DOMINGO 16 DE ABRIL DE 2000
La choza
del indio
Enrique SEMO
Comparadas con los barrios clasemedieros de las ciudades, las aldeas y los ranchos indios eran miserables, pero en su vida cotidiana, sus habitantes no conocían las desigualdades y los contrastes lacerantes de los asentamientos mixtos
En los albores de nuestra
vida independiente, la nación mexicana no existía. En vez de una sola sociedad, es necesario hablar de varias sociedades conectadas por lazos económicos, religiosos y políticos, algunos de ellos bastante frágiles. Durante la lucha por la Independencia, las castas habían sido abolidas y muchos habitantes del inmenso país comenzaban a llamarse unos a otros con el nombre de "americanos". Pero muy pocos entre ellos, incluyendo a la mayoría de los insurgentes, se sentían mexicanos.
El censo oficial de 1842 registra 7 millones 15 mil 509 habitantes, de los cuales dos tercios, unos 4 millones, eran indios. Aun cuando todos ellos tienen rasgos comunes, la diversidad en condiciones de vida, cultura, idioma e historia es inmensa. La variedad es aún más asombrosa si recordamos que hasta 1835, los territorios de la Alta California y Santa Fe de Nuevo México y Texas eran parte de él y que todavía hasta 1848, los dos primeros seguían siéndolo. šMayas, tarascos, nahuas, yaquis y comanches, todos comprendidos en el concepto-paraguas de "indios"!
Algunos de ellos vienen en la austeridad primitiva pero libre de los cazadores recolectores, los agricultores ocasionales y los pescadores primitivos. Pero la mayoría están articulados en una relación estrecha con los grupos dominantes de terratenientes, mineros y comerciantes. Es a ellos a quienes podemos llamar los pobres del país. No todos los pobres eran indios, pero la inmensa mayoría de los indios eran pobres.
Los pueblos indígenas que contaban con varios miles de habitantes tenían una plaza a cuyos costados se encontraban la iglesia, el cabildo, así como la cárcel, la escuela y la casa de la comunidad. En ella tenían lugar regularmente los mercados y las actividades sociales. La mayoría de sus habitantes hablaban español. En las aldeas más pequeñas, existía la plaza, pero sin iglesia ni escuela. En muchas de ellas escaseaba crónicamente el agua potable, que debía ser traída trabajosamente de pozos o ríos, a veces bastante alejados. Las rancherías más pequeñas no contaban con plaza, trazo regular o calles. En ellas, la mayoría de los indios no hablaban español y los contactos con el mundo de afuera eran esporádicos. Su organización era tribal y la autoridad era el alcalde. Los visitantes extranjeros aprendieron pronto, a sus expensas, que nada podían obtener si no era a través de él, que era el único contacto autorizado con el exterior. John L. Stevens (Incidents of Travel in Central América, Chiapas and Yucatan, 1841) visitó muchas de esas aldeas viajando en Chiapas y Yucatán. Describió en detalle la que él llamó el "rancho de Shawill", que estaba bajo la jurisdicción de Nochcacab, a pocas leguas de ahí. La tierra pertenecía hereditariamente a la comunidad y ésta consistía de cien adultos que labraban en común. El producto de su trabajo era compartido y las comidas eran preparadas en una choza, para todos los habitantes. Cada familia mandaba por su porción, lo que explica el espectáculo de numerosos niños y mujeres bajando por un camino con cazuelas de sopa caliente en sus manos que presenció extrañado el explorer estadunidense al llegar. No se admitía extranjeros y los habitantes de la comunidad practicaban la endogamia.
En tierra caliente, las chozas eran de cañas de carrizo, lodo y rastrojo, con un techo de hojas de palma de paja o de tule. En el lado de la entrada, el tejado era extendido para techar una especie de pórtico y en lugar de puerta se usaba una cortina tejida con materiales locales. No había ventanas, pero la ventilación era asegurada por las rendijas entre las cañas o un pequeño espacio entre las paredes y el techo que permitía el paso del aire y la luz. Algunas eran redondas y otras cuadradas. Las chozas constaban casi siempre de un solo cuarto y estaban rodeadas o cubiertas de macetas y plantas de vistosos colores. En la meseta central el material de construcción que predominaba eran los adobes, pero también se usaban las piedras y la madera. El techo eran plano y estaba construido sobre vigas con arcilla. A veces las casas estaban rodeadas de una cerca y protegidas por la sombra de varios árboles. En las montañas, los techos estaban cubiertos con tablillas (tejamaniles) sobre las cuales se colocaban pesadas piedras para evitar que el viento las volara. En las regiones en las que abundaban los magueyes, se usaban hojas de esas plantas para techar.
El piso era de tierra apisonada y el centro estaba ocupado por el fuego, rodeado de tres o cuatro piedras redondas, junto al cual había un metate y el comal de barro cocido para la elaboración de las tortillas. La mayoría no tenían mesas, sillas, bancas ni camas, sólo petates que durante el día se enrollaban. En Yucatán se usaba la hamaca para dormir o descansar. Los más acomodadas contaban con un altar, compuesto de una mesa y un nicho para el santo preferido. Rara vez había un crucifijo. Para comer, algunas vasijas, casi siempre de cerámica, y los jarros para el atole; nada de cucharas o tenedores, que eran sustituidos por la tortilla, manejada con destreza. El telar que usaban las mujeres y algunos sarapes eran descuidadamente amontonados en algún rincón. Colgados en las paredes, algunos utensilios de labranza como el azadón y la coa, unas pocas redes y cuerdas. En otro rincón, cuando no había troje, un montón de mazorcas completaba el escenario.
"En las chozas indias -escribe Ludivic Chamben, que visitó Chiapas- hay que tener mucho cuidado al caminar para no pisar a un perro, un gato, un indio o un cochinito de monte; éstos abundan como los gatos en las pinturas de los alegres cabaretes de Montmartre. Los bebes están siempre desnudos y casi todos padecen de lombrices, lo que los hace tener barrigas de capuchinos". Pero ese no era siempre el caso y muchos viajeros alaban la limpieza, el orden e incluso la belleza de algunas aldeas indias, por ejemplo, las tarascas.
Comparadas con los barrios clasemedieros de las ciudades, las aldeas y los ranchos indios eran miserables, pero en su vida cotidiana, sus habitantes no conocían las desigualdades y los contrastes lacerantes de los asentamientos mixtos. Llenos de carencias, los comuneros sólo asumían la desigualdad cuando salían de su mundo.*