La Jornada Semanal, 30 de abril del 2000



Rodrigo Moya

el cuento del domingo

La Parker '51

``...pálido y ojeroso, cansado y agobiado de culpas'': en pocas palabras, un adolescente con todas las de la ley, cuya vida transcurre entre dudas prolongadas y convicciones fugaces, entre las proezas que todavía no se cumplen y los atrevimientos que suceden casi por sí solos, sin mediación de una voluntad propia que apenas va despuntando y suele requerir del acicate de los demás. Rodrigo Moya resume el mundo al que su joven protagonista no está seguro de querer ingresar, en la imagen de una lujosa pluma Parker cuya posesión o pérdida significan, en última instancia, asentir o negarse a acatar las reglas de un juego que no siempre está hecho a la medida de los contendientes.

a Hernán Lara Zavala.

A partir de cierto punto ya no hay regreso.
Hay que alcanzar ese punto.

Franz Kafka

La campanilla del teléfono se filtra al sueño en que se debate; es la señal presentida, lo mismo en su repetida pesadilla, que en las fantasías de vigilia, cuando pensando sin reposo en ella, le era imposible concentrarse por las tardes en el libro de cálculo, o comprender en clase los áridos trazos de la geometría descriptiva. Al terminar el primer timbrazo, su conciencia está alerta, y reacciona con la celeridad de un cuerpo joven; salta de la cama, y al tomar el teléfono en el fondo del pasillo a oscuras, apenas suena la tercera llamada. Sabe que es ella, no puede ser nadie más; por algo desde el sueño su intuición lo empujó a reaccionar con celeridad de animal acosado, para evitar que sus padres contestaran antes. Responde en susurros, la mano izquierda aconchada sobre la bocina, en su afán de impedir la propagación de las voces.

-¿Eres tú? -fue la respuesta del otro lado de la línea, y pese a la certeza de que sólo ella podría hablar a esa hora, y precisamente para buscarlo, sintió una emoción intensa y acertó a susurrar: ``sí, soy yo... sabía que eras tú''. Fue como si la llamada hubiera sido una transición natural entre sueño y realidad, no como un milagro, sino como un prodigioso acto de telepatía. El bregaba en la pesadilla de siempre, donde al abrazarla Estrella reía y se alejaba con su blonda cabellera agitada por un viento onírico, cuando el teléfono sonó y en unos segundos pasó de la quimera a oír su voz. Con la vista aguzada distinguió la hora en el reloj vertical de caoba, cuyo leve y sincopado chasquido al ritmo del péndulo era el único rumor en el silencio de la casa. ``Son las dos de la mañana'', murmuró él. ``No importa, ven, te estoy esperando, toma un taxi.'' Su tono tenía algo intimidante; no era la voz de acento sudamericano que tanto le gustaba; era una voz aguda, y de tal volumen, que temió despertara a sus padres. ``Ven'', repitió. ``Quiero abrazarte, quiero que me abraces.'' La emoción que le produjo esa declaración de amor de la prima hermana de su madre, lo dejó anonadado.

Días antes, Estrella había hablado por teléfono, preguntándole si el domingo vería a su novia. Fanfarrón, le dijo que prefería el frontón en lugar de salir con aquella quinceañera ``insípida'', según ella la describía cuando aparecía en las charlas, cada vez más íntimas y escabrosas, que ambos sostenían desde hacía tiempo. Estrella supo que los ``primos'' no estarían el domingo, y entonces le pidió, casi le suplicó, que ese día la invitara a verlo jugar.

