La Jornada Semanal, 5 de marzo del 2000


Luis Tovar

El cine y la industria cinematográfica (I)

Si usted es un asiduo a las salas de cine, sabe que durante el año pasado y el presente ha estado sucediendo algo que, a estas alturas, ya podemos considerar una especie de milagro recurrente: el cine mexicano sigue vivo y coleando. Han podido verse, entre otras, Sexo, pudor y lágrimas, El evangelio de las maravillas, La otra conquista, La paloma de Marsella, Un hilito de sangre, Largas noches de insomnio, Fibra óptica, Un embrujo, El cometa, El coronel no tiene quien le escriba, Las delicias del poder, Libre de culpas, ¿Quién diablos es Juliette?, Santitos, Todo el poder, La ley de Herodes, Un dulce olor a muerte y Bajo California, el límite del tiempo. De ellas, las cuatro últimas todavía están en cartelera. En proceso de filmación, postproducción o ya terminadas y esperando su estreno comercial, están Ave María, El último profeta, La segunda noche, Crónica de un desayuno, En el país de no pasa nada, En un claroscuro de la luna, Así es la vida, Que no quede huella, Como pez en el agua, Del olvido al no me acuerdo, Rito terminal, Amores perros, Entre la tarde y la noche, Su alteza serenísima, Beat -coproducción México-Estados Unidos- y algunas más.

Muy probablemente, el hecho de que pueda hablarse de treinta y tres películas mexicanas -de las cuales dieciocho han desfilado con mayor o menor suerte en cartelera, mientras otras quince están en capilla-, no es algo que provoque el asombro de nadie, sobre todo si recurrimos a la inveterada y equívoca costumbre de comparar nuestra producción cinematográfica con la estadunidense. Pero si en lugar de eso (y sin caer en un optimismo del que todavía estamos bastante lejos) recordamos que en 1998 las películas mexicanas exhibidas apenas rebasaron la decena, la cosa cambia.

Se ha dicho infinidad de veces, pero sigue pareciendo necesario reiterarlo: desde hace muchos años es imposible, en estricto sentido, hablar de una industria cinematográfica mexicana. Esta nueva mención del más trillado de los lugares comunes de nuestro cine sólo tiene como propósito colaborar a que no olvidemos un par de hechos importantes: el primero es que, a riesgo de simplificar demasiado el concepto, industria quiere decir aquí cantidad; el segundo es que no son lo mismo la industria cinematográfica y el cine en sí. Es claro que este último nunca ha dejado de existir en nuestro país. Si sus resultados no han sido vistos en los últimos tiempos, tal situación no obedece a razones de calidad, como muchos -expertos o no, cineastas o no, cinéfilos o no- quieren creer, sino a causas que tienen todo que ver con el tipo de promoción y de distribución de los que nuestro cine ha adolecido.

Otra obviedad, no por evidente menos soslayada a la hora de criticar: es precisamente en los terrenos de la mercadotecnia donde se conectan el cine entendido como actividad cultural y el cine entendido como una variante de la industria del entretenimiento. Los treinta y tres filmes arriba enumerados constituyen la base de lo que en el futuro tal vez podamos llamar industria. En este sentido no es tan importante qué nos parece cada uno de ellos en particular, sino que podamos seguir sumando. La convivencia en cartelera de dos películas tan diferentes como Todo el poder y Bajo California, el límite del tiempo, es un buen síntoma de que tanto los dueños de las salas cinematográficas como quienes acuden a ellas están entendiendo que el cine mexicano no sólo existe, sino que es bastante visible, más allá de contener propuestas tan disímiles en cuanto a presupuesto, concepción, temática, género, realización, promoción y distribución.

Como ha venido sucediendo desde hace más de diez años, una película jaló a las demás (así sucedió con Sólo con tu pareja y Como agua para chocolate en otros tiempos; esta vez fue, en primera instancia, La otra conquista pero, sobre todo, el remolque se llamó Sexo, pudor y lágrimas). Aunque positivo, este fenómeno ha sido evidentemente incapaz de generar la tan deseada continuidad de producción, única vía para que podamos, entonces sí, hablar de una industria cinemetográfica. Por otro lado, y como lo reconoce mucha gente dedicada al cine, también puede ser un arma de dos filos: si una película relativamente cara no recupera la inversión, la inercia será al revés y la presencia del cine nacional volverá a contraerse.

A lo anterior habría que añadir por lo menos dos riesgos más: el ``hallazgo, reiteración y desgaste de una fórmula cinematográfica exitosa en taquilla, por el lado de quienes ponen el billete para producir un filme, y por otro la inmensa tentación que buena parte del público y casi toda la crítica especializada tienen de seguir cómodamente instalados en la regla según la cual si la película es mexicana, de entrada es mala. Los ejemplos abundan para ilustrar suficientemente estos dos riesgos; en cuanto al primero, basta con recordar casi cualquier blockbuster hollywoodense y darse cuenta de que Robin Williams es siempre Robin Williams, de que Tom Hanks es siempre Tom Hanks, y así ad nauseam, y que, pese a ello, sus películas están bien promocionadas, bien distribuidas, son mantenidas en cartelera y todavía hay quien hable bien de ellas.