La Jornada Semanal, 26 de marzo del 2000
Entrevistado por
José de la Colina y Tomás Pérez Turrent, Luis Buñuel precisó el origen
de Los olvidados. Con otro español, el escritor Juan Larrea,
Buñuel propuso a Oscar Dancigers el argumento de una cinta comercial
que debía llamarse ¡Mi huerfanito, jefe! Y que ``trataba de un
chico vendedor de lotería''. El productor, alentado por el buen éxito
en taquilla de El gran calavera, la anterior película dirigida
por Buñuel, vio la posibilidad de hacer ``algo más serio. Una historia
sobre los niños de México''. Buñuel empezó a trabajar con Luis
Alcoriza, ``pero él tenía que cumplir con otro contrato'' y continuó
la redacción del argumento con Max Aub y Larrea. Además, ``los
diálogos los adaptó al modo del `bajo pueblo' mexicano Pedro de
Urdimalas, y por cierto con mucha fortuna''. Buñuel dijo no recordar
por qué sólo el nombre de Alcoriza, entre los mencionados, figuró en
los créditos de Los olvidados. Urdimalas no quiso incluir el
suyo porque una escena (no filmada, en definitiva) ofendía a España, a
``la Madre Patria'' (también parece que a Urdimalas, colaborador de
Ismael Rodríguez en Nosotros los pobres y Ustedes los ricos,
Los olvidados le pareció denigrante, o algo así).
Inactivo por bastante tiempo, Buñuel se dedicó a recorrer durante seis meses ``los bajos fondos de la Ciudad de México, acompañado primero por Alcoriza y luego por Edward Fitzgerald'', el escenógrafo canadiense. Caminó por ``Nonoalco, la plaza de Romita, una ciudad perdida de Tacubaya'', lugares que ``luego salieron en la película''; algunos ``ni siquiera existen ya''. La cinta, según De la Colina, debía titularse La manzana podrida (Buñuel no recordó eso), y el director no se interesó por tratar en ella el tema de la ``reeducación de los menores''.
[...] Lo primero que se lee, se ve y se oye en Los olvidados parece anunciar una película de propósitos edificantes. Después de los créditos, un letrero hace constar lo siguiente:
A continuación, se muestran vistas de ciudades extranjeras (Nueva York, París) y, finalmente, de México, mientras la voz de Ernesto Alonso advierte que las grandes urbes crecen mucho, que eso produce miseria como la que se va a ver, que esa miseria no es en absoluto privativa de México y que los gobiernos hacen todo lo posible por desterrarla.
Cumplidas esas precauciones, las imágenes de un rumbo miserable (Nonoalco) sacuden por verdaderas, y una mención del Jaibo precede a la aparición del personaje: un adolescente alto y flaco, con un copete a la moda popular, vestido con una camiseta ceñida, de manga corta, y un overol obrero. El Jaibo camina arrogante por San Juan de Letrán, pide una torta a un vendedor callejero y huye antes de recibirla al ver a un policía. De la presentación del Jaibo se pasa a la de otro personaje importante: un viejo ciego (Miguel Inclán), hombre orquesta que hace sonar con un pie una tambora mientras sopla una batería de pitos que le cuelga del cuello y tañe una guitarra. El ciego alterna su actuación ante un auditorio callejero con elogios a Porfirio Díaz (``ahora les voy a contar el corrido de mi general don Porfirio Díaz... Ríanse, pero en tiempos de mi general había más respeto y las mujeres se estaban en casa, no como ahora, que andan por ahí engañando maridos''). Al caer el ciego, agredido por los jóvenes en un descampado, una imagen de raras, misteriosas calidades, lo muestra enfrentado a una gallina, primera de las muchas que transitarán por la película como representantes de la irracionalidad y de la huella de lo campesino en el mundo urbano.
Esa persistencia de lo campesino, que quizá tenga que ver con una remisión de Buñuel a su propia infancia, es subrayada por otro personaje: El Ojitos, niño abandonado por su padre en un mercado (el padre le ha dicho al hijo que lo espere ahí, y se diría que el chico estaría ahí por una eternidad). Llamado por la joven Meche (Alma Delia Fuentes de trece años) El Ojitos (``¡qué apodo tan sin chiste!'', comenta el ciego), el niño campesino provoca la admiración de los citadinos por su habilidad de mamar directamente de la ubre de una vaca y recibe burlas y muestras de solidaridad de Pedro (Alfonso Mejía, que suplió a José de la Colina, a quien Buñuel quería para el papel) después de preguntarle éste si es fuereño y de contestar el abandonado: ``No, soy de Los Reyes.'' Pedro, a quien su madre (Stella Inda) cargada de hijos niega la comida que él le ha de robar (``¿por qué te he de querer? -le pregunta ella-, ¿por lo bien que te portas?''), viene a ser el personaje central de la película, pues funciona como hilo conductor de su trama.
