La Jornada Semanal, 9 de abril del 2000
El campo claro precede al escondrijo
En que mantos de
estiércol
Ocultan montes de rubíes.
Yo no estimé lo encontrado,
menos aún lo que buscaba, ambos actos eran antifaces del tiempo, una
suerte de nata o cutícula que defiende a las canciones que nadie
memoriza, tampoco yo, ahíto de leyendas podridas por el
estupor. Tierra y cielo me son extranjeros, los oigo reñir en el filo
celestial que los reúne. El tiempo canta, la colmena canta o cree
hacerlo con zumbidos invariables. Un fuego perezoso enardece la lenta
penumbra. La mente humana digiere a la naturaleza más como pensamiento
que como sustancia viva. Yo no lamento éste ni otros sucesos sino la
inercia del trampolín que falsifica al vuelo, su sordo planeo de notas
que suenan más alto para averiguar lejanías cuando alguna meditación
asume la mayoría de edad. No lamento tampoco el encantamiento razonado
ni el embeleso vuelto perjurio, ni la altura benigna en que parece
hundirse un eco de civilizaciones estalladas. Nuestro Dios, quietud
amada, único Dios dueño del campo acotado para siembras mayores monta
en cólera sólo si una línea recta traspasa el aquí del ahora para
juntarlo con el más allá de los cuentos eternos que suscita charlas en
torno de la gran fogata planetaria, pues ahí el alma repudia toda casa
real que tenga dimensiones o muros. La luz flagela espectros hasta
dividirse en ausencias que puedan vestirnos con trajes enormes en que
una persona no se enrede al caminar, ni dé traspiés donde el pasado
pretende hundirnos. De cualquier manera no me asedian tampoco amenazas
ni maleficios. Sé que la luz goza de su casa eterna y yo gozo de la
mía que tiene muros y alas, nunca límite y hora de llegada. El astro
se revela en su feudo de oro. Si uno se deja matar pierde la piel,
abandona lo que busca, odia lo que encuentra. Y si hay ladrillos
frente a él se localiza la fisura y uno continúa su camino sin
estaciones.