La Jornada Semanal, 19 de marzo del 2000



Alessandro Baricco y Alberto Savinio

Dos italianos, cuatro narraciones


Baricco y Savinio honran nuestras páginas centrales con cuatro textos sorprendentes. Baricco (Turín, 1958) nos habla de Phileas Taylor Barnum, el empresario circense más importante de la segunda mitad del siglo XIX. Su nombre devino sinónimo de espectáculo. Así lo entendió Baricco quien, bajo la palabra ``Barnum'', escribió una serie de artículos relativos a otros espectáculos, tanto profesionales como involuntarios. Pat Garrett, los pomposos personajes de las ferias de libros y el beisbol ocupan su atención y desatan su prosa inteligente y un poco malévola. Savinio, por su parte, habla de ``Dafne'' (``A Dafne ya los brazos le crecían...''), el paso de los años, guardarropas y mitologías de café milanés y de casa romana. De su mano llegamos al terreno de los mitos vivos a pesar del estruendo de las sociedades industriales

Au revoir, monsieur Pat Garrett Alessandro Baricco

Se escribe Ondaatje y Dios sabrá cómo se pronuncia. De cualquier forma es el nombre de un escritor de cincuenta y tres años, nacido en Sri Lanka, que vive en Canadá y escribe en inglés. Escribe de modo extraño, pulverizando las historias en varias fotografías, a veces fotos de unas cuantas líneas, de una línea; usa cuatro o cinco tipos distintos de estilo, de vez en cuando aventura poesías o baladas, a veces parece un documental, mezcla todo: y es una hermosa forma de contar historias. Lo escucharía por horas.

En los últimos meses, en Italia, han salido dos libros suyos. El primero (Buddy Bolden's Blues) es la historia de Buddy Bolden, uno de los héroes de cuando el jazz apenas había nacido. Tocaba la trompeta. Pero tocar no es la justa palabra. La tocaba con una potencia asombrosa, descargaba al interior aliento a toneladas, una cosa nunca antes escuchada. Una vez decidieron medir. Resultó que cuando tocaba sin hacer gran esfuerzo se le podía escuchar a dieciocho kilómetros de distancia. Sobre cómo terminó, lo había leído alguna vez en una entrevista a no sé qué amigo suyo de la época. Lapidario: ``Tocaba aquella trompeta como una furia. Al final espiró inclusive su cerebro. Murió en un manicomio.'' Después leí a Ondaatje y entendí que la cosa era un poco más compleja. Pero con el mismo resultado.

El otro libro traducido en Italia se titula Las obras completas de Billy the Kid, y es la historia, como es obvio, del celeberrísimo pistolero. Vivió veintiún años y mató veintiún hombres (``sin contar mexicanos e indios''): lo que se dice hacer las cosas con método. En aquel día de su vigésimo segundo año entró a un local inmerso en tinieblas. Dado que era un animal eternamente a la caza, intuyó, en la oscuridad, la presencia de alguien. Entonces dijo las últimas palabras de su vida: ``¿Quién es?'' De quién se trataba nunca lo supo, pero de alguna forma siempre lo había sabido. Pat Garrett. Que no respondió pero le disparó una bala directo al corazón. The end.

En las 136 páginas que Ondaatje ha escrito sobre aquella vida, he encontrado dos historias que no he logrado olvidar: de esas que enseñan algo, pero no sabes exactamente qué. La primera es la historia de la mano izquierda de Billy the Kid. Disparaba con la izquierda. Pero todo lo demás lo hacía con la derecha. Literalmente. Con la izquierda no cogía ni siquiera la taza de café. Y cuando comía con cubiertos (no a menudo, imagino) cogía el tenedor con la derecha, luego lo dejaba, tomaba el cuchillo, con la derecha, lo dejaba, volvía a coger el tenedor, con la derecha, y así seguía. Tenía una mano izquierda blanca como la nieve: perfecta. No la usaba nunca, pero no por ello la tenía inmóvil: durante toda la vida, todas las horas que estaba despierto, la entrenaba: ejercitaba los dedos en torno a un gatillo imaginario, y los detenía un instante. Dibujaba aros en el aire como las ruedas de un tren sin paradas. Toda una vida dedicada, meticulosamente, a preparar la exactitud de un instante: el momento verdadero del disparo. El Oeste era un mundo elemental. El destino era, la mayoría de las veces, una bala. Entre más pienso en esa mano más me parece un icono maravilloso de lo que se dice sobre ``llegar puntual a la cita con el destino''. Y lo que se te ocurre es que sería hermoso saber, como sabía él, de qué parte llegará el destino, y poder prepararse durante años, sabiendo perfectamente con qué arma deberás responder. Podrías tomar con la derecha la taza del café, por años, y en el momento decisivo sacar una mano pálida como de muerto y veloz como una serpiente: y de nada serviría, de nada.

