La Jornada Semanal, 16 de abril del 2000



Fabrizio Mejía Madrid

TIEMPO FUERA

Abriendo grande

Envidio a la gente que declara: ``En una revista que leí en el consultorio del dentista me enteré que la mayoría de las inglesas tienen implantes en las tetas.'' ¿Cómo hacen para leer en la sala de espera del dentista con el ruidillo del taladrar de muelas? No sólo no logro leer sino que, cuando he intentado tomar alguna revista, el sudor de las manos la arruga inmediatamente y pasar las hojas significa un ``crac, crac'' que recuerda el romper de dientes. Para colmo, mi dentista es alguien a quien veo cada cinco o siete años desde la infancia. De hecho, era este dentista y no el pediatra el que medía mi estatura en una de estas bandas infantiles en las que el 1.20 va acompañado de un emperador romano con el dedo pulgar hacia abajo. Eso significa que cada vez que el dentista me ve, me propina la misma venganza: ``¿Quién es el señor Mejía?'' Entonces dejo de mirarme los zapatos y levanto la mirada fingiendo una sonrisa cordial. ``Ah, tú. La última vez que te vi no tenías barba. Aunque sí tenías el mismo tamaño.'' Risas de la audiencia. Y me hace esperar. He intentado todo para no escuchar los gritos guturales de la señora que siempre me precede: silbar, cantar ópera, taparme los oídos, tratar de imaginar que los gritos provienen de algún placer al que está siendo introducida. Pero nada resulta. La señora emerge convulsa, hinchada de dolor, mientras el dentista se lava las manos al fondo.

El reclinatorium de un dentista podría ser usado casi para cualquier tortura: si a uno lo acostaran boca abajo podrían practicarle un tacto de próstata; apoyado en las charolas giratorias está listo para el Papanicolau de rigor, y, completamente horizontal, quizás no tendrían que rogarle mucho para que contestara a la habitual petición: ``Háblame de tu madre, mamón.'' Hacia arriba, deslumbrado por la luz, el paciente es obligado a perder el respeto por sí mismo: con la boca abierta, una sonda jalando el cachete, la baba se acumula. Uno siente que se acumula y no sabe si tragarla o no, hasta que el dentista o su infaltable ayudante le diga a uno, vasito de plástico en mano: ``Puede escupir.'' Y uno siente que está vertiendo el Mar Rojo de una sola hebra. Entre que uno tiene metida la cabeza en el lavabo ése y que le proporcionan el único signo de dignidad tangible -un klínex- transcurren dos segundos en que el paciente parece un mongoloide con baba escurriendo por las comisuras de los labios. Lo sé. Mi dentista disfruta colocando espejos por todo el consultorio.

Entonces viene la hora del interrogatorio: ``¿Desde cuándo tienes esa muela del juicio infectada?'' Uno finge que es la primera noticia: ``No bromee, doctor, vengo a una simple limpieza.'' ``No, tienes una muela purulenta. ¿Te duele?'' Y medio segundo antes de que lo pregunte está pinchando un nervio con un aparato que sólo se ve en manos de un grabador de madera. Sabes que has perdido el conocimiento porque no alcanzaste a protestar por la abrupta irrupción de una aguja en la encía. Concentrado en el color verde de la puerta de junto (¿a dónde lleva? ¿Tiene ahí a los pacientes que se han muerto por la anestesia? ¿De dónde sacó la aguja? ¿Del parque de los heroinómanos?), no puedes ocultar las taquicardias, las sudaciones frías, la lucha interna entre el dolor y la demostración de entereza. El doctor te deja con los carrillos de par en par, mientras la anestesia te mata, y hace pasar a unos niños. Apenas puedo distinguirlos. ``Miren. Al señor Mejía le voy a sacar una muela y no le va a doler. ¿Verdad, señor Mejía?'', está prometiendo el dentista. Si los niños me quisieron mirar como a un héroe mitológico todo terminó cuando traté de contestar: ``Abg, ajh'', respondí aproximadamente y una hebra de baba se me congeló en el cachete.

Hizo falta más anestesia y supe lo que sienten las personas que reciben males dobles del tipo: se nos incendió la casa y luego murió la abuela. Es una resignación contundente, una soledad de golpe, una languidez de la voluntad que sólo espera que todo termine de una buena vez. ``Máteme, doctor'', quiero implorarle, pero, con unas pinzas de panadero, ataca: la primera, segunda, décima vez, jala, rota, resopla, se pone de pie, se inclina, rota, vuelve a jalar. Los niños corren hacia la puerta, llorando. Alcanzo a ver la sangre que gotea del empeine de la mano homicida. Tengo dos alternativas: matarlo a patadas o gritar. ``Vas a asustar a los niños'', alcanzo a oír que el dentista dice al fondo. Me quedo callado al escuchar el ruido. Es como si jalaran una planta. Ya saben: el ruido de las raíces arrancadas. Cruje. Mi encía cruje.

Pago. Pierdo un minuto de mi vida para siempre: el de la salida del consultorio. Hasta que estoy en la acera comprendo: 400 pesos por martirizarme. Trastabillo por ahí, todavía con un riesgo de paro cardiaco, sintiendoÊla cara deforme. Al traspasar la puerta de entrada mido la distancia: mi cara no pasará bien librada si voy de canto; rebotará la mejilla contra la puerta del ascensor que se abre si no me pongo de perfil. Muerdo la gasa que me han dejado ahí. Puedo imaginarla empapada en mi sangre. ¿Coagulará? ¿Y si se me queda pegada la gasa a la encía por el resto de mis días? ¿Parte de mí, agregado no considerado en mi código genético? Se abren las puertas del elevador. Veo mi reflejo en un espejo. Lo peor es que no parece que tuviera una cara de dos por dos. No dejaré que cometan el crimen perfecto. La secretaria del dentista me mira entrar de nuevo con cara de ``¿se le olvidó algo?'' Desenrollo la lengua con algunos problemas, pero lográndolo con relativa claridad, le ordeno:

-Deme mi diente.

Dos o tres salivazos van directo a la cara de la diligente secretaria.