La Jornada Semanal, 26 de marzo del 2000



Hugo Gutiérrez Vega

Luis Buñuel,
obsesiones de un espectador

En este trabajo se analiza la ``iconografía personal'' de Luis Buñuel, cineasta que ``golpea con la pericia de su ciego de Los olvidados (ese maestro de actores que fue Miguel Inclán), las cosas más sufridas y, por ende, más temidas por los miembros de la cultura judeocristiana''. Buñuel es un provocador convicto y confeso y sus cómplices -conscientes o inconscientes-, Kafka, Aragon, Breton, Dalí, Jung, Freud, comparten la responsabilidad de sus crímenes en contra de la respetabilidad burguesa. Para castigar tantas contravenciones se organizaron los ``guerrilleros de Santa Teresita del Niño Jesús''.

Para nuestro maestro EGR, que de esto sabe mucho más que yo

El autor de estas notas prefiere hablar en tercera persona, no para hacerse pasar por ingenioso (¿quién se va a meter a original en un país en el cual gran parte de los columnistas pelean consigo mismos para convertirse en ingeniosos profesionales?), sino para distanciarse del objeto de sus reflexiones y para evitar que los lectores, que no tienen la culpa de nada, se vean envueltos en las obsesiones que le produce la obra de Luis Buñuel. Y estas obsesiones no sólo se han apoderado del que está escribiendo (y que, por cierto, no es más que un espectador de cine, un diletante o, para hablar con menos vaguedad, un amante, un educando enamorado de su maestra, de su educadora sentimental que tuvo, tiene y tendrá forma de pantalla cinematográfica) sino que han repercutido en cineastas de las grandes medidas de Carlos Saura (pienso en el personaje femenino de Peppermint Frappé, tocando enloquecida los tambores de Calanda) y en todos los directores que han aprendido de Buñuel el uso de las metáforas y de los símbolos capaces de dar al lenguaje cinematográfico un alto contenido poético.

Es inútil, ni tan siquiera intentará despejarse la cabeza de todas esas obsesiones. Que se queden ahí y que el lector aporte las suyas. Un escrito sobre Buñuel debe ser, parafraseando a Carpentier, un ``concierto barroco'', un juego de espejos, un conjunto alucinante de cristalitos de caleidoscopio y, sobre todo, una obra de amor (no olvidar que estas obras no siempre son coherentes) y no un intento de aproximación científica. El que escribe no es cirujano, nada sabe de disecciones ni de autopsias, además está trabajando sobre una materia tan viva como la imagen fija en el celuloide de una Angela Molina, desnuda, con medias negras, expuesta ante unos orientales alelados en el tablado sevillano, o la figura de Silvia Pinal, hermoso demonio barbado, tentando al cenobita de la columna, o de Lilia Prado, cachonda, descotada (salvaje representación de lo vital), devorando la serpentina en el camión que une al carnaval con la muerte. En fin... el autor se propone zigzaguear por un caminito de jardín conventual, al igual que Francisco, el personaje de El y les propone recorrer ese camino zigzagueante no para encontrar una salida -la obra de arte es una ventana abierta, un cielo azul y al fondo, otra ventana y otro cielo azul y así hasta el infinito de todos los cielos y todas las ventanas- sino para acercarse a un trabajo de amor, valor, voluntad creadora y perfección formal que creció como un árbol, se llenó de frutos y nunca se tomó en serio.