La otra historia, como es justo, atañe al hombre que mató a Billy the Kid. Pat Garret. Un genio, en su campo. ``Alguien que era capaz de matar a una persona en la calle, regresar y acabar de decir una frase.'' Ahora: a los quince años Pat Garrett decidió aprender francés. No es que fueran precisamente intelectuales, en esos rumbos. Pero él lo consiguió, y lo aprendió, y lo aprendió solo. Bien: nadie, en los siguientes cuarenta años, lo escuchó jamás pronunciar una sola palabra en francés. El Oeste era un mundo elemental. El destino, cuando no era una bala, era una mujer. Quién sabe qué encuentro se imaginaba Pat Garrett. Quién sabe cómo se imaginaba a la mujer que llegaría y a la cuál él, quitándose el sombrero, habría dicho: ``Enchanté.'' Quién sabe lo bella que fuese para quebrarse el cerebro, en la soledad, aprendiendo una lengua completamente inútil entre vacas y cowboys. Y pasaron cuarenta años, y la mujer no llegó nunca. Esta es la verdad: no llegó nunca. Entonces, también esta vez, te pones a pensar y lo que piensas es que sólo hay una cosa peor que vivir una vida y en el momento decisivo sacar la Colt un instante después del destino: y esto es, vivir una vida y el destino no encontrarlo jamás.

Personajes de ferias de libros

Taslima Nasrim tiene treinta y dos años, nació en Bangladesh, ahora ha escapado hacia Escandinavia. Y seguirá escapando. Un libro y un artículo le han valido una fatwa de los integristas islámicos: condenada a muerte. Quizás habría permanecido en el gran grupo de escritores que por doquier hacen su oficio, sin que el mundo se dé cuenta: ahora se ha convertido en un símbolo, una Rushdie menor, algo que defender, y también algo que usar. En la sala en la que se ha anunciado su conferencia de prensa se ingresa luego de que te han revuelto la mochila, y repasado de pies a cabeza con un detector. Sobre el estrado la esperan mazos de micrófonos que harán resbalar su voz por las venas de la indignación de un montón de gente de bien. Una barrera de telecámaras y objetivos apunta hacia el que será su lugar; su rostro recorrerá el mundo, un rostro dulce y triste, por lo que se ve en las fotografías. Occidente tiene una curiosidad famélica por los mártires anunciados como ella: resulta difícil quitarse la idea de que es un modo, una vez más, para sentirnos mejor, nosotros que a los escritores no los matamos: al contrario, los leemos. Todos esperan, con el ansia del evento encima. Y ella hace la cosa más justa y exacta: no llega. Nunca llegó. Cuestión de visas no concedidas, de dificultades logísticas, de imposibilidades para defenderla en un sitio tan poco protegido como una Feria Mundial. La indignación es patente. Los fotógrafos comienzan a volverse y a fotografiar la barrera de cámaras de televisión. Alguno observa el sitio vacío, y dispara. La fotografía exacta. Un vacío asediado por el clamor: si había un modo de contar lo que la historia de Taslima cuenta, esa imagen es el modo más justo, y limpio.

