La Jornada Semanal, 27 de febrero del 2000



Fabrizio Mejía Madrid

TIEMPO FUERA

diez años

Así que, de pronto, estás frente a una barra triste. El lugar te parece lejanamente familiar, pero extraño, y el cantinero no te reconoce. Te han dejado entrar porque, en realidad, la demás clientela también está bastante exiliada de sí misma. No sabes cómo has llegado ni cuánto tiempo has tolerado a tu derecha a un tipo que dice conocerte. Te llama Octavio, pero es como si amanecieras con otra ropa, en un lugar casi igual a tu recámara pero orientado hacia el sur, con un despertador que no es el tuyo pero que sabes apagar, y un hombre te toma del brazo, te llama Octavio y dice cosas como:

-No puede ser, Octavio. Estamos tú y yo aquí, después de tantos años. Hay que festejarlo.

Y lo único que sabes ahora es que en el color de su voz hay un tono de condena, un aliento de agresión por no acceder al juego.

-Ven a mi casa, Octavio. Quiero que conozcas a mi esposa. Vamos, apuremos este trago y vayamos. No está lejos. Allá hacemos unas llamadas para invitar a los viejos amigos. Hagamos una fiesta de diez años. No lo puedo creer. Tú y yo aquí.

No quiero ir con él. Tiene un aire familiar, como esas casas que emergen de la inundación por la noche: sabes que en su interior está todo lo que tienes pero, arrastradas por el río, las cosas salen de lado, incuban una pesadilla, se pudren por dentro. Trato de levantarme, pierdo el equilibrio y el hombre me toma del antebrazo. En sus dedos hay un sentido ambiguo, entre la ayuda y el forcejeo. Si lo intenta con la mínima voluntad, acabará remolcándome a su casa. Lo sé y me relajo. Intento enfocar su rostro que es todo de arena. Su cara huye. Hago un esfuerzo tan descomunal que hasta me da una taquicardia, como si en vez de mirarlo, estuviera corriendo hacia él.

-¿Qué tal tú? ¿Casado? Apuesto a que tienes un excelente empleo. Tú siempre el joven promesa. ¿Eh? ¿Qué me dices? ¿Verdad que tengo razón?

No puedo decir nada. El hombre se da con la palma de la mano en la cabeza y repite:

-Diez años, Octavio, no lo puedo creer.

No lo cree y es lo más sencillo del mundo: uno nada tiene qué hacer para que transcurran diez años, salvo permanecer vivo. Me aprieta el brazo como si implorara, como si el hecho de que yo pudiera acordarme quién es evitara su caída en el desamparo.

Pero no logro verlo. Está demasiado cerca.

-Pero cuéntame. ¿Qué hiciste de tu vida en estos diez años?

``Levantarme a la una de la tarde'' es la frase que quiero articular. Pero entro a una lucidez vocal, independiente de mis neuronas, las palabras surgiendo de algún lugar en la garganta para salir en forma de triángulos azarosos. Y le digo:

-Derramarme.

Lo que alcanzo a sentir es que el hombre quiere contradecirme, al tiempo que intuyo cómo es alguien que se derrama de un vaso: adentro no es nada distinto a lo demás que contenga el vaso, pero afuera de éste, se separa, tiene otra existencia, fluye por la mesa sin contornos estables. Lo de adentro se aprovecha, lo de afuera es desperdicio. Y se lo digo al hombre, mientras lo voy pensando, acaso un poco antes de pensarlo. El hombre se interesa y habla durante horas con una mano en la barbilla.

El hombre ha dejado de filosofar y me está jalando hacia la puerta. Forcejeamos. Trato de tomar su cuello entre mis manos, pero es mucho más fuerte que yo. Pero no es su fuerza lo que me impide asesinarlo. Es que está liso. Es un espejo. Soy yo en el espejo del baño. Me río y me río. Salgo del baño y voy hacia la puerta. Irrumpo en la recámara. Ruidos de cosas cayéndose. Vuelvo a toparme con el hombre. Está sentado frente a la computadora. Me acerco. Está escribiendo que somos lo que se derrama, lo primero que sobra, el teclado que se hace grumos. Me enfado. Es un imbécil. ``No enviarás eso a La Jornada'', pienso, pero no puedo decirlo. Y empiezo a teclear al mismo tiempo que él, a cuatro manos, los deDos que se mueVen por sí misMos, un momento, &JHFBR%$YUJ„IYUHJH%/YKGHU)( por faVor, un mOment!*NBGFYUN/$EYO!!!.