La Jornada Semanal, 19 de marzo de 2000



Fabrizio Mejía Madrid

TIEMPO FUERA

Hombre mirando a la luna

En las escaleras del Palacio de Bellas Artes estoy nervioso. La posibilidad de no poder entrar a la Sala Manuel M. Ponce es real: por la mañana López Dóriga anunció la entrega del Premio Villaurrutia a Juan Villoro como si estuviera invitando a su casa después de veintiún tequilas dobles. Y, después, tuvo un cambio genético, como los que suele tener, y despidió el noticiario. Pero no es el tumulto el que me preocupa. Me doy cuenta al mirar a los varios que deambulamos por ahí desde las seis y media de la tarde: todos cargan algún libro de Juan Villoro, excepto yo. No hay nada en mí que me haga visiblemente partícipe de esa creación colectiva que son los autores leídos en común. Sólo yo sé por qué traigo Aquel Domingo de Jorge Semprún. Cuenta Semprún que, enviado de incógnito a Madrid durante el franquismo, se metió al Café Inglés de la plaza San Bernardo y trató de hacer migas para que nadie sospechara de él. Entre puros, el tema generalizado era Di Stefano, un centro delantero argentino del Real Madrid, apodado ``La Saeta Rubia''. Para Semprún, como para todo comunista, la pasión por el futbol era un elemento despolitizador de las masas, y lo único que se le ocurrió fue decir: ``El nombre no me dice nada.'' El bullicio del café cesó en el instante y todos le miraron. ``De súbito, tuve la impresión de que era un marciano realizando una misión subversiva y a quien los terrícolas acababan de desenmascarar a causa de su insensibilidad hacia cierto aspecto de la vida cotidiana.'' Y esa es mi razón para traerlo: en medio de la prosa de Semprún, que siempre vuelve sobre su experiencia de ``muerto viviente'' en el campo de concentración nazi de Buchenwald, hay unas líneas villorianas: el personaje que se siente a sus anchas en un mundo que, en un destello, lo convierte en outsider. Son esos los personajes de La casa pierde: los que luchando por cambiar su situación en el mundo, descubren que han estado intentándolo en el planeta equivocado. Como escribió Kafka: ``La expulsión del Paraíso es eterna. Es posible que vivamos de hecho en el Paraíso, lo sepamos o no.''

Y no lo sé. Son las 6:45. Pasamos. Alguien a mis espaldas propone una ``ola'' de entrada en honor a Juan Villoro y una voz femenina pregunta: ``¿Es aquí el Premio Juan Villorrutia?'', una confusión que, por lo visto en la prensa cultural en los pasados días, no es poco común. De hecho, a la hora de los discursos oficiales los nombres de escritores se suceden en cantidades tales que casi acabo convencido de que me equivoqué de lugar y que nos están leyendo las bases de la convocatoria para el Premio William Butler Chumacero intercalado con fallidos puns con los títulos de los libros de Juan Villoro del tipo Albercas dispuestas o El disparo de la brisa rápida. Alguien intenta uno con el largo y extraño título de una novela de Daniel Sada y, en vez de las esperadas risas, dos pacas de paja circulan por el desierto.

Pero nada importa ante el texto del premiado sobre la luna y el azar. De hecho, por un juego de prestidigitación que presumo consciente, Villoro lo lee volteando hacia el cielo. Y dice algo que se me queda andando y que desmiente al tumulto de escritores que llena la sala: ``Las creaciones de la imaginación son siempre cuestionables'', dice aproximadamente. Y Kafka viene de nuevo a la memoria: ``La vida de cualquier hombre no es lo suficientemente larga como para entrar a Canaan.'' Kafka se refería a un hombre mirando la luna, al Profeta que empeña su vida en llegar a su tierra y que muere mirándola desde lejos. Finalmente, el escritor es alguien que mira sus palabras como hace con la luna. Son los lectores los que entran y las habitan, caminan sobre ellas. Nunca el autor. Por eso, la literatura resulta, al mismo tiempo, lo que es y lo que no es, lo que vio el autor y lo que anduvo el lector.

Además de que escuchaba de niño aquel programa nocturno para el que Juan Villoro hacía guiones -El lado oscuro de la luna-, lo descubrí por Palmeras de la brisa rápida, un regreso a la patria materna, Yucatán. Siempre lo he considerado una de mis lecturas más gozosas. Frente a la construcción en espiral de El disparo de Argón o el libro de cuentos más vendido en Cuba en 1985, Albercas, siempre preferí -casi en secreto- el códice maya. Por eso no dejó de sorprenderme la confesión de Enrique Vila-Matas en el número de marzo de la revista Letras Libres: que Palmeras es el libro que más veces ha prestado en su vida. De hecho, yo lo hice un par de veces hasta que alguien prefirió poseerlo a volverme a ver. Yo hubiera hecho lo mismo, pienso, mientras Juan Villoro, a la hora de un aplauso larguísimo, se resiste al homenaje y se sienta.

Tras los abrazos, entro al baño del Palacio: los jabones son negros. Y ese azar que me hace personaje villoriano me impulsa hacia la calle. No tengo que voltear a ver el cielo. Lo sé: hoy hay luna, lo sepamos o no.