A Tom Mori lo vi el primer día, en la mesa con algunos editores norteamericanos, rodeado de minúsculos japoneses que tomaban apuntes como máquinas. Lo vi porque alguien así no pasa inadvertido: una tonelada de hombre ataviado con un traje negro, con una pequeña cabeza de niño. Y además, sobre todo, kilos de pulseras, relojes, anillos, turquesas montadas en oro, un muestrario de un representante de Valencia. Me quedé observándolo preguntándome qué libros podría vender o comprar. Después, en la noche, fui a la cena de Eco, todos en la mesa para festejar su nuevo libro. Estaban todos sus editores. Y entre ellos también estaba él, con sus pulseras, sus turquesas y su tonelaje. No quería creerlo. Entonces pregunté. Se llama Takashi Mori, lo llaman Tom, nació en Japón, estudió en Norteamérica, tiene casi cincuenta años y dos Rolls: en sus manos terminan casi todos los derechos de los bestsellers occidentales, de sus manos parten para conquistar el Oriente: una especie de ruta de la seda de la industria editorial en el mundo. Dice que empezó trabajando como empleado de un tío suyo, y ocupándose de libros ilustrados. Ahora es millonario. Cuando está con los occidentales ríe y gesticula como un napolitano. Cuando se vuelve y trata con los orientales, entra de nuevo en el caparazón de esa compostura trascendental de la que sólo ellos son capaces. Un camaleón, muele dinero.

Algo de heroico tiene también Annor Nimako: como una estatua, preside el stand más triste de la Feria. Además tiene las luces apagadas, para que el efecto sea total. En los anaqueles hay libros que parecen boletines parroquiales, sin foto en la portada, sólo dibujos. Los títulos dicen cosas como El águila y los pollos, Donde han terminado los elefantes, Lizzie que amaba las naranjas. Es la editorial de Ghana: las ocho editoriales nacionales, colocadas juntas y patrocinadas por el gobierno para asistir a la Feria de Francfort. Nimako es un funcionario del gobierno. Está orgulloso de hallarse ahí, con esos libros y las luces apagadas. Maliciosamente, le pregunto si ha logrado vender alguno de esos libros. El muestra una sonrisa enorme: ``No, ¿por qué?'' Dice que casi todos son libros para niños. Y me explica que si se quiere tener una planta alta se la debe regar sobre todo cuando es pequeña. Pienso que hay diferentes modos de ser Tercer Mundo. Y me convenzo cuando saludo a Nimako y paso frente al stand vecino: en las paredes destellan calendarios gigantes con niñas de ojos de almendra y senos enormes. No son dibujos, son fotos, y parecen tridimensionales. Hay diferentes modos, es verdad.

Beisbol

Una autopista norteamericana es una cosa muy recta en la que se te ocurren pensamientos extraños. La que conduce de Salt Lake City a San Francisco se llama la Ochenta. Es particularmente recta y por ello se te ocurren pensamientos particularmente extraños. Fue ahí donde me vino a la mente el hecho de la gordura de los norteamericanos, y en consecuencia toda una serie de imágenes sobre aquella pantagruélica manera de comer.

Tiempo después fui a ver un partido de béisbol. Los Dodgers de Los Angeles contra no sé qué otro equipo. Quedé estupefacto. No creía que pudiera existir un espectáculo tan aburrido. En verdad. Debo mencionar que aún no había visto un rodeo, pero, en suma, era para morirse de tedio. Decidí entonces indagar para entender qué cosa encontraban ellos en este deporte que los hacía enloquecer sobremanera, y un día un señor me dijo: ``El béisbol es lo mejor que puedes ver mientras estás comiendo.'' Hice la prueba frente a la televisión y lo puedo ratificar. No se puede comer viendo un partido de futbol, ni uno de basquetbol, ni un torneo de atletismo, ni un partido de polo acuático; pero si hay beisbol... pareciera que lo hubieran estudiado a propósito. Es una cuestión de ritmos y de pausas. Lo que hacen no es jugar: bailan al ritmo de tu hamburguesa. Pienso que han calculado el tiempo de espera entre una acción y otra basados en el tiempo promedio necesario para ir a la cocina, tomar del refrigerador otra cerveza y regresar al sillón. Finalmente comprendí el beisbol. Y comencé a entender por qué son tan gordos los norteamericanos.

