La Jornada Semanal, 20 de febrero del 2000


Luis Tovar


cine

Las artes sin musa

El dulce aroma del thriller

Cinco años después de filmar Bienvenido-Welcome, Gabriel Retes somete al juicio del público su siguiente largometraje: Un dulce olor a muerte, cinta producida en 1998, presentada en la Muestra de Cine en Guadalajara el año pasado, y que apenas hace unos días llegó a la cartelera cinematográfica. La película es toda una exhibición del amplio dominio del lenguaje cinematográfico que Retes ha adquirido desde que dirigió Los años duros (1973), ya demostrado y reconocido sobre todo a partir de El bulto (1991) y la mencionada Bienvenido-Welcome (1994).

A diferencia de las películas referidas, Retes aborda aquí un thriller y lo ubica en el medio rural mexicano, en un pequeño pueblo llamado Carranco. Ramón (Diego Luna) es un adolescente que está buscando la manera de acercarse a Adela (Laila Saab), una muchacha del pueblo: no le cobra la mercancía que ella va a comprar a la tienda de abarrotes donde Ramón trabaja, le hace regalos y, sobre todo, la mira embobado cuando ella abandona la tienda y se aleja caminando (este último, sencillo pero perturbador acto que todos los hombres del pueblo testifican con miradas que no dejan de decir ``ya se puso buena la muchacha''). En las primeras escenas la vida parece ser una cosa simple, que transcurre lentamente y sin sobresaltos, pero al siguiente día esa misma muchacha aparece apuñalada y completamente desnuda en un sembradío a las afueras del pueblo. La pregunta capital que todo thriller plantea -¿quién es el asesino?- es prontamente respondida por algunos habitantes de Carranco: el culpable es El Gitano (Karra Elejalde), un contrabandista de poca monta que va y viene de pueblo en pueblo, cuya fama de conquistador sirve como prueba única de culpabilidad. Ramón deja creer a todo el pueblo que la asesinada era su novia y eso es motivo suficiente para que los adultos lo inciten a tomar venganza por su propia cuenta.

A pesar de su fingida valentía, Ramón está muerto de miedo ante la disyuntiva de ``limpiar su honor y convertirse en hombre'' o dejar que Justino (Héctor Alterio), el policía del pueblo, haga su trabajo. Con esta sencilla y hábil vuelta de tuerca, Retes desplaza lo que tradicionalmente sería la anécdota principal en una intriga policiaca (en este caso, que Justino esclarezca quién es el autor del crimen), sustituyéndola con el accidentado camino que quiere hacer de Ramón, un adolescente apocado que preferiría jugar al beisbol, el héroe del pueblo. Por ese motivo, la trama no se concentra sólo en Justino buscando pistas en el sembradío, preguntando a La Amistad (Juan Carlos Colombo) qué vio la noche del crimen, o tratando de obtener información con los padres de la asesinada. Todo lo anterior sucede paralelamente a las ``enseñanzas'' que los adultos del pueblo le brindan a Ramón, incluyendo la mejor forma de clavar un cuchillo, el uso adecuado de una pistola y, de manera sobresaliente, las bravuconadas y el consumo de cerveza -este último es, de hecho, el principal leitmotiv a lo largo de toda la historia: prácticamente todas las escenas climáticas incluyen esta equívoca prueba de hombría.

Más allá de ser un thriller bien contado, Un dulce olor a muerte refleja una realidad que no nos es muy familiar, tan acostumbrados como estamos a creer que la provincia (al menos la cinematográfica) sigue siendo un sitio idílico donde todo mundo es bueno por naturaleza, donde sólo se piensa en la cosecha o en las lluvias -y en el que a muchos sólo les da por filmar historias ``de inditos'', de campesinos o rancheros proclives a cualquier cosa menos a la inteligencia. A contrapelo de lo anterior y de los supuestos que conforman el canon en materia de intrigas criminales, Retes plasma el retrato de una comunidad en la que todo es posible: el asesinato, el adulterio, la corrupción... Y no sólo eso, sino también la venganza, el ascenso y caída de alguien a los ojos de sus pares, la impunidad, el encumbramiento del lugar común machista como prueba de valentía, la interacción y el enfrentamiento de personalidades disímbolas hasta el punto de oponerse diametralmente, más un largo etcétera.

Es la costumbre lo que nos dificulta aceptar un thriller fuera de los marcos de referencia en los que solemos encasillar este tipo de historias. Siempre estamos dispuestos a ver a un detective de actitud sabuesa (estilo Tommy Lee Jones en Los federales); a un asesino soterrado y medio psicópata (como cualquiera de los que nos surte Hollywood, por ejemplo en Seven, siete pecados capitales); un héroe dispuesto a desnucarse para demostrar su inocencia (véase casi cualquier película reciente de Harrison Ford), y persecuciones paranoides al por mayor (ponga usted aquí su propio ejemplo), entre otros elementos que se suponen indispensables. Un dulce olor a muerte demuestra que no necesariamente tiene que ser de este modo, y que sí es posible emplear los recursos de un género cinematográfico poco frecuentado en México para contar una historia verosímil y cargada de significado.

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