Buñuel es un provocador. El mismo lo reconoce en sus ensayos ``Respuesta a un cuestionario surrealista sobre el amor'' y ``El surrealismo al servicio de la revolución'', publicados en 1929 y 1933, respectivamente. Buñuel no acepta el orden que establece los patrones de conducta característicos de la burguesía y no se apega a la ortodoxia segura y satisfecha de la iglesia que comanda la moral social de nuestro tiempo. Aún más, Buñuel manifiesta serias dudas sobre la indiscutible sabiduría del pasado histórico y pone en entredicho los valores que son piedra angular de un sistema basado en la familia autoritaria, el estado y las instancias sociales intermedias también autoritarias, como lógica continuación del signo inicial marcado por la familia patriarcal y por la represión de los impulsos naturales considerados como simples manifestaciones del instinto bestial que conspira contra las conductas recomendadas por la sabiduría acumulada por el hombre en los últimos dos siglos de historia. El reconocer la existencia concreta del inconsciente en los veinte fue una provocación plasmada en dos películas: Un perro andaluz y La edad de oro. Con toda la razón la ``prensa seria'' de Francia consideró que los surrealistas eran más peligrosos que los fascistas, coincidiendo así con la policía de París que permitió a los miembros de la ``Liga de Patriotas Franceses'' y de la ``Liga Antijudía'' sabotear la proyección de La edad de oro, película que terminó encerrada en las mazmorras de la censura. Estas dos películas, producto de la colaboración Dalí-Buñuel, ofendieron a los partidarios del discurso claro y lineal e hicieron crecer la ira de los defensores de un orden que no sólo se manifiesta en los terrenos de la política, sino que mete sus pulidas garras en todas las formas de expresión de lo humano.

Un perro andaluz sigue siendo provocador, sigue ladrando su discurso inconsciente y haciéndose pipí en el pedestal de la diosa razón. El viejo Jung presidía en la sombra esa orgía de imágenes por las que se expresaba libremente el inconsciente hasta reventar como el globo del ojo cortado por la impecable navaja del barbero. Los mitos -sueños colectivos- y los sueños individuales del realizador se enroscaban en vuelos improbables, en paseos por las paredes y el techo de la alcoba, en senos entrevistos por el ojo de una cerradura, en la invasión de insectos voraces que conquistan la palma de la mano. Buñuel niega el carácter poético de su obra y, según Durgnat, asegura que es, simple y llanamente, una apasionada apelación al asesinato. El autor no quiere hacer el papel de psicoanalista y, parapetado en una posición propia de la estética romántica, se limita a insistir en la carga subromántica que palpita en ese conjunto de imágenes oníricas, en esa representación fílmica del sueño del vuelo de la libertad, ese sueño que muchos miembros del grupo zoológico humano tienen muchas noches de verano, instalados en el sucedáneo del seno materno que es el colchón donde se intenta vivir lo que no se puede vivir en el resto de nuestra parcela de mundo.

Ado Kyrou insiste en el carácter de cuento de hadas de Un perro andaluz. Debe tener razón el surrealista. Los cuentos de hadas manifiestan obsesiones colectivas producidas por la reproducción constante de pautas culturales y son puertas de escape de la casa de la razón, tal y como se entendía a esta majestuosa señora antes del advenimiento de ese otro gran provocador que fue Sigmund Freud. En realidad nunca estamos del todo solos, nos acompañan siempre las imágenes de la niñez, de la adolescencia y los seres que hemos dejado de ver. A veces, hasta los conocidos exclusivamente en la realidad del sueño. Un perro andaluz comienza con las palabras ``Erase una vez...'' y los suspensivos se alargan para dar paso al cúmulo de sueños, de nubes, de deseos, de obsesiones vistas y concebidas en la infancia. ¿Un llamado al asesinato? ¿Un aullido por la libertad? ¿Un ensayo surrealista? El autor deja a los críticos rigurosos los extremos de la interpretación y se limita a recordar (recuerdo de recuerdos, el hombre recordando lo que recordaba del juego borgiano) el cuento y los sueños que marcaron un momento de su propio sueño.

¿Cómo poner en palabras lo que pertenece en exclusiva al mundo de la imagen? Es difícil, pero vale la pena intentarlo. Desde el ojo cortado hasta los amantes enterrados en la arena, la película fatiga los niveles del sueño y busca, sin apostillas moralizantes, afirmar el valor de lo humano y lo antinatural de una cultura represora de la expresión del hombre. Por eso Buñuel es un provocador convicto y confeso y sus cómplices -conscientes o inconscientes-, Kafka, Aragon, Breton, Dalí, Jung, Freud, comparten la responsabilidad de este crimen en contra del buen gusto y de la decencia, dioses tutelares de una época defensora de la idea de que el hombre y la mujer carecen de orificios y sus cuerpos terminan en la cintura. Todo lo demás pertenece al mundo que ha perdido su ``honesto nombre''.

Y, de nuevo, la provocación (Dalí se arrepintió de sus pecados y los echó sobre las duras espaldas aragonesas de Buñuel) en el cortejo de huesos de obispo cubiertos con capas pluviales de La edad de oro. El monaguillo ya joven recuerda su infancia y al levantarse del excusado ve salir volando al ángel de la caca (si todo tiene un ángel, el que habla no ve la razón de que la caca no tenga su ángel y se pregunta si será un ángel plácido o un ángel iracundo). Los símbolos de la edad de oro se suceden en las ventanas ruinosas, las cornisas descascaradas y el cuento obsesivo de los guerrilleros del desierto. Aquí el discurso surrealista coloca bombas en los mismos cimientos de lo burocrático sacralizado y una infancia vejada, torturada, vomita sus recuerdos enfermos en un excusado sin desague, colocado sobre las cabezas de los espectadores iracundos o perplejos. Aquí no hay concesiones, ni deseo de agradar, ni voluntad de épater le bourgois. La edad de oro es, como Los olvidados, la pura desnudez, la sinceridad más impúdica, el discurso infantil más cargado de malicia y de rencor natural. Buñuel golpea con la pericia de su ciego de Los olvidados, las cosas más sufridas y, por ende, más temidas por los miembros de la cultura judeocristiana. Sus símbolos, que pertenecen a su ser irreductible porque él los ha soñado, porque han sido el tema recurrente de sus obsesiones, también son nuestros, son de los que pasamos por una infancia llena de miedos (recuerdo al niño muerto de miedo en el juego siniestramente real del cuento de Greene) y llevamos, tal vez por el resto de nuestras vidas, esas marcas de fuego por todo el cuerpo, las hondas cicatrices de la humillación, el rescoldo de nuestra súplica de compasión.

Es claro que el tema del amor preside la mayor parte de las metáforas de La edad de oro. El abrazo del pantano, al margen de las muchas interpretaciones psicoanalíticas que se han intentado, nos muestra a Gastón Modot y a Lía Lys enlazados y gimientes. Más tarde, en otras imágenes de la película, el juego amoroso se repetirá hasta alcanzar su perfección.

Muchos símbolos de La edad de oro -y fundamentalmente el propósito de enfrentarse a los fetiches que marcan la vida y menoscaban la libertad- se repetirán a lo largo de toda su obra cinematográfica: el estruendo de los tambores; los mendigos -más víctimas dignas de compasión que seres de la iconografía pintoresca descrita por algunos analistas de la obra de Buñuel que persisten en nadar en aguas superficiales-; los incontables zapatos de todas las cataduras; los insectos, pequeños soldados de la naturaleza; los crucifijos, varales, incensarios y toda la ``parafernalia'' de la liturgia; montones de carne cruda e incontables ojos (Un perro andaluz) cortados, hundidos, reventados. Estos símbolos pertenecen a la iconografía personal del poeta y, al mismo tiempo, pertenecen a toda una cultura, a un sistema de producción, a una moral social que, por muchos años, ha regido las vidas individuales.

