La Jornada Semanal, 16 de abril del 2000



Gabriel Santander

Los demonios andan sueltos

En Algo más que periodistas, escrito por los españoles Félix Ortega y María Luisa Humanes, hay una insistencia vertebral en ver al periodismo de los últimos años como una máquina editora que convierte a muchos periodistas en una clase gobernante. Ciertos periodistas sustituyen a los intelectuales tradicionales y a los intelectuales comprometidos para arrogarse las funciones de intelectuales orgánicos de los medios de comunicación. Hay un periodismo aparatoso o de élite que busca el poder por el poder, desdoblamiento que en la ampliación de los medios acompaña al neoliberalismo mexicano. Basta con ver la rebatiña de poder que por un poco de cocaína querellan a la PGR y a TV Azteca. En lo sucesivo, el pueblo se llamará públicoÊy la política rating. Parece que el chayo y los agachados quedaron atrás, o se buscan de otras formas, sobre todo electrónicas. A menos que se habite en una torre de marfil sin electricidad, en la Ciudad de México uno está expuesto a leer, ver y escuchar a un ejército de columnistas, comentaristas, conductores y locutores que se mueven en el insomnio de un discurso politiquero que, fuera de contexto, parece un conjunto de contrasentidos ingeniosos. En esto, los medios electrónicos, cual tecnología industrial, se llevan la mejor plusvalía. El periodismo de contenido en la televisión comercial mexicana sufrió primero la carga del monopolio, y ahora sufre la política de ``mejor mi madre paralítica antes de bajar un punto el rating''.

TV Azteca, que lleva la impronta del nombre Salinas, no ha encontrado un lugar cómodo en lo que a periodismo en televisión se refiere. No tiene la buena o mala tradición y experiencia de Televisa, que ha forjado periodistas y, por otro lado, no se ha arriesgado con figuras más polémicas y al mismo tiempo mesuradas como Multivisión o CNI. Hace poco, TV Azteca presentó un programa especial muy promocionado: ``Caso Ruiz Massieu: Mitos y hechos.'' Este programa, cuyo guión, investigación y conducción estuvo a cargo de Lilly Téllez, mostró en buena medida las posibilidades y artificios de un programa de investigación en horario estelar.

La leyenda de los siete hermanos de Guerrero tiene, como sabemos, un final ominoso. Pocas veces los mexicanos hemos podido presenciar una tragedia nacional donde se mezclan cuñados, hermanos, cómplices oscuros y la clase política en pleno como protagonistas trágicos y, sobre todo, con las manos manchadas de sangre. Shakespeare puro, comentaron Krauze y Paz cuando Lomas Taurinas. En 1994, como si no bastara el levantamiento en Chiapas, los mexicanos vivimos la política como una fábula sangrienta. Ha pasado más de un lustro de ese trauma y todo parece estar como al principio. Pero nadie volverá a ser el mismo. El caso Ruiz Massieu hizo del guión de la realidad política un acertijo. El programa presentado por TV Azteca tuvo la iniciativa de barajar un firmamento psicológico como aproximación a los hechos y consecuencias del asesinato y suicidio de los hermanos Ruiz Massieu. Los especialistas nos tienen habituados a ver los sucesos políticos como independientes o más o menos ajenos al carácter y la personalidad individuales. Sobre los intereses que se entretejen en política es difícil subrayar las motivaciones sentimentales; sin embargo, en toda seudodemocracia, tales motivaciones cobran una vigencia grotesca. Y esto, volviendo al programa, que es digno de reflexión, termina con la impostura de la desinformación, disfrazada de comentarios e imágenes codificadas.

José Francisco Ruiz Massieu estuvo casado con Adriana Salinas de Gortari hasta su divorcio en 1976. El hijo pródigo de la familia guerrerense, extremadamente chaparro, nunca tuvo una buena relación con el hermano y fiscal de su crimen. Al tratar de transformar este dato en un elemento de periodismo de investigación, sus autores cedieron a la tentación usual de no ir más allá de un periodismo confesional. La incipiente partida psicológica se perdió, para dar paso a la tóxica murmuración. Es en estos casos cuando el público pierde su inocencia y reclama ver ``información'' cual si fuera sangre. En la audiencia mexicana hay un desánimo provocado por tratar con la verdad. Es más elocuente ver lo que no suele verse, que saber lo que no se sabe. Y los medios pretenden visualizar para, finalmente, proponer que la verdad no se dice, se edita. Este ``profesionalismo'' y esta manera de ``investigar'' estuvieron presentes en el programa referido, tanto como suelen estarlo en toda la línea periodística de TV Azteca y en los otros corporativos de la comunicación.

Este drama, cuyo eje es la corrupción y la desinformación, nos estimula a enunciar con morbo, evangelizados por un voyeurismo electrónico que pasa por ``la realidad'' o, mejor, por la hiperrealidad. Lo que en un principio fue un valioso análisis psicológico de los actores se transforma en la exposición de la suerte de personajes viles en un sistema movido por fuerzas oscuras. Ese maniqueísmo es exhibido de manera íntegra al televidente, al que no le importa saber quien mató a quien sino cómo lo mató. Esto pasó con el programa de Lilly Téllez, que además, calculadora, se guardó su última carta. La irrupción de la obscenidad es un registro que alguna vez perteneció a la pornografía, cuya exclusividad hoy disputan los programas informativos de la televisión. Jean Baudrillard lo vio con exactitud: ``El único fantasma en juego en el porno, si es que hay uno, no es el sexo, sino el de lo real, y su absorción en otra cosa distinta de lo real, en lo hiperreal. El voyeurismo del porno no es un voyeurismo sexual, sino un voyeurismo de la representación y de su pérdida, un vértigo de pérdida de la escena y de la irrupción de lo obscuro.''

Para ejemplificar lo anterior no hace falta sino haber visto casi completo este programa especial. Lilly Téllez, que ya había anunciado que el programa no era apto para menores, presenta la grabación de la tortura a Miguel Aguilar Treviño, asesino confeso del que fuera secretario general del PRI. No acabamos de escuchar la dulce voz de los victimarios de la pgr, cuando aparecen las fotos en la morgue del hermano suicida en New Jersey.

Menos de sesenta minutos bastan para terminar con el reino de la verdad y la realidad. Si en este transmitir confuso hacía falta algo, era la irrupción del morbo. Con tono de seriedad y objetividad alcanzamos el final de la emisión; la realidad quedó disuelta en imágenes que se complementan con el espectador mirón e invisible que ha pasado de un poder a otro sin darse cuenta. Como declaró el subprocurador suicida, los demonios andan sueltos y han triunfado.