La Jornada Semanal, 2 de abril del 2000



Héctor Toledano

el estado de las cosas

Yla vanguardia
llegó a Brooklyn

El primate fundamentalista don Jesse Helms, ``adalid de todas las causas hiperconservadoras de Estados Unidos'', aulló de furia y escándalo frente al Portafolio X de Robert Mapplethorpe y se lanzó contra el National Endowment for the Arts, institución que apoyaba al proyecto de exposición del gran fotógrafo muerto en 1989. El neoliberalismo reaganista ya planeaba acabar con el NEA, al que consideraba ``un remanente del funesto Welfare State''. El energúmeno senatorial logró la aprobación de una ley que exige a todos los proyectos pasar las ``pruebas de decencia'' para recibir algún apoyo de las instancias de gobierno. A raíz de estos horrores de la censura se inició una larga lucha entre los ``helmes'' y la libertad artística.

En 1989, cuando la prestigiada Galería Corcoran de Washington estaba por inaugurar una exposición del fotógrafo Robert Mapplethorpe que incluía varias piezas del perturbador ``Portafolio x'', compuesto entre otras cosas por explícitas imágenes de prácticas sadomasoquistas homosexuales, a alguien se le ocurrió irle con el chisme al senador Jesse Helms, adalid de todas las causas hiperconservadoras en Estados Unidos. Una vez que Helms y sus colegas echaron un vistazo al material de Mapplethorpe y cayeron en la cuenta de que la muestra se iba a llevar a cabo con el apoyo del National Endowment for the Arts (NEA, el equivalente al Fondo para la Cultura y las Artes), su furia no conoció límites. Para colmo, el caso se enredó con el de otro artista que también recibía apoyos del NEA, Andrés Serrano, quien por las mismas fechas se labraba su propio lugar en la historia del arte con una piadosa fotografía de un crucifijo sumergido en orina, elocuentemente titulada Piss Christ. El escándalo generó una polémica mayúscula, que si bien ayudó a consolidar la figura de Mapplethorpe para su entonces incipiente posteridad (acababa de morir de sida ese mismo año) y convirtió a Serrano en una celebridad instantánea, tuvo también otros efectos mucho menos regocijantes: el Congreso norteamericano desató una feroz campaña contra el NEA, que casi consigue hacerlo desaparecer por completo, y aprobó una ley que exige ``pruebas de decencia'' al trabajo de los artistas que reciben dinero del gobierno. Tras un largo derrotero legal, en 1998 la Suprema Corte confirmó parcialmente la constitucionalidad de dicha ley, con lo que quedó consagrado, para todo efecto práctico, el derecho de las autoridades a censurar lo que patrocinan.

A diez años justos de aquellas heroicas batallas, las cañoneras de la guerra cultural resuenan nuevamente con toda su potencia sobre el campo de batalla de las artes plásticas en Estados Unidos. Una curiosa mezcla de ambición política, astucia publicitaria y colmillo mercantil creó las condiciones para el estallido de esta nueva conflagración. Poco después, la manzana de la discordia fue una exposición en el Museo de Arte de Brooklyn en Nueva York: Sensation: Young British Artists from the Saatchi Collection. El título lo dice todo: se trata de una nueva generación de artistas británicos; se trata de la colección de Charles Saatchi, un magnate inglés de la publicidad que se ha convertido en el coleccionista más importante del Reino Unido; y se trata de espantar. Para que no quedara duda de su filo vanguardista, los organizadores consideraron prudente agregar en su publicidad una nota jocoseria tipo cajetilla de cigarros, donde se advierte que la exposición puede causar ``shock, vómito, confusión, pánico, euforia y ansiedad'' y se recomienda consultar al médico antes de asistir.

La exposición se había inaugurado originalmente dos años atrás, en Londres, donde también generó el escándalo de rigor y rompió récords de asistencia en la Royal Academy of Arts. Su arribo a Nueva York pudo haber transcurrido sin mayores complicaciones en cualquier otro momento, pero tuvo la (¿mala?) fortuna de aterrizar cuando el temible alcalde republicano de la ciudad, Rudy Giuliani, se preparaba para una difícil lucha electoral, nada menos que contra la primera dama Hillary Clinton, por un escaño en el senado federal. No cabe duda de que Giuliani vio burro y pensó en viaje. Dos semanas antes de la inauguración se declaró ``ofendido'' y ``asqueado'' después de haber visto el catálogo de la muestra y amenazó al museo con suspender el subsidio que le da la ciudad a menos que la exposición se cancelara. A partir de ese momento, el asunto se convirtió en noticia de primera plana en el New York Times.

Previsiblemente, la disputa siguió con fidelidad su guión arquetípico: tras un fallido intento de negociación, el museo se negó a cancelar la exposición e interpuso una demanda contra las autoridades por violaciones a las leyes que protegen la libertad de expresión. La ciudad respondió suspendiendo de inmediato su financiamiento a la institución e interponiendo demandas en las que acusa al museo de transgredir los términos del arrendamiento (la ciudad es propietaria del edificio) y de conspirar con la casa de subastas Christies' (patrocinadora de la exposición) y con el propio Saatchi para inflar los preciosÊde las obras. Del lado de Giuliani se alinearon rápidamente los grupos católicos, el clero local, los republicanos en general, así como los grupos religiosos y civiles conservadores. En el bando contrario, directores de museos, artistas, políticos demócratas (incluyendo a la propia Hillary y a su marido el Presidente), grupos de defensa de los derechos civiles y liberales en general manifestaron su condena a las tácticas autoritarias del alcalde.

La exposición está compuesta por alrededor de noventa piezas, pero las que invariablemente se mencionaron en críticas, declaraciones y reportajes fueron las de mayor potencial explosivo: los cadáveres de animales, completos o en rebanadas, suspendidos en tanques de formol, de Damien Hirst; un busto autorretrato, moldeado con su propia sangre congelada, de Marc Quinn; el retrato de una notoria infanticida inglesa hecho por Marcus Heavey; y, por supuesto, la pieza que desató la ira de Giuliani, ``La Santísima Virgen María'', del artista angloafricano Chris Ofili, una madonna naive de facciones africanas salpicada con estiércol de elefante y recortes de revistas pornográficas. Tales joyas relegaron a un segundo plano otras obras de la colección que, en un contexto distinto, también hubieran podido llevarse las palmas de la transgresión, pero cuyo contenido meramente sexual palidece en el ámbito de las primeras que son, sin duda, las ligas mayores de la gruesez.

El asunto genera inevitablemente una cierta sensación de déjá vu, sobre todo porque en esta ocasión el cinismo con el que los diferentes actores acometieron sus papeles se antoja bastante más obvio. Al oportunismo electorero del alcalde correspondió, por parte del museo, un espíritu de provocación gratuita. Aun dentro de los parámetros francamente esotéricos con que se define el valor artístico en nuestros tiempos, resultó difícil para sus directivos presentar una defensa articulada de los méritos culturales de la exhibición. Su propia publicidad de circo de fenómenos fue el mejor argumento para quienes los acusaron de ser una camarilla insensible, dispuesta a pisotear las creencias de la gente con tal de mantenerse al día con las últimas tendencias de un vanguardismo indescifrable.

Claro que visto bajo la óptica del cinismo, el asunto, lejos de ser un problema, fue una mina de oportunidades para los involucrados. No en balde había detrás un maestro en el arte de manipular a la opinión pública, como Saatchi, cuya firma creó la campaña de publicidad que llevó al poder a Margaret Thatcher en Inglaterra a finales de los años setenta. El escándalo le ha dado a Giuliani una causa para consolidar sus credenciales conservadoras frente al electorado; y a sus contrincantes políticos la oportunidad de hacer lo mismo dentro de su propia posición en el espectro ideológico; también ha vuelto figura de primera línea a un museo marginal que vive perpetuamente a la sombra de sus hermanos mayores en la capital cultural del mundo; y last but not least, aumentó la visibilidad de los artistas incluidos y el precio de sus obras, de las cuales Saatchi cuenta con un acervo considerable.

Más allá del estira y afloja de los principales protagonistas y de sus pequeñas historias de arbitrariedad o de codicia, Sensation... y su secuela de conflictos es el fruto inevitable de una sociedad en la que, para sobrevivir, todo tiende a convertirse en espectáculo. En el caso de las artes plásticas, el escándalo se ha revelado como uno de los pocos recursos a su alcance para acceder a espacios cada vez más restringidos de visibilidad. Y como a fuerza de repetirse la efectividad del mecanismo se desgasta, la radicalización en el tono de las transgresiones aparece como una consecuencia inevitable. A pesar de ser un excelente vehículo promocional, la fórmula provocación-censura no está libre de costos, aunque éstos no recaigan habitualmente en quienes la ponen en marcha. Si bien es cierto que las encuestas señalan que la mayoría de la población local no se oponía a que la exposición se realizara, es probable que tampoco se opusiera, llegado el caso, a que se eliminaran los subsidios que la hicieron posible.

Basta considerar el triste capítulo de nuestro propio Museo de Arte Moderno en 1990 para darse cuenta de que en muchas sociedades existe un acentuado resentimiento antiintelectual que no requiere de mayores provocaciones para manifestarse. Entre mayor es la distancia entre los artistas y el grueso de la sociedad, mayor es su dependencia de la buena voluntad de las autoridades. Resulta ingenuo suponer que una relación de este tipo pueda darse por completo al margen de la política. Cuando los nazis lanzaron su cruzada a muerte contra lo que llamaban ``arte degenerado'', lo primero que hicieron fue exhibir en forma masiva la obra de los principales artistas de vanguardia. Lejos de ocultar el trabajo de quienes consideraban parásitos antisociales, se dieron a la tarea de que el público lo conociera. Calcularon que la mayor parte de la gente coincidiría con ellos sobre la conveniencia de eliminarlo. Claro que para obtener el efecto deseado crearon un contexto sensacionalista que predisponía a la descalificación. Es posible que hasta le hayan advertido a los espectadores que algunas de las obras los harían vomitar.

A final de cuentas, sin embargo, lo que en realidad llama la atención del caso Sensation es su pobreza como espectáculo sociocultural: la ínfima densidad de sus personajes, los burdos resortes de su trama y su desenlace convencional. Considerando la poca imaginación de la puesta en escena, es inevitable concluir que acaso estamos abordando el problema desde el ángulo equivocado. Más que un momento definitorio en la historia de los conflictos entre la libertad de creación y los prejuicios de la moral pública, la relevancia de la exposición podría radicar en que se trata de un episodio ilustrativo de cómo el mundo de la plástica ha ido cediendo sus espacios de expresión a una caravana de saltimbanquis, faquires, fetiches, prodigios y monstruos. Tal vez algún día los historiadores del arte nos expliquen cómo fue que las cosas resultaron así.