Estrella era bonita, con cabello castaño claro, ojos azules y un cuerpo esbelto, casi flaco, con la sensualidad más propia de la euritmia y la buena proporción, que de la exuberancia de formas; vestía con elegancia, y combinaba sabiamente sus tonos nórdicos con maquillajes contrastados pero suaves. Era de carácter abierto, siempre dispuesta a establecer diálogos con él y sus amigos. Pero era diez años mayor que él, casada con un amigo rico de la familia, y madre de un pequeño. Él la veía como una pariente adulta, lejos de su mundo que apenas emergía de la pubertad; a pesar de ello, la intimidad entre los dos era un secreto mutuo desde dos años atrás, cuando ella empezó a visitarlo en el colegio militar donde él cursaba interno el bachillerato. Al principio acompañaba a sus padres, pero luego empezó a ir sola, cuando sabía que aquéllos no acudirían a verlo el miércoles de visita. Mientras los cadetes compartían la visita de novias y familiares en el casino o los jardines, ellos platicaban en una banca. Desde entonces la amaba. Estrella se apoderó de sus fantasías románticas, y después de sus ensoñaciones eróticas. Luego de la visita y el toque de silencio, en la vastedad del dormitorio se revolvía en su cama repasando los diálogos, imaginando el fino rostro de la prima, reviviendo su sonrisa, tocando su pelo, desnudándola, abrazándola, poseyéndola. El toque de diana a las seis de la mañana lo despertaba pálido y ojeroso, cansado y agobiado de culpas. A veces sola, a veces con sus padres, ``la prima'' lo visitó muchos miércoles del último año de internado, antes de que él dejara ese colegio para ingresar a la universidad. Durante sus fantasías, se preguntaba con angustia si ella sentiría por él algo más que ese tan peculiar afecto familiar.

La respuesta a esa pregunta llegó dos años después, el día que Estrella lo acompañó al frontón. Al principio no quería llevarla a verlo jugar jai-alai, pero cedió ante su insistencia. Ese día, Estrella fue a recogerlo a su casa en su flamante Chevrolet '52. Iba deportivamente ataviada: pantalón blanco de lino, camisa suelta a rayas con cuello marinero; sandalias, bolsa de tejido, y una visera de la que su pelo manaba en ondas doradas. Estaba radiante, acorde con el día brillante y azul; entró a la casa y se saludaron con el beso acostumbrado; le dijo que se parecía a Laureen Bacall, y ella le contestó: ``Pero yo soy mejor, soy de carne y hueso, ¿no se ha dado cuenta?'' Sin esperar respuesta, se sirvió un whisky con soda, como siempre hacía. ``¿Cómo puedes tomar ese brebaje? Sabe a medicina'', dijo él. ``Cuando sea ingeniero le va a coger el gusto y a olvidar sus horrendos Delaware Punch'', contestó Estrella con ese estilo colombiano de hablar de usted como signo de afecto, que tanto le gustaba. La dejó paladeando su copa, y subió para cambiarse y recoger su cesta de frontón. Cuando bajó listo para salir, ella se servía otro jaibol.

En el pequeño graderío había parientes y amigos de los contendientes. Estrella se instaló en la parte alta, lejos de las inevitables maldiciones y blasfemias en la cancha. El jugó con enjundia, orgulloso de sus habilidades y de saberse admirado. Con afán de impresionarla, se lució en los encestes altos contra la pared de ayuda, y en los rebotes de revés forzó la jugada para hacerla más espectacular, pero su presunción le costó el juego. Sudoroso, subió a las gradas y se sentó junto a Estrella. Cuando a su lado desenguantó la cesta, de pronto ella le tomó la mano recién liberada en las suyas, y mirándolo fijamente le dijo: ``No importa que pierdas, para mí eres el mejor.'' Su mirada y sus palabras lo estremecieron, pero no respondió porque en ese momento llegó su pareja de juego, y entablaron un alegato sobre sus errores. Cuando volvió a la cancha para otro partido, jugó en silencio, no gritó ``¡aire!, ¡voy!, ¡tuya!, ¡a dos!'', ni maldijo o rugió ``¡diooos!'', cuando la pelota daba en palo y no entraba a la cesta. Soltó pelotas fáciles, cometió pifias inverosímiles, y otra vez perdió porque su cerebro no descifró el chasquido cerámico de la pelota al golpear el frontis, aturdido por las palabras de Estrella y la respuesta que no supo darle.

Al terminar el juego, empapado en sudor, Estrella lo esperaba en la contracancha. Le secó amorosamente el rostro. ``¿Ves cómo no soy el mejor para nada?, soy peor con la cesta que con la regla de cálculo'', dijo él, fastidiado. Estrella le sacudió con cariño el pelo húmedo. ``Me tengo que ir, a las dos llega Rafa con el niño... ¿por qué nunca me visitas? Por lo menos llámame de vez en cuando'', dijo Estrella al despedirse. ``¿Para qué? No me atrevería a decirte lo que quiero...'', contestó. ``No sea tonto, si usted no se atreve, un día se lo voy a decir yo.''

