La Jornada Semanal, 26 de marzo del 2000


Del Rolex al Casio, del Cartier al Haste, del Nivada al Timex, pocos objetos tan emblemáticos del siglo que se va -o que se fue- como el que se ha encargado de medir el paso de los segundos, los minutos, las horas y los días casi desde el inicio de la vigésima centuria. El reloj pulsera, que sirve lo mismo para saber la hora que para quedar bien con un legislador (si se trata de un Rolex, por supuesto), reúne a la perfección el sentido de lo práctico con el deseo de llevar puesto un objeto que no sólo funciona para verlo sino también para ser visto.

La calle de Ródano, en Ginebra, es a la relojería helvética lo que la plaza Vendome a la joyería parisina: un showroom permanente y una especie de lugar santo, aun cuando se haya mandado recortar un pedazo de acera frente a las casas más arrogantes. Sin embargo, un tanto apartada y a la sombra de la antigua ciudad, se encuentra la boutique de madera rubia del reloj suizo por antonomasia, el Rolex, que ha dado las horas del siglo como ninguna otra marca lo ha hecho.

A principios de 1900, la idea de llevar el tiempo en el extremo del brazo izquierdo era todavía una idea novedosa. La historia recuerda como primer pedido a Cartier, en 1904, el del aviador brasileño Santos Dumont, quien encargó un reloj que se pudiera llevar en la muñeca a fin de simplificar el pilotaje. Hans Wilsdorf, un joven bávaro establecido en Londres, y cuya vida entera fue una mezcla de imaginación técnica e intuición sociológica -de la que dan prueba los grandes empresarios-, hace muy rápido una apuesta que da pie a la burla: el reloj de bolsillo vive sus últimas horas. Una vez que se ha hecho este movimiento, y que se ha inventado el nombre de Rolex, que camina bien en todos los idiomas, el curso de las cosas se va encadenando con una lógica implacable.

Primera conquista: la precisión. Dado que la precisión de muchos relojes que se producían entonces era problemática, el juicio de los organismos oficiales tenía mucho prestigio, especialmente el del observatorio de Kew, en Gran Bretaña, que por primera vez da, en 1914, su visto bueno a un reloj pulsera. ¿Cuál? Ya desde entonces es un Rolex. Segunda conquista: la impermeabilidad. Si se lleva al aire libre, y ya no en el bolsillo, un reloj sufre la agresión del aire, la humedad y el polvo. Wilsdorf saca en 1926 la primera caja de reloj estrictamente impermeable, a la que bautiza Oyster (``ostra'', en inglés) y que es aún hoy el emblema de la marca. Tercera conquista: el automatismo. Puesto que esta prótesis mejorada no abandonará ya nunca más el brazo de su propietario, y sobre todo porque la pequeña perilla a la que damos vuelta con el pulgar y el índice es enemiga de una buena impermeabilidad, no le queda otra que desembarazarse de la cuerda manual. Rolex inventa en 1931 el primer mecanismo que logra esto eficazmente, gracias a un rotor ``perpetuo'' que aventaja a los pocos sistemas existentes en ese momento (y en el que se inspiran todos los mecanismos automáticos producidos a partir de entonces). A esto hay que agregar algunos hallazgos: el reloj pulsera Inox, fuerte e higiénico, y el fechador con la famosa lupa en forma de burbuja puesta a las tres.

Impermeable a los 1,220 metros

Pero la inventiva de Wilsdorf abarcaba tanto el hacer-saber como el saber-hacer. Para lanzar su caja de reloj Oyster, se le ocurre sujetarla a la muñeca de Mercedes Gleitze, una de las primeras mujeres que atravesó a nado el Canal de la Mancha. Wilsdorf se hace publicidad en la primera plana del Daily Mail para dar a conocer su invención, y sugiere a sus difusores que presenten el Rolex en vitrina dentro de un acuario en compañía de algunos peces rojos... ¿Simple fanfarronada publicitaria? No realmente: Rolex se adhería de este modo a los movimientos tectónicos del siglo, pues además del gusto por la técnica y las proezas deportivas, había que contar con la feminización (de hecho, las mujeres se aliaron al reloj pulsera en contra del machismo exclusivo del reloj de bolsillo). Otro golpe célebre de Wilsdorf: uno de sus relojes se fija al batiscafo de Auguste Picard, el afamado inventor suizo, y navega con él en el fondo de la fosa de las Marianas, a casi once mil metros bajo la superficie (el récord sigue vigente). No es sino una proeza gratuita: desde 1953, Rolex produce un modelo impermeable a cien metros de profundidad, y su catálogo incluye a la fecha un reloj garantizado impermeable ¡a los 1,220 metros!

