VENTANAS Ť Eduardo Galeano
La madre
Un hombre solo, prisionero del deseo, caminaba en la intemperie. Las suaves colinas del campo, no lejos de Montevideo, se hinchaban en perturbadoras curvas de pechugas o muslos. Paco miraba a lo alto, queriendo fugarse de la tentación carnal, pero allá arriba las nubes se movían de a pasitos, hamacándose, ofreciéndose, y también el cielo negaba paz a sus ojos.
La hermana de Paco, Victoria, dueña de la chacra, le había advertido:
-No. Guiso de gallina, no. Las gallinas no se tocan.
Pero Paco Espínola había estudiado a los griegos, y algo sabía de estas cosas del destino. Sus piernas caminaron hacia el territorio prohibido, y él, obediente, se dejó llevar.
Largo rato después, Victoria lo vio venir desde el galpón. A paso lento, Paco traía un bulto colgando de una mano. Era una gallina difunta. Victoria le salió al cruce, hecha una furia. Paco alzó una mano, pidiendo silencio, y contó la verdad.
El había entrado al galpón, en busca de sombra, cuando vio una gallina de plumaje rojizo. Le echó unos granos de maíz. La gallina se sirvió y dijo:
-Gracias.
Entonces, se acercó una gallina del color de la nieve, que también era bien educada y comió y agradeció.
-Pero después vino ésta -contó Paco, revoleando a la degollada. Paco le había ofrecido unos granitos y ella, sin tocarlos, había alzado la cresta. ''ƑTú no comes, querida?''. Y la gallina le había clavado sus ojos desafiantes y le había dicho: ''Andate a la puta madre que te parió''.
-šNuestra madre, Victoria! šNuestra madre! -gimió Paco, y abrazó a la hermana.
Ella comprendió.