Ese día había llegado, y ella respondía a su pregunta un viernes a las dos de la mañana: ``Quiero abrazarte, quiero que me abraces'', había dicho. ``Estaba soñando contigo cuando llamaste'', le había contestado él. ``Y yo te estoy soñando desde el domingo, toma un taxi, aquí te espero'', dijo ella. En susurros, él pidió que mejor se vieran por la tarde, porque dentro de unas horas presentaría el examen final de cálculo. ``En toda la semana no he estudiado, y tengo pavor de reprobar'', le dijo. ``Pues yo estoy reprobada en la vida por pensar en ti, y no me quejo.'' Con ganas de disuadirla, le dijo que no tenía dinero para un taxi, y le preguntó por el esposo. ``Mi esposo nunca está para mí, toma el taxi, aquí lo pago'', contestó como dándole una orden. Colgó el teléfono, se vistió en silencio, y al salir tomó de su buró la cartera donde tenía sus credenciales y una foto de su novia, y las cosas que por la noche sacaba de sus bolsillos: monedas sueltas, un tubo de pastillas de menta, las llaves, y una pluma Parker '51 de oro que unos días antes le había pedido prestada a su padre, para usarla como amuleto durante los exámenes. Se caló su maquinof contra el frío de noviembre, y para no hacer ruido al abrir la reja asegurada con cadena y candado, prefirió saltar como un ladrón el murete rematado de herrajes puntiagudos. Salió a la avenida Insurgentes en espera de un taxi, que a las dos y media era remoto que circulara hacia las residencias del sur. Reflexionando sobre el mágico contrapunto entre su sueño y el telefonazo, caminaba de prisa al borde de la avenida iluminada por arbotantes de fustes plateados. ``Quiero abrazarte, quiero que me abraces...'' ``Ven, te estoy esperando...'' La promesa resonaba en sus oídos, pero también le zumbaba en la cabeza una desazón desconocida.

Correspondido su amor, lamentó no haber sido él quien tomara la iniciativa en tantas ocasiones propicias en que ella había insinuado el camino. Como la tarde, meses antes, en que ella llegó de visita y lo encontró con dos amigos escuchando música de Paul Weston. No había nadie más en la casa, y se integró al grupo como si fuera una muchacha de diecisiete años. Mientras ellos bebían refrescos y discutían sobre el juego Atlante-Asturias, Estrella se preparó un jaibol y le dijo de pronto: ``¿Sigues bailando como oso húngaro? Ven, te voy a enseñar para que tu novia no meta el codo cuando te le pegues'', y ante la mirada azorada y el silencio de los jóvenes, lo levantó casi a rastras del sofá y lo sacó inopinadamente a bailar en la salita. Extasiado, sintió cómo Estrella se le repegaba al ritmo de la música. Le pareció flotar unido a su cuerpo; sentía la untuosidad de su vientre, la dureza de su pelvis, y aspiraba con fruición el aroma de su cuello. Las bromas cesaron cuando ambos entrecerraron los ojos y unieron sus mejillas. Al terminar ``It had to be you'', se separaron palpitantes y graves, y en silencio se sentaron juntos, ante la incomodidad de los amigos. No hablaba, sólo escuchaba la música y las respiraciones agitadas y el corazón batiéndole en el pecho. Estrella se levantó para cambiar de disco y los jóvenes, compungidos y cómplices, hicieron mutis y se despidieron.

Al quedarse solos ella permaneció de pie, con ganas de continuar bailando. ``No lo haces mal, te falta soltar la cintura'', le dijo, cuando afuera se escuchó el claxon del auto de sus padres. Pudo besarla, estrecharla, pedirle una cita en otro lugar,Êdecirle que le gustaba, que la deseaba desde que lo visitaba en el internado, pero sólo acertó a salir sin necesidad para abrir el portón del garage. ``¡Mamá, la prima Estrella te está esperando!'', fue el grito idiota que se le ocurrió para ocultar su cobardía.

-¿Qué pasó, joven, viene de casa de ``la Bandida''? -le preguntó el chofer cuando al fin abordó un taxi después de media hora de caminata.

-No, qué bandida ni qué nada, voy a ver a mi novia -se le ocurrió decir-. Lléveme a la calle de Fuego, en el Pedregal de San Angel -indicó.

-¿Al Pedregal?, pues qué novia tan fina, joven, allí hay pura gente de mucha lana, ¿no?

No contestó. Hubiera querido decir que no tenía dinero ni para pagar la dejada, menos para visitar prostíbulos famosos.