Al contrario de la pretensión del ``mírame'' o la connotación de nuevo rico que algunos le atribuyen, un reloj Rolex es un concentrado de inventos pioneros, el hijo legítimo de los asiduos amores entre los tiempos modernos y la técnica. En todo caso, es así como la compañía ginebrina quiere hablar y hacer que se hable de ella. Cultiva de buena gana un purismo técnico que, sin llegar a denigrar a los colegas del Gotha relojero, no reconoce más que de dientes para afuera las cualidades propiamente relojeras de algunos de ellos. Es un sobreentendido que la mayor parte de las grandes firmas ginebrinas resalten la joyería, incluso la de moda, mientras que para Rolex, aun frente a un reloj incrustado con más piedras preciosas que las del cofre de un joyero de provincia, la verdadera riqueza es interior. Por lo demás, el catálogo propone ciertos modelos en versión platino, metal que, al menos para el profano, imita bastante bien el acero Inox, incluso si el artículo en cuestión es diez veces más caro. Y la publicidad de la marca traza desde hace décadas el mismo surco, lejos del ruido y asociando su imagen con las de personalidades excepcionales (y consensuales), de Karajan a Tiger Woods. Para decirlo simplemente, es el matrimonio de la excelencia con la excelencia.

Inmutable y cambiante

Un paseo rápido por los talleres de Rolex, en los funcionales y lujosos edificios que ofrecen una vista magnífica de la ciudad y su famoso surtidor, permite comprender la fabricación de esta excelencia. Igual que en otras industrias de calidad, el secreto es hacer como los demás... pero mucho mejor que los demás. Rolex no sólo ha conservado la costumbre de mandar a certificar sus movimientos al organismo oficial, el Control oficial suizo de cronómetros (al que la firma proporciona las tres cuartas partes de su volumen de trabajo), pese al sensible aumento de precios resultante, sino que multiplica los controles en cada fase del montaje. Una parte de los gastos de investigación y desarrollo se emplean, por lo demás, en el ajuste de las máquinas y sobre todo de los probadores, que permiten afinar cada vez mejor la detección de imperfecciones eventuales. Desde hace algún tiempo, la fabricación se hace en una atmósfera controlada, al igual que los microprocesadores, para evitar el polvo.

¿Es inmutable un Rolex? Ese es incluso uno de sus primeros argumentos de venta. En realidad, las mejoras, que se aceptan con una reticencia más que conservadora, no están ausentes, pero son invisibles: ¿quién sabrá que las especificaciones del acero (una de las pocas cosas que Rolex no produce, junto con el rubí en bruto) son cada vez más exigentes y que los lubricantes han mejorado su eficacia? De igual manera, la compañía no saca modelos nuevos más que a cuentagotas, y éstos no son en realidad sino variaciones de algunos grandes tipos establecidos desde hace décadas. Esta obstinación ha mostrado ser fructífera; la empresa le debe lo esencial de su prosperidad actual. En los años setenta, ante la proliferación del cuarzo y las compañías japonesas, las industrias relojeras suiza en particular y europea en general resintieron el golpe: decenas de miles de empleos perdidos y marcas moribundas o muertas. El PDG de Rolex, sucesor del Wilsdorf, le apostó a ser fiel al movimiento mecánico automático, que había hecho la reputación de su sociedad, y le puso mala cara al cuarzo moderno. Veinte años después, este golpe de póker retrógrado puede pasar por premonitorio. El cuarzo se volvió anodino tan rápidamente como se había difundido, su prodigiosa exactitud no asombra ya a nadie y se ha dado un movimiento de reflujo hacia el reloj mecánico, hacia la bella obra que Rolex había convertido en su nicho. Actualmente, la firma se ve tan próspera como la mayoría de sus clientes (los precios por los modelos cien por ciento de acero oscilan entre los doce y los diecinueve mil francos). Por desgracia, Rolex, que es una sociedad privada, propiedad de la fundación creada por Hans Wilsdorf, tiene sus números mejor guardados que un tesoro de guerra en un banco de Zurich: no pueden conocerse los activos ni las ganancias, y ni siquiera el número de relojes vendidos. En la tienda Rolex, los vendedores son un poco más platicadores, por lo menos sobre las grandes tendencias. Desde hace algunos años, está de moda el modelo cien por ciento de acero, por encima de los modelos en metales preciosos. Sin embargo, las señoras siguen prefiriendo las mezclas acero-oro amarillo, incluso con algunas piedras. Bajo el capricho de la moda, un modelo es a veces más apreciado que otro. En este momento, el cronógrafo Daytona es el que lleva las de ganar, a tal punto que uno debe apuntarse en una lista de espera para conseguir ciertos modelos.

Traducción de Marta Donís