Tomados de Barnum 2. Altre Cronache dal Grande Show

Yo Dafne
Alberto Savinio

De Roma donde vivo, voy seguido a Milán donde trabajo. En Milán no tengo casa. Por ello mi comida y mis descansos los tomo en un café del centro que es a la vez restaurante y sitio de encuentro. Hay en este café y restaurante una mujer encargada del guardarropa. Es simpática. Tiene el ojo bordeado por un halo de sombra y posado sobre un cojinete abultado.

Fuera de eso ella, como encargada y a la vez custodia de los lugares íntimos, tiene eso que de asistencial y a la vez de neutro tienen las comadronas, las enfermeras. Yo estoy en el umbral de la vejez pero, por mi índole especial, mi vejez está mezclada con otro tanto de infantilismo; no confundir -que me perdonen los amigos- con lo que comúnmente lleva el nombre de senilidad, por lo que ahora, más que cuando era niño, siento necesidad de ayuda.

Muchas veces en el curso del invierno pasado fui a Milán. En invierno se suele usar abrigo. Y yo, frecuentando aquel café tres, cuatro, incluso cinco o seis veces por día, iba, antes de sentarme en una mesa de la cafetería o del restaurante, a dejar mi abrigo al guardarropa; y la encargada del ojo sombreado y abultado lo tomaba por la parte posterior como si, San Bartolomé, le dejara mi revestimiento de piel y desnudo permaneciera bajo mis músculos. Luego, antes de irme, regresaba al guardarropa, y la encargada del ojo sombreado y abultado me traía mi piel formando una cruz, que yo, por la parte posterior, me ponía; todo con aquella estudiada prisa, con aquel violado pudor de quien es ayudado a ponerse el abrigo.

Se establecieron así entre la encargada del ojo sombreado y abultado y yo, relaciones de las cuales no osaría decir que estuviera excluida cierta ternura. Y cada vez le daba a la encargada lo que los franceses y alemanes llaman con igual significado pourboire y trinkgeld; y nosotros, más vulgarmente, mancia (propina). Pero estaba tan adentrado en las relaciones entre la encargada y yo, que ella, a la segunda puesta del abrigo en la misma jornada, no quería aceptar el trinkgeld, diciéndome que ``ya le había dado la primera vez''. Yo insistía en dar, ella en rechazar; se llegó a una forma plástica, mímica, coreográfica, a un ballet del dar y del rechazar. Y sólo faltaba la música.

Un día huí corriendo y, desde luego, dejé en la mesa del guardarropa el trinkgeld; la encargada me persiguió, tratando de ponerme el trinkgeld en la bolsa del abrigo.

Nació así un pequeño mito entre nosotros. Renació entre nosotros el mito de Dafne y Apolo; en esta versión las partes estaban invertidas, siendo Apolo la encargada y yo Dafne.

Sin embargo, no me transformé en laurel. Sucedió algo peor. Regresé a Milán unos cuantos días. Ya no llovía, ni había bruma (qué bella palabra, brumista, el cochero de punto milanés, caída desafortunadamente en desuso por la fuerza de las circunstancias), ni hacía frío. Un sol magnífico y una suave tibieza en el aire.

Entré al café de costumbre, me senté a una mesa. Pero sin abrigo. La encargada estaba en el umbral del guardarropa. Apenas una decena de metros nos separaban. Miraba a lo lejos. Pero esta vez Apolo no persiguió a Dafne, no trató de agarrarla: ni siquiera la vio. Así un cambio de estación destruye un mito.

¿Puedo negar una cierta desilusión?

Similar desilusión sobreviene en las clínicas, en los hospitales. Recién operado, monjas y enfermeras me trataban como a un frágil recién nacido. ¡Qué cuidados! ¡Qué afecto! Nada tan precioso como la salud. A medida que sanaba, disminuían los cuidados, disminuían las atenciones, disminuía el afecto de las monjas y de las enfermeras. Ya no era un frágil recién nacido: era un adulto macizo.

¿Es malo estar sano?

Traducción de José Abdón Flores