-Pues cuando todos terminan, usted empieza, joven; yo pensé que venía del ``bule'' de Insurgentes, allí están los cueros más buenotes de México. ¿Nunca ha ido? -intentó dialogar el taxista ante el silencio del pasajero.

Al llegar, le pidió pararse adelante y esperar unos minutos. ``Entonces que sean seis pesos en lugar de cinco, joven, y no se tarde... ya me cansé de tanto pecador, quiero irme a dormir'', dijo el hombre, entre amistoso y exigente.

La casa de Estrella estaba a oscuras; desde la acera buscó alguna luz a través del jardín, pero sólo había negrura y silencio. La silueta de la casa se vislumbraba más allá del follaje de los árboles. Serían más de las tres de la mañana, y se preguntó si se habría dormido esperándolo. ¿Y si al timbrar despertaban los sirvientes, qué diría? Tocó, suponiendo que Estrella esperaba esa señal, pero el silencio persistió. Volvió a timbrar largo, al fin el marido no estaba, pero nada, ni luz ni ruido alguno. Sintió un profundo malestar al recordar el examen de cálculo dentro de unas pocas horas. Cuando se maldecía por no haber sostenido con firmeza su propuesta de mejor encontrarse por la tarde, al fondo se abrió la puerta de la casa y Estrella apareció como un fantasma bajo el pórtico, envuelta en la bruma de un camisón blanco apenas visible en la lobreguez del jardín. Se alegró cuando la vio venir hacia la verja, pero le extrañó su aspecto: pálida y despeinada, desgarbada, descalza, sin entusiasmo alguno a la vista. El saludo apasionado que había imaginado era todo lo contrario de la actitud abúlica de la mujer que caminaba hacia él.

-Pensé que no venías, me quedé dormida en el sofá -le dijo, indolente.

-¿Cómo no iba a venir?, lo que pasa es que no hay taxis a estas horas -contestó, y le pidió los seis pesos para pagar la dejada.

-¿No traes dinero? -preguntó asombrada aún del otro lado de la reja-. Voy por la llave, espérame -agregó antes de que él pudiera recordarle su promesa de pagar el taxi, y con paso incierto regresó hacia la casa por el andador de piedras.

-¿Qué pasó, mi joven, no quiere la señorita ? Dígale que ya son siete pesos -dijo el taxista acercándose al ver la escena.

Estrella reapareció al rato, esta vez arrastrando con desgano unas pantuflas de borlitas y con un chal de lana sobre el camisón. ``Fíjate que no encontré plata, no fui al banco y no tengo ni un quinto. ¿Qué hacemos?''

El taxista se aproximó con cara de fastidio, y él prefirió encararlo con aire de complicidad. Le propuso dejarle en prenda su cartera con las credenciales, y al día siguiente pagarle el doble cuando se la devolviera en su casa.

-¿Credenciales...? ¡No, joven!, cómo se le ocurre, al rato ya es día de raya y tengo mucha chamba... Déjeme su reloj y entonces sí le creo... o que la señora me dé alguna prenda -dijo en tono agrio.

No tenía reloj; entonces recordó la pluma y la sacó. ``Mire'', le dijo, ``esta Parker '51 es de oro, vale más de trescientos pesos, se la dejo en prenda y mañana por la tarde pasa a mi casa y le pago lo dicho...''. El hombre cambió de actitud ante el áureo instrumento; lo tomó y le quitó el casquillo metálico, como sopesando la contundencia del oro antes de aceptar la transacción, y luego, con la misma pluma, apuntó en la palma de su mano los datos que él le dio. ``Bueno, joven, provecho con la señorita, ya ni la amuela, no prestarle siete míseros pesos con esa casota... a'i nos vemos mañana'', dijo al arrancar. Encorvada por el frío, Estrella observaba el trato desde la verja; cuando caminaban hacia el interior, preguntó cómo se habían arreglado. ``Le dejé la Parker de mi papá, mañana me la lleva y le pago... a ver cómo consigo dinero'', le informó, apesadumbrado. ``¡Eh Ave María!, no sea pendejo, esa estilográfica ya se perdió y su padre se va a volver una furia'', clamó ella con el acento y el estilo sudamericano, que esta vez no le pareció encantador sino abominable.

