La Jornada Semanal, 20 de febrero del 2000
Después de las
comilonas pantagruélicas de fin de año, me he purificado unos días con
calditos y ensaladitas, sustituyendo el placer carnavalesco de los
excesos culinarios con las disciplinas rituales de la cuaresma. En la
meditación me vinieron a la mente las anoréxicas, esas místicas laicas
que confían a la religión del cuerpo el sentido de sus vidas. Me
pregunté cómo habrían vivido el desenfreno de los apetitos corporales
durante las fiestas. Me pregunté qué es lo que nos quieren decir esas
calvinistas del tenedor, esas nihilistas del paladar, esas
cultivadoras del zen estomacal. Los expertos de la psique, siempre
atentos para defender las reglas de sus jardines edípicos, nos dicen
que la raíz de la anorexia está en un conflicto familiar: un exceso de
protección, una actitud obsesiva de la madre o la ausencia de la
figura paterna pueden desencadenar reacciones de rechazo o peticiones
de afecto que se manifiestan a través de la anorexia. La comida,
elemento simbólico de la unión de la familia, sería así el instrumento
para comunicar los malestares profundos que se manifiestan en su
interior. Los sociólogos, al contrario, acusan a los modelos
culturales del cuerpo perfecto y de la seducción que, bombardeando a
las adolescentes a través de los medios masivos, crean una obsesión
que agrava la inseguridad típica de esa época de la vida. Otros
afirman que las adolescentes anoréxicas tienen miedo a las mutaciones
corporales de la identidad femenina (senos, menstruaciones) y lo
tienen, también, a crecer, a ser adultas. Por esta razón se dejan el
pelo muy largo (para taparse) o muy corto (para parecer hombres), y se
visten con ropa que oculta sus formas. Si fuera así, la anorexia no
tendría nada que ver con los modelos de belleza y seducción que los
sociólogos señalan. Para otros, la anoréxica es una persona que vive
más en la fantasía que en la realidad y se fija metas irrealizables
como, por ejemplo, enamorarse de alguien que no existe. Otras teorías
definen la anorexia como una enfermedