La Jornada Semanal, 19 de marzo del 2000



Fernando Tola de Habisch

Rodríguez Galván y
la Academia de Letrán

Fernando Tola de Habisch, notable estudioso de la literatura mexicana del siglo XIX, nos habla en este ensayo de la importancia y el desparpajo que caracterizaron a la Academia de Letrán, integrada por ``meritorios de oficina, dependientes de librería, vagabundo...''. El proposito primordial de la Academia fue ``mexicanizar la literatura, emancipándola de toda otra y dándole carácter peculiar''. Guillermo Prieto, Fernando Calderón, Ignacio Ramírez y Manuel Payno fueron miembros de la benemérita y nada solemne institución a la que le correspondió ``la creación de la literatura mexicana (o, si se quiere, nacional o republicana)''. Ignacio Rodríguez Galván, nuestro romántico sin miedo y sin tacha, ingresó a la Academia con unos tímidos primeros versos que, con paso seguro, se dirigieron hacia esa cumbre de nuestro primer romanticismo: ``La profecía de Guatimoc''.

De acuerdo con la periodización de la literatura mexicana que Ignacio Manuel Altamirano trazó para su propio siglo en 1868 -Revistas literarias de México- y en 1871-``De la poesía épica y de la poesía lírica en 1870''-, ésta se fundamenta en la aparición de generaciones literarias en lapsos de quince años y caracteres definidos. Para los que gustan de sorprenderse, esta es la primera aplicación empírica en la literatura de la metodología de la teoría de las generaciones en el mundo occidental, ya que no se basa en criterios genealógicos (abuelos-padres-hijos: periodos de treinta años), sino que, más bien, se orienta por apreciaciones temáticas e históricas en la literatura, tal como lo venían propugnando aisladamente en Europa, para las ciencias sociales, los discípulos y lectores de Auguste Comte, aunque sin concordar ni elaborar -como sucede con Altamirano- una exposición teórica que respaldase su metodología de aspiración científica.

Para un estudioso contemporáneo de la literatura mexicana del siglo XIX, lo señalado por Altamirano resulta obvio y, aplicando a todo el siglo el mismo criterio empírico de observación, le resulta natural periodizarlo en siete grupos generacionales de quince años cada uno: 1. Generación de la Arcadia Mexicana (1806, nacidos entre 1776 y 1790); 2. Generación de la Independencia (1821, nacidos entre 1791 y 1805); 3. Generación de la Academia de Letrán (1836, nacidos entre 1806 y 1820); 4. Generación del Liceo Hidalgo (1851, nacidos entre 1821 y 1835); 5. Generación del Renacimiento (1866, nacidos entre 1836 y 1850); 6. Generación de Transición (1881, nacidos entre 1851 y 1865); 7. Generación Modernistas (1896, nacidos entre 1866 y 1880). Si quisiéramos extender esta división al siglo xx, el resultado sería el siguiente: A. Generación de la Revolución (1911, nacidos entre 1881 y 1895); B. Generación de los Contemporáneos (1826, nacidos entre 1896 y 1910); C. Generación de los citadinos (1941, nacidos entre 1911 y 1925), teniendo plena conciencia de la necesidad de trabajar sobre las denominaciones generacionales y de corroborar la hipótesis en la historia, contrastándola, a la vez, con las propuestas de ordenamiento planteadas en estos últimos años por Enrique Krauze, Carlos Monsiváis y Luis González.

Si en algo se estuvo de acuerdo durante la primera mitad del siglo xix, fue en que a la generación de la Academia de Letrán (1836) le correspondió la ``creación'' de la literatura mexicana (o, si se quiere, nacional o republicana). Ya en fecha tan temprana como 1842, los miembros dispersos de la Academia eran conscientes de los resultados de lo que se habían propuesto y realizado con la publicación de sus poemas, cuentos, ensayos, obras teatrales, revistas, artículos literarios o políticos y discursos: ``mexicanizar la literatura, emancipándola de toda otra y dándole carácter peculiar'', tal como escribió Guillermo Prieto en Memorias de mis tiempos y se reconoció en esos años inmediatos por personajes que van desde José María Lafragua hasta el poeta español José Zorrilla (la sorprendente excepción fue Altamirano, quien se ofuscó y calificó a los miembros de esa generación como parte del Parnaso español e incapaces de dar a la literatura un carácter nacional).

Hay una distinción social sobresaliente entre los integrantes y en los fines de la Academia de Letrán, y que ellos se empeñaron en resaltar: la Academia estaba integrada por meritorios de oficina, dependientes de librería, vagabundos...; y, además, querían democratizar los estudios literarios y asignar distinciones al mérito, sin reparar en edad, posición social, bienes de fortuna ni nada que no fuera lo justo y elevado, como evocaría Guillermo Prieto (la fuente fundamental para el conocimiento de esta generación).

En otras palabras, la Academia sacó de los salones, de las manos de los criollos adinerados, de la sapiencia de los clérigos y del ejercicio festivo de un adorno social a la literatura y la puso, por primera vez en cuanto grupo (debe recordarse el antecedente en lo literario y en lo social de Fernández de Lizardi), en manos de mestizos -sin importar que éstos tuvieran mayor o menor cantidad de sangre y caracteres raciales indígenas-, quienes trataron y lograron, parcialmente, crear una literatura en la que predominaran los elementos más propios de su nacionalidad -lenguaje, temas, paisajes, costumbres- y, a la vez, reincorporaron al quehacer literario los tres componentes históricosÊde México: el indígena, el colonial y el republicano.

Entre los nombres que pueden citarse de la generación de la Academia de Letrán para gloria de la literatura mexicana -Guillermo Prieto, Fernando Calderón, Ignacio Ramírez El Nigromante, Manuel Payno, todos ellos figuras señeras, sin duda-, es muy probable que el éponimo, por lo que representa, sea Ignacio Rodríguez Galván, un criollo (los padres figuran extrañamente como españoles en la partida de matrimonio) con todos los rasgos y los caracteres indígenas, que se presentó con unos versos a la Academia al poco tiempo de ser creada. Ignacio fue dependiente de la librería de su tío Mariano Galván; autodidacta y lector voraz; sin un centavo en los bolsillos y sin ningún respaldo familiar o de fortuna; enamorado platónico desechado y despechado; poeta triste, intenso, meditabundo, a quien, pasados los años, el vómito negro le daría la muerte a los veintiséis años de edad, en La Habana, cuando se dirigía a Sudamérica como oficial de la legación mexicana, gracias al apoyo y a las gestiones realizadas en su favor por el general José María Tornel, eterno ministro de la Guerra durante las subidas y bajadas del poder de su siempre amigo Santa Anna.

Si algo podemos decir de Rodríguez Galván, es que fue un poeta romántico en toda la extensión de la palabra. Con seguridad, el más romántico de los poetas no sólo de México sino de Hispanoamérica en esos primeros años en que los países de este continente se independizaban de España y se esforzaban por crear todo, absolutamente todo, y asumir así, con plenitud, sus nuevas nacionalidades. Desde un rigor histórico, Rodríguez Galván fue el primer romántico hispanoamericano en vida, en obra, en maneras, en destino. Nadie se le adelantó en esto. Es verdad que José María Heredia escribió los primeros poemas románticos en lengua castellana y que Esteban Echeverría difundió en Argentina el romanticismo francés en los inicios de la década de los treinta, pero ninguno de ellos encarnó la figura, la obra y el destino romántico esenciales como Rodríguez Galván. Nada hay en su obra y en su escasa vida que no sea en su totalidad romántico, tal como se conceptuaba entonces entre los literatos y los críticos franceses, ingleses, los precursores alemanes e incluso los españoles (es fácil recordar a José María Heredia dándole a Rodríguez Galván, en México, consejos y advertencias sobre los peligros de los ``pestilentes vapores del romanticismo'').

Pero detrás de todo este romanticismo de vida y obra, existía también el escritor disciplinado (cerca de mil páginas abarcan su obra completa), el experimentador literario desde una ideología orgánica (el romanticismo, pero de base nacional), el promotor cultural (editor de El año nuevo y El recreo de las familias), el precursor de nuevas posibilidades (editó la primera revista literaria mexicana escrita toda por mexicanos y estrenó la primera obra teatral de tema mexicano escrita por un mexicano), y el más claro exponente de los principios literarios nacionalistas de la Academia de Letrán durante su corta existencia y fundadora trayectoria (tanto en poesía como en teatro, ensayo y narrativa).

Es muy probable que de toda esa generación literaria -en la que un alto porcentaje falleció joven y no escribió la obra que se presumía-, ninguna muerte haya sido más lamentada que la sorpresiva de Rodríguez Galván en La Habana. Es un hecho que todos los literatos, coetáneos y contemporáneos, fueron conscientes de que con su muerte concluía la vida y la obra del poeta más intenso y original de la Academia de Letrán; es posible que, con el tiempo, sus amigos y lectores entendieran que de alguna manera él fue el símbolo fundador de lo que ellos se propusieron escribir y que abrió caminos por donde las nuevas generaciones transitarían; y no se puede dejar de lado, tampoco, la posibilidad de que alguien sospechara, como puede afirmarse ahora, que a él le correspondió, desde un primer momento, encarnar en su obra lo que tuvo de innovadora la Academia de Letrán para la literatura mexicana y representar, con su vida y con su obra, el inicio de la larga entronización del romanticismo en la historia de la literatura mexicana.