Entraron a la sala y ella prendió la luz. Se sorprendió por el desorden. Decenas de discos estaban tirados en la mullida alfombra blanca; en la mesa de centro había un cenicero con colillas, botellas vacías de agua mineral, y restos de comida; el largo cable del teléfono reptaba como una delgada serpiente entre almohadones y objetos regados por el piso. Una botella de Chivas Regal, casi agotada, le dio la primera clave; la segunda fue cuando Estrella le preguntó, arrastrando las palabras, si quería un trago, y sintió su aliento alcohólico. A su malestar se sumó el pendejo que le había espetado y seguía resonando en su cabeza. Sabía que en otros países esa palabra no tenía la significación que en México, y que su propia madre, coterránea de Estrella, la usaba a veces como una inflexión cariñosa, como diciéndole tonto o zonzo a alguien estimado; pero él había tomado la palabra en su verdadero sentido: tarado, torpe, estúpido; en suma, un verdadero pendejo. La palabra le ardía más que un insulto, porque mientras Estrella se servía el fondo del Chivas, comprendió que ella tenía razón: había cometido una pendejada emérita, y nunca recuperaría la pluma.

Estrella arrojó el chal al piso, y se le acercó untuosa. ``Quítese ese saco de leñador, no estamos en Alaska'', le dijo amorosamente, con la voz aguda que ya le había extrañado por teléfono. Lo abrazó con suavidad, y le bajó el cierre del maquinof. ``¿Por qué tan serio, no me va a dar un beso?'', y él percibió de nuevo ese hálito de alcohol y tabaco que no le conocía. Fue un beso largo, los dos de pie, con la boca abierta de ella frotándose contra sus labios. Por un instante recordó los besos de su novia, tan distintos del que estaba experimentando. Estrella se separó, fue hacia el apagador y cambió la cruda luz del candil central por la indirecta de la lámpara al lado del sofá. ``¿No me acompaña con un jaibolito? Va a ver que se siente mejor.'' De un armario sacó otra botella y le pidió que la abriera mientras iba a la cocina por agua mineral. Sentado en un sillón batallaba contra el sello, cuando ella apareció con el agua, se paró frente a él con las piernas abiertas en compás, y al contraluz de la lámpara, a la altura de su rostro, le vio la sombra del sexo a través de la seda del camisón. Sintió la urgencia del deseo en la contracción eléctrica de sus testículos, y en un instante se borraron sus miedos.

Estrella le preparó el primer whisky que iba a tomar en su vida, y dio el primer trago ante su sonrisa. ``¿Te gusta?'', preguntó ella. ``No, sabe a diablos.'' ``Pues los diablos hacen bien al cuerpo'', dijo riendo, y se sentó apretada a su lado, poniéndole las piernas sobre los muslos; chocó su vaso con el suyo, le dijo ``salucita'' y le preguntó si no iba a desvestirse. El se agachó para desatarse los tenis y de reojo la vio despojarse del negligé y tenderse en el sofá, teatralmente envuelta en el chal. Antes de ir hacia ella tomó su bebida a tragos largos, como si fuera una pócima. ``Despacito, cariño, las cosas de prisa no saben'', le dijo.

A pesar del mareo, no perdió el sentido de la realidad, tan distinta de sus ilusiones. Era más delgada de lo imaginado. Ahora comprendía su estilo de vestir con faldas plisadas, camisas anchas, pantalones holgados, suéteres enormes. En su cintura sobresalían los huesos de la cadera, y relucía un vientre pálido y liso y el vellón castaño entre los muslos. Bajo la rala guedeja vio la abultada blancura del pubis, y cuando ella extendió una pierna hacia la alfombra, percibió un carnoso destello rosado. Se desvistió con lentitud y cierto asombro, incrédulo de estar a punto de consumar así de pronto su fantasía más tenaz, en la que había imaginado palabras ardientes, caricias, ternura, voces ahogadas, algo más que la actitud pasiva de Estrella, allí acostada como una estatua en espera, con su melena a lo Laureen Bacall convertida en una pelambrera revuelta. Pálida, sin carmín en los labios, sin colorete ni rimmel y con los párpados enrojecidos, sus ojos se veían pequeños y apagados.

Estrella giró hacia la lámpara, cubrió la pantalla con el chal y quedó desnuda en la penumbra; cuando él se quitó la última prenda y ella le tendió los brazos, otra vez recordó a su novia: la joven insípida no lo era tanto: en las pocas oportunidades posibles hablaban y se tocaban sin límite, y ella se prestaba emocionada a sus besos y cachondeos, que si bien no vencían los miedos de ambos para conducirlos a la consumación, a él lo hacían sentirse un seductor capaz de vencer las resistencias físicas y morales que ella oponía. Ahora, en cambio, sin el juego previo de las palabras y las caricias, se sentía un aprendiz sin saber por dónde empezar. Se hincó en la alfombra al lado de Estrella, buscó su boca, tomó sus pequeños senos de areola rosada y ella rodó con suavidad hacia la alfombra. ``No te muevas, no hagas ruido'', dijo ella, y antes de decirle cualquier cosa, se encontró desnudo y ansioso tendido junto al sofá. Con sedienta minuciosidad, ella le besó el cuerpo, mientras él le mesaba la cabellera y temblaba de placer. ``Quiero subirme en ti'', dijo Estrella, y sintió cómo se le sentaba a horcajadas sobre la cadera, y él entraba de golpe hasta el fondo y ella cabalgaba con vaivenes circulares. La fuerza del placer lo avasalló de inmediato. ``No, no, espera, no te vayas'', dijo Estrella con la cabeza y la cabellera abatidas, pero no pudo contenerse y se estremeció jalándola por la cintura y agitando la cabeza de un lado a otro. Mientras súbitas marejadas cálidas y eléctricas recorrían su cuerpo y licuaban cada célula de su piel, oyó de lejos cómo Estrella gemía y decía sin cesar ``no, no, no, espérate, no, no''. Se sintió inepto y torpe; años de deseo reducidos a unos segundos de placer, sin las escenas imaginadas tantas veces. Estrella se dejó caer sobre su pecho y le apoyó la mejilla en el hombro, pero él miraba el techo y pensaba en su padre preguntándole por la Parker, en el taxista cínico, en cómo llegaría a su casa. Sintió un súbito vacío en el tórax al recordar el examen insuperable a las ocho de la mañana...

Estrella se levantó, prendió un cigarro, y al retirar el chal de la lámpara, la sala se inundó de una luz ingrata. ``No pude aguantarme, otro día será, pero no aquí'', murmuró él. ``No te preocupes, ¿quieres otro trago?'', dijo ella, y se llenó de nuevo el vaso. ``No, gracias, no me gustó...'' Sin contestar, Estrella se dirigió a la planta alta con su copa en la mano. ``Voy a ver al niño, mejor vístete antes de que despierte.'' Más que pena, sentía irritación; todo había sido tan distinto a sus fantasías, que el choque con la realidad profundizó su malestar. Terminó de vestirse. Observó el desorden circundante, la profusión de bibelots, la alfombra cubierta de despojos, el camisón arrugado contra el sofá. Fue al baño de visitas, se lavó manos y cara, y al peinarse se miró sin orgullo en el espejo y sintió el deseo urgente de salir de allí cuanto antes.

Miraba por el ventanal las siluetas de los autos entre las sombras del jardín, cuando Estrella bajó cubierta con una bata de lana. ``Es mejor que te vayas, el niño está despierto y a las seis se levanta la criada'', dijo acomodándole el cuello de la chamarra, con afecto que a él le pareció falso. Lo tomó del brazo y lo condujo hacia la puerta. Pensó en el regreso; ella sabía que no tenía dinero para un taxi, y nada decía. De nuevo recordó la pluma y sintió cólera y desazón. ``No salgas, hace frío y estás descalza'', dijo él al abrir la puerta, y bajo el dintel de cantera se dieron un familiar beso de despedida.

Al trasponer la verja y salir al frío de la madrugada, metió las manos en las bolsas e inició su larga caminata. Palpó el tubo de pastillas, la cartera, las monedas sueltas. Embistió la noche con paso decidido y calculó que tardaría una hora en llegar a la avenida donde a las seis pasaban los primeros camiones. Quería llegar a su casa antes de que despertaran sus padres, entrar en silencio y aparentar que se levantaba, como todos los días, para ir a la facultad. Después desayunaría y buscaría algún amigo con quien pasar la mañana, o tal vez llamaría a su novia, porque necesitaba contarle a alguien su decisión de no presentar el examen de cálculo. Recordó con exactitud y congoja el nombre de su padre grabado con fina letra itálica sobre la Parker '51... ya llegaría el momento de hablar seriamente con él, de decirle que las derivadas y los logaritmos y la ingeniería le importaban un carajo. Sacó el tubo de mentas, tomó una y empezó a disolverla en la boca mientras caminaba hacia el amanecer inminente.