Es de Pedro el sueño que da lugar a una de las más bellas secuencias oníricas en la historia del cine. Después de que El Jaibo asesina por la espalda, de una pedrada, a Julián, joven serio y trabajador (``tiene mucho aire porque no fuma'', se dice de él), Pedro cree ver en sueños, bajo su cama, a Julián ensangrentado y riéndose; después, ve acercarse en cámara lenta (recurso que Buñuel no volverá a usar, o casi) a su madre, que le habla cariñosamente sin mover los labios -tampoco los mueve Pedro al contestarle-, lo besa y le ofrece un gran pedazo de carne cruda y desgarrada que gotea sangre y que El Jaibo arrebata.
Entre el crimen y el
sueño, la superstición: una escena ha mostrado entre lo uno y lo otro
al ciego frotar la espalda desnuda de la madre enferma de Meche con
una paloma moribunda, pero El Ojitos dice que la paloma no
curará a la mujer, sino un diente de muerto que él robó del cementerio
una noche de luna. El mismo Ojitos, después del estremecedor
sueño de Pedro, dará lugar a una escena no por real menos misteriosa y
bella: el niño campesino aconseja a Meche embellecer su piel con leche
de burra y eso hace a la chica levantarse la falda, mostrar sus
piernas cubiertas en parte por unas pobres medias y frotárselas con la
leche. Así, una lógica dictada por la intuición poética va ligando al
crimen y la miseria con el sueño y el deseo en una síntesis cargada a
la vez de afecto y de crueldad. De la crueldad no está libre ni El
Ojitos, pues no hay en la película ni ángeles ni demonios: el niño
campesino, exasperado por el ciego, contiene su impulso de lanzarle
una piedra. La crueldad extrema, por otra parte, no excluye el humor:
se lee ``me mirabas'' en el carrito de ruedas con que se mueve un
inválido sin piernas; con el pretexto de pedirle un cigarro, El
Jaibo y otros jóvenes lo roban, lo dejan tirado de espaldas sobre
el suelo y empujan su carrito por una pendiente.
También es cruel que Pedro, en su búsqueda del amor, tropiece con las evidencias de una sexualidad perturbadora. Después de que intenta besar la mano de su madre, y de que ella lo rechaza una vez más, el chico se angustia al verla dar escobazos a un gallo que trata de pisar a una gallina. Pedro no verá, pero sí resentirá lo que ocurre a continuación: la madre es sorprendida por El Jaibo cuando ella se lava las piernas -imagen paralela a la de Meche frotándose las suyas- y resulta conmovida por la triste historia familiar que el joven le cuenta en tono lastimero: padre desconocido, madre apenas recordada; así, por razones de melodrama, la mujer concede al Jaibo la ternura que niega a su propio hijo, y aun se entrega a ese cínico que observa con ironía a uno de los hijos de ella, que no pasa de dos años, cuando la madre le cuenta que se casó a los catorce y enviudó hace cinco. Mientras tanto, Pedro ha sido objeto del amor equívoco: el de un pederasta elegante, con barba, que le ofrece dinero; eso no se oye porqueÊla escena es captada desde el interior de un lujoso escaparate de la avenida Juárez. Tanto Pedro como el pederasta deben huir al acercarse un policía. Después de eso, Pedro tendrá una experiencia muy distinta: al empujar un aparato de feria con otros niños, uno de ellos discute con el patrón abusivo y muestra madera de revolucionario: ``Si ese tipo no nos paga -dice, lanzando fieras miradas- lo sabotearemos.''
Así, después de hacer contacto con dos formas de explotación infantil -la del amor pederasta y la del trabajo-, Pedro amenaza a su madre con un taburete, después de que ella lo abofetea, y, vencido, se deja llevar por la mujer al tribunal de menores. Se inicia la parte edificante de la película, que tiene su ironía, pues tanto el juez del tribunal como el director de una ejemplar escuela granja a la que Pedro es enviado hablan de encerrar algo: ``deberíamos encerrar a lo padres'', dice el juez a la madre, que lleva rebozo y afirma con naturalidad no poder amar a su hijo por no saber quién es su padre, el director de la escuela le dice que preferiría ``encerrar a la miseria'' y no a los niños, observación que avergonzaba a Buñuel por melodramática y demagógica. El director de la escuela lanza a Pedro una advertencia que puede sonar misteriosa y ambigua: ``¡Ten cuidado, que también las gallinas pueden vengarse!'', pues el chico, furioso, estrella uno de los huevos que come, pinchándolos con un clavo, contra el objetivo de la cámara, ante el repudio general (``los huevos son pa'venderlos y pa'que comamos todos''), y se dedica a matar gallinas con uno de los varios palos esgrimidos en la película, como uno con el que Miguel Inclán da al aire ``palos de ciego'' -especie de broma de literalidad- cuando es sorprendido por Pedro con Meche en las rodillas (ella, ante las palabras sibilinas del ciego, ha sacado las tijeras).
``¡Malditos, malditos!'', ha gritado el ciego deseando la muerte a todos los jóvenes, y eso suena muy siniestro porque las muertes se producen. Pedro, furioso, exige al Jaibo que no se meta con su madre; ``¿no?, ¿aún más?'', contesta el segundo ante las risas de los demás chicos; después, El Jaibo mata a Pedro a tubazos en un gallinero, y una gallina pasa sobre el cadáver. La policía, conducida por el ciego, abate en un solar al Jaibo, quien, en su agonía, es asaltado por la imagen onírica de un perro que avanza por una calle (mojada por razones de fotogenia, precisaría Buñuel). Meche y su abuelo arrojan el cadáver de Pedro a un basurero. Antes, El Ojitos ha vuelto al mercado a seguir esperando a su padre.
Con el anterior
recuento de las situaciones de Los olvidados que me parecen más
llamativas no he pretendido explicar su sentido profundo,
impertinencia que ni el propio Buñuel se permitía; más interesa
sugerir la riqueza de una película que rechaza todo intento de
catalogación y definición exhaustiva. Por eso mismo, bien puede ser
vista como la primera obra de genio producida por el cine en
castellano, si por obra de genio se tiene a la que propone un universo
tan ilimitado y ambiguo como el real y que es a la vez producto de una
visión única e intransferible, la visión que da vida a un estilo.
Eso no hizo de Los olvidados una película perfecta. Un ánimo precautorio, como se ha visto, forzó en ella la inclusión edificante de una granja escuela demasiado ideal, aunque no imposible, y cierto debilitamiento del personaje de Pedro, visto en buena medida como un mero caso de regeneración frustrada. A cambio de eso, una súplica de Dancigers (``ya estoy haciendo sacrificios con esta película: hay mucha cochambre, no hay actores conocidos, etcétera'') hizo a Buñuel renunciar a ``un par de detalles que rompieran con el realismo convencional'', según él mismo:
Desde luego, no es
el de Los olvidados un realismo ``convencional'' o
``fotográfico''. La película chocó al principio no sólo a los
aprensivos chovinistas, o a los preocupados por la muestra de una
realidad ``denigrante'', sino a algunas personas cultas y de
izquierda, y aun a comunistas como el francés Georges Sadoul, que
detectaron en ella la ``ideología burguesa''. Lo que chocó, creo, no
fue tanto la muestra de la miseria, pues el cine de la época, y muy
especialmente el mexicano, a su melodramático modo, la mostraba a cada
rato, ni tampoco que la cinta no ofreciera ``soluciones'', típica
exigencia necia de la izquierda del momento. Más chocó, en el fondo,
la resistencia en Buñuel a idealizar a los pobres, a ver en ellos
meros casos solicitadores de caridad, para unos, o de redención
social, para otros. Buñuel los trató como seres humanos concretos,
verdaderos, tan capaces como cualquiera del amor, la solidaridad, la
crueldad, el odio y el crimen, y a ninguno negó la posibilidad de
entrever el misterio poético. En otras palabras, Buñuel los vio como
sus iguales, ni mejores ni peores. La lección moral de Los
olvidados se deduce de la natural aversión de Buñuel al moralismo
común y corriente de quienes simplifican la realidad para asumir ante
ella la posición del juez, del maestro y del ideólogo. Por eso, un
crítico excepcional, el francés André Bazin, terminó así un artículo
sobre la película publicado en el número 152 de la revista
Esprit:
Lo anterior fue escrito cuando Los olvidados había vencido ya las primeras resistencias a reconocer su importancia y su valor. Después de un deslucido estreno en el cine México, la cinta triunfó en Cannes y eso promovió su reexhibición en el cine Prado, donde se mantuvo seis semanas. No puede decirse, pues, que la película tropezara en México con la indiferencia o la mezquindad: lo prueban los muchos Arieles con que fue premiada. Sin embargo, queda por saber si eso hubiera sido así de no mediar el triunfo en Cannes.