eran sus días
aquí, y
que sea feliz.