La Jornada Semanal, 30 de abril de 2000



Fabrizio Mejía Madrid

TIEMPO FUERA

Viaje alrededor de mi padre (II)

Combate a balazos

Es de entrada curioso que el creador de la gimnasia (1793), J.F.C. Guts Muth se haya referido a los ``guerreros indios de América'', junto a los atletas griegos, como ``castos, puros, capaces, valerosos, verdaderos, y listos para tomar las armas''. Con él se da la militarización de la masculinidad: que el hombre verdadero, para serlo, debe defender un ideal que lo trascienda. De un golpe se traslada la perseverancia de alguien haciendo cien abdominales diarias hacia él mismo defendiendo a la Patria. Con la gimnasia, por primera vez se unen en una política del Estado dos asuntos separados: la fuerza a punto de desplegarse y un tipo de educación que exigía la ``temeridad del hombre contra sí mismo'', en otras palabras, la autocontención. Esta unión algo forzada (¿por qué alguien que levanta pesas es, también, un patriota?) hace surgir un estereotipo masculino forjado en un periodo de revoluciones y guerras. El heroísmo como muerte sacrificial se asoció a todos los hombres -no sólo a los elegidos entre ellos- y la disciplina que buscó alimentar a los ejércitos patrióticos se transformó en gimnasia escolar. Por una verdadera pirueta, el sacrificio y la disciplina terminaron encarnando un ideal de libertad: ser hombre y ser libre fueron la misma cosa mientras se encontraran en un cuerpo listo para el combate con una mente blanqueada por las consignas. A principios del siglo XX, el bulto inexpresivo traía una metralleta con sólo dos balas: morir o ser libre.

Y en ese punto hace su entrada la estampida de un solo hombre: Pancho Villa. Tendré que pelear con él aunque podría ser cualquier otro héroe militar. (¿Es Villa más bestialmente viril que Zapata por atacar Columbus?) Lo indispensable es que sus posturas, gestos y frases exhiben la masculinidad de la defensaÊde un territorio propio; no es propiamente viril el desplazado, el que no tiene lugar propio (los judíos) o el que se muere defendiéndose con palabras (Madero). No, lo que hace a Villa parte de la historia de la ausencia es que no es una víctima. Todo lo contrario: en el imaginario de la posrevolución, los caudillos a caballo se presentan como triunfantes sobre una sociedad decadente cuyas élites viven en el exilio aun antes de embarcarse a París. El vigor juvenil del lado de los caudillos revolucionarios impedirá que la apariencia senil de Carranza le merezca un sitio en el Panteón Masculino. Lo auténtico es instintivo y lo que encarnan las imágenes de Villa es siempre la redundancia del poder de la voluntad. Tolerar el dolor sin hacer gestos se convierte en una masculinidad de quijada apretada y en la construcción de un sujeto al servicio de la guerra. Al igual que en la primera guerra mundial, en la Revolución mexicana (la guerra civil de verdad, es decir, la que ocurre en el cine), la visión del combate a balazos depende de la camaradería entre compañeros de trinchera: hay que cumplir con un deber, afrontar las demandas de una situación dada y vencer al enemigo. De pronto hay excesos de ausencia: Fierro fusilando hasta que el dedo se le agarrota en el gatillo, cediendo a las tentaciones de la ejecución sumaria o de la violación como quien enciende un cigarro sin darse cuenta. Se apagan las luces y una pistola gira en la oscuridad para dispararse al azar sobre alguno de ``la banda de camaradas que luchó y murió junta''. Una verdad más profunda que los ideales trascendentes se enunciará en la Bola Viril: el descubrimiento de la naturaleza guerrera de los hombres, la purificación por el callado dolor de ver al compañero muerto, el gozo de la fiesta de las balas. Las ganas de sacrificarse aguantando el dolor y el sufrimiento hacen de los combates terapias didácticas y demostraciones de masculinidad. Las mujeres que acompañan, las soldaderas, agregarán a la carga de simpatías que uno debe tener por los que sufren sin gestos, la figura de las María Félix terrosas que no sólo no ponen en cuestión la masculinidad normativa sino que se unen a ella con singular desenfado. Así, del otro lado de la masculinidad militarizada no están las mujeres -aun las princesitas aburguesadas son bravas-, sino los intelectuales desgarbados, narizones y con gafas; los barrigones ricos y afeminados (afrancesados) con piernas de pavo en las manos; los deformes. A la corte de cualquier revolucionario que se respete concurren, en el papel de divertimento, enanos y escritores. El contra-estereotipo del auténtico arrojo es, de igual manera, una presencia corporal que aparece cuando la batalla terminó, cuando el coñac fluye y los espejos se rompen: a solicitud del jefe son convocados los tipos cuyos cuerpos no trasminan la determinación del carácter, la fidelidad a la propia voluntad.

Pero acaso lo que Villa aporta a la imagen del hombre normativo viene del uso de las avionetas. El piloto, tras su novedad en la primera guerra mundial, se convierte en una encarnación de cierta nostalgia por la lucha caballeresca. Desde arriba, el piloto selecciona a vivos y muertos, hace piruetas con lo que queda del espíritu de la aventura riesgosa. El piloto no es el soldado cubierto de lodo de la trinchera, ciego y manco, sonriendo con lo que le queda de boca tras las bombas. Es el individuo en control de la tecnología, oportunista por su propio riesgo. Y quizás la imagen que inmortaliza el imaginario de Villa no sea la del caballerango polvoriento sino la del estratega riéndose de sus víctimas desde las alturas. Con ese acto Villa profetiza el alemanismo, antecede al industrial ventajoso y al político pasado de listo, a todo aquel que demuestra su virilidad saliéndose con la suya.