Es difícil hablar de las primeras películas hechas por Buñuel en México. Sólo en raros momentos se descubren chispazos poéticos o aparecen, apenas insinuadas, las figuras de su iconografía. Esto sucede con algunos de los grandes novelistas cuando nos acercamos a sus obras menores o a las no exclusivamente realizadas con la motivación del puro impulso creador. El autor de estas perplejas reflexiones no sabe ni quiere dictaminar si estasÊpelículas son obras menores sujetas a las presiones de una industria basada en la taquilla. No viene al caso dilucidar esta cuestión. El autor no es censor de la moral, ni catalogador de obras, ni repartidor de estrellitas de buena conducta o de orejas de burro. Además, como no se siente libre de culpas, recurre generalmente al autoescarnio para suspender los juicios y concitar la piedad. Así que abandona el tono justiciero tan utilizado por los tasadores de los arrogantes y pontificales Cahiers du Cinéma y se dedica a encontrar, guiado por Durgnat, Bauche, Kyrou y otros buenos buñuelistas, las presencias del lenguaje metafórico patentes en películas como Gran Casino, El gran Calavera, La hija del engaño, la terrible Abismos de pasión (el autor debe reconocer que Jorge Mistral despertó en él una serie de precisos instintos asesinos) y la ingeniosísima y enormemente mexicana en su atmósfera costumbrista La ilusión viaja en tranvía. Buñuel reconoce un solo momento válido en Gran Casino, película que giraba en torno a los entrecomillados prestigios de Negrete y la lacrimógena señora Lamarque. El Gran Calavera es, aunque los patrocinadores no se dieron cuenta, una burla, sobre todo en los diálogos (Raquel Rojas y Alcoriza son los autores del guión), de la retórica grandilocuente de la familia, el sacrosanto comercio, el trabajo esforzado y el espíritu de empresa. Muy pocos entendieron la burla. La mayoría se quedó en la anécdota, moderadamente ingeniosa, del comediógrafo Adolfo Torrado.

Subida al cielo es una película alucinante y anunciadora del despliegue de símbolos que hará Buñuel en sus siguientes películas. Para los mexicanos, esta farsa negra que va mucho más allá del neorrealismo y del cuadro de costumbres, es, posiblemente, la definitiva carta de naturalización del empatriado aragonés. Al autor de estos entusiasmos, Subida al cielo le produce un goce muy intenso y la sensación de vida sólo encontrable en ese paisaje de palmeras, autobuses de milagrería, ríos tumultuosos, choferes edípicos, pasajeros dotados, en su mayoría, de una paciencia verdaderamente ascética y de una irresponsable alegría del camino y de la espera.

Algún crítico despistado ha creído ver en Subida al cielo la remota presencia de la novela de Steinbeck, El ómnibus perdido. No hay tal. El guión de Juan de la Cabada, Manolo Altolaguirre y el mismo Buñuel nada tiene que ver con los personajes perdidos del mundo anglosajón. Subida al cielo es una gran metáfora de la vida como un viaje y el testimonio de un paisaje humano perdido en una suntuosa selva, los muslos jónicos de Lilia Prado, la cáscara de manzana en los labios entreabiertos por la invitación, el ataúd de la niña asesinada por la víbora, la fiesta, el entierro, la madre muerta. En este panorama de claroscuros encuentra la película su perfección narrativa, su discurso múltiple, lleno de las bifurcaciones que se juntan en lo alto del puerto de montaña llamado ``Subida al cielo''. El autor pide perdón por sus excesos debido al entusiasmo que le provoca esta película, calificada por algunos despistados como simple farsa lugareña. Tal vez, junto con Los olvidados, sea ésta la película de Buñuel más enraizada en el clima humano de México. Juan de la Cabada, conocedor de las cosas y de las almas tropicales, sin duda influyó en la manufactura de estos perfectos retratos de personas y en esta serie riquísima de naturaleza vívidas. Todos los momentos biológicos se muestran en esta película que trasciende lo meramente popular y va mucho más allá del puro folclore.

El matrimonio, la muerte de la madre, la celebración del complejo de Edipo a la que invita a los pasajeros del autobús el chofer jovial, comunicativo y sentimental; el deseo que hace florecer y llena de lianas, suntuosas hojas tropicales, flores exóticas y frutos de milagrería al autobús destartalado, la muerte, la espera, el viaje, la llegada, la alegría y la insatisfacción unidas -dicotomía constante- en la metáfora de la vida concebida como un viaje en un autobús con improbables condiciones de seguridad. Película sensual, irónica, llena de personajes caricaturescos que llevan dentro una resplandeciente carga de vida. Película que se desarrolla en un nivel consciente, pero que muestra el entrelazamiento de la realidad con el deseo, la vigilia con el sueño. El autor ve en Subida al cielo un anuncio, un antecedente, o, más bien, una premonición de Ese oscuro objeto del deseo. Y deja el tema, pues de lo contrario su entusiasmo personal lo llevaría a ocupar todo el territorio de estas líneas con los personajes, las situaciones, los sueños y la carne viva de Subida al cielo. Además, se extendería rindiendo homenaje a Lilia Prado y mostrando, en despliegue exhibicionista, las obsesiones sexuales que ocuparon parte de su vida, después de que la vio ofreciendo la umbilical, la genital, el espiral deseoso de la cáscara de manzana, alargándose frente a los ojos del lugareño recién casado con virtuosa lugareña, tentado por lujuriosa lugareña, olvidándose de todo frente a ``ese oscuro objeto del deseo''.

Con Los olvidados Buñuel mostró al mundo su infinita compasión por los niños humillados, vejados por la injusticia social. Dio, además, un testimonio implacable de la realidad y una afirmación de su postura frente a los problemas de la vida social. El guión de Buñuel y Alcoriza; la contenida, exacta fotografía de Figueroa; la discreta adaptación de la música de Pittaluga hecha por Rodolfo Halffter y las actuaciones de Stella Inda, Roberto Cobo, Alfonso Mejía y Miguel Inclán (uno de los grandes actores de carácter del cine mexicano); todos estos elementos se unieron para realizar una película en la que el genio de Buñuel circuló en completa libertad y las metáforas se enriquecieron con tal carga de vida que el resultado mezcló lirismo con denuncia, cine verdad con pura -y sustantivamente independiente- creación. A Buñuel no le entusiasma utilizar una gran cantidad de efectos musicales. La música en sus películas es un comentario irónico, una nota al margen que deja al espectador la libertad de aceptarla o de no tomarla en cuenta. Nunca es impositiva, efectista o chapucera, jamás se usa para subsanar las deficiencias del discurso fílmico. Importa decir esto antes de afirmar que Los olvidados es una especie de poema sinfónico, construido a base de formas musicales, al mismo tiempo libres y rigurosas. En el mundo del Confinamiento (recordemos Las Hurdes, el formidable documento estúpidamente censurado), los seres mueven su carga de humanidad derrotada y encuentran, a pesar de todo, la fuente de una exigua alegría y una especie de callada esperanza. La niña unta sus hermosas piernas con la leche de burra que el mendigo ciego -personaje puro de la picaresca- bebe ``porque es muy buena para la salud''. El instinto se abre con violencia en los muchachos humillados y todas las manifestaciones de la ``cultura de la pobreza'' se muestran sin tapujos, sin apostillas moralizantes, sin discursos pedagógicos repletos de buena voluntad y de exhibicionista espíritu caritativo. Pedro es castigado por todo y por todos. La humillación es su signo y en su alma se empoza una feroz violencia. La carne cocida que le es negada en la realidad, le es entregada en sueños por la madre-placenta que vuela por el cuarto con una masa de carne cruda entre las manos. Pedro es, también, la pureza ultrajada, la confianza traicionada, una especie de ángel suburbano que llega al asesinato empujado por una realidad más fuerte que su apetencia de vida, que su impulso natural hacia la bondad. En Los olvidados Buñuel contiene a Figueroa, el genial fotógrafo mexicano, y logra que retrate con precisión plástica ese cuadro de ``fuerzas biológicas ciegas'' al que se refiere Durgnat. El Jaibo es una criatura para la compasión, si tomamos en cuenta el pensamiento de Camus. Víctima y verdugo, hace las cosas porque no tiene más remedio que hacerlas. La compulsión, producto de la realidad social en que ha crecido, guía su camino y la voluntad de poder y de placer es su segunda naturaleza. Para los mexicanos, Los olvidados es una película dura, dolorosa. Nos hace pensar en nosotros mismos, en la dura realidad de un país marcado por contrastes abismales, un país lleno de posibilidades que hacen aún más humillante la condición de los desheredados. Porque nos puso y pone a pensar por encima del sentimentalismo que licua, por un momento, las buenas conciencias burguesas, Los olvidados es una película perturbadora, una obra maestra de la denuncia auténtica, aquella que es capaz de estrujar las fibras del pensamiento, sin tocar las temblequeantes cuerdas del sentimentalismo superficial.

Siempre el autor estuvo obsesionado por la presencia, el pulular, la vida y la muerte de los insectos y los animales pequeños en la obra de Buñuel. Piensa, de momento, en las hormigas de Un perro andaluz, en los escarabajos de Robinson Crusoe, en la mosca muerta en el martini y el ratón atrapado de Ese oscuro objeto del deseo. Leyó muchas opiniones de los exégetas buñuelianos, intentó comentar el tema con García Riera y, en alguna ocasión, casi se atrevió a llamar a Buñuel por teléfono para preguntárselo. ¿Hay en estas presencias un discurso ecológico?, ¿una advertencia sobre la fragilidad de la vida?, ¿un amor-odio, inspirado por la nostalgia de corte machadiano? No lo sabe el autor y prefiere no saberlo. Verá estas cosas con la misma candidez con que ha observado la cajita misteriosa que el japonés muestra a Sévérine, la masturbación bajo el féretro de utilería, los incontables zapatos de Viridiana, Diario de una recamarera y El, y los mendigos, enanos velazquianos, monstruos y seres de humanidad humillada de todas las películas. Forman parte de una corriente que fluye sin parar, son elementos esenciales de una iconografía comparable a la de Joyce, Dostoievski, Proust, Balzac, Maupassant y Galdós.

Sería tonto hablar de una etapa mexicana en la obra de Buñuel. La obra, su estilo, sus formas artísticas son las mismas en España, Estados Unidos, México y Francia. No fue Buñuel un paisajista y nunca se interesó mucho en los retratos realistas capaces de reflejar el contexto sociohistórico de sus películas. París y Sevilla son los escenarios de Ese oscuro objeto del deseo, como podrían haberlo sido Nueva York y Badajoz; Nazarín se desarrolla en un marco intemporal que se aproxima -sin que el autor dé datos precisos- a algún momento de la época revolucionaria mexicana; Los olvidados celebra sus ritos en un arrabal de la Ciudad de México que, en ese momento, representa a todos los arrabales del mundo; la burguesía de discreto encanto y su Angel exterminador pertenecen a cualquier país de la tierra o de la ``aldea global'', como diría McLuhan. En fin, el paisaje es secundario, aunque no deje de ser importante. Toledo es el mejor escenario posible para Tristana. Guanajuato es el marco ideal para que se mueva y agonice el Francisco de El; la zona tropical de México agrega fuerza y sentido a Subida al cielo, a Robinson Crusoe (ese Robinson cínico, arrogante, humano, demasiado humano, fiel al pensamiento de Defoe, pero más fiel a la concepción buñueliana), a La muerte en este jardín y a Los ambiciosos; el sur norteamericano es el único escenario posible para La joven; la provincia francesa (la de las novelas de Mauriac) enmarca el Diario de una recamarera, película basada en parte, como todas las películas de Buñuel, en la novela de Mirbeau. En fin, el autor piensa que la secuencia de la niña que arrastra una sábana por las calles abandonadas de una aldea víctima de la peste, encontró en México la atmósfera más apropiada para su culminación y que el sendero bordeado de árboles otoñales era el mejor de los marcos posibles para los sueños de la Sévérine de Belle de jour. Esto, tal vez, permita llegar a la conclusión de que, sin poner demasiado énfasis en ello, Buñuel siempre encuentra los escenarios adecuados para que se dé la atmósfera espiritual requerida por sus personajes.

Galdós ha entregado a Buñuel muchos temas enraizados en el ser de lo español. La ambigüedad del bien y la ambiguedad del mal, así como la locura de una bondad destructora, dan a Nazarín su tono trágico, produciendo en el espectador una constante impaciencia. El autor siente una gran ansiedad cada vez que se enfrenta al camino polvoriento recorrido por el cura de bondad implacable, sus histéricas sacerdotisas, el amable enano y la cuerda de delincuentes cervantinos que arrastran miserias, picardías y la inagotable maldad de los desventurados. ¿Quién entiende a ese ángel terrible y destructivo que es Nazarín? ¿Quién comprende los motivos de la moral que se olvida de los demás y se ejercita como un camino de perfección personal en el que sólo puede discurrir la propia persona? Nazarín impacienta, inquieta, molesta, disgusta y llena de compasión al autor de estas notas. Le debe a Buñuel muchos malos ratos y muchos momentos de goce. La ética surrealista de Buñuel, llevada a sus últimas y personales consecuencias, nos obliga a reconocer que lo importante es vivir. A este propósito debe supeditarse todo, hasta la misma obsesión creativa.

Resulta, para terminar, que el autor goza en el cine, llora cuando hay que llorar, se ríe estrepitosamente, acepta las reglas del juego del melodrama y de la comedia musical y se niega a aceptar cualquier forma de sacralización de una obra o de un cineasta, por la sencilla razón de que, si lo hiciera, dejaría de gozar y de hacer el papel de tonto, que es uno de los más bonitos que pueden hacerse en este mundo tan lleno de aquello que López Velarde llamaba ``las ineptitudes de la inepta cultura''. Sabe que detrás de ese gozo hay un trabajo abrumador, una buena carga de esfuerzo y la convicción de un grupo de gentes seguras de que el juego es una necesidad espiritual, una dimensión esencial de lo humano. Esto lo obliga a huir de la exégesis, a entrar con la mayor cautela en el terreno de las reflexiones sobre la obra de Buñuel. A un terreno tan delicado no se puede entrar dando zapatazos psicoanalíticos o interpretando caprichosamente todos los jugueteos de un autor que, frecuentemente, le guiña el ojo al espectador para tranquilizarlo o le tira de las fibras más sensibles para producirle un estado de tensión y de ansiedad. Los niños poetas del cine: Keaton, Langdom, Laurel y Hardy, Murnau, Lang, Renoir, Eisenstein, Buñuel y algunos más, nos están diciendo con sencillez socrática la frase de Alberti: ``Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos.''

Mucho dio Buñuel al cine mexicano y mucho recibió Buñuel del clima humano y de la espesa historia de este país contradictorio. Aquí funciona el secreto de los vasos comunicantes y se alza temblando la mano verde de André Breton.

Terminemos estas notas sobre las obsesiones de un espectador con cuatro imágenes, aparentemente contradictorias, pero llenas de posibilidades de síntesis: Francisco zigzagueando por el caminillo del convento; los corderos del sacrificio entrando a la iglesia sin salidas; Lilia Prado diciendo: ``Lo que quería ya lo tuve'' y el cenobita mirando el desierto desde la altura de su cuerpo-columna. Que estas cuatro imágenes hagan que se calle el que está escribiendo y permitan que siga hablando el cine de Buñuel para que todos los que lo vemos, sufrimos y gozamos pensemos que hay en los hombres muchas cosas capaces de provocar la sonrisa de los dioses. El autor pide perdón por esta efusión retórica y advierte que se la dictaron el agradecimiento y el mucho amor de espectador sentado a la mitad de la sala y desconsolado porque ya apareció la palabra FIN y ya comenzaron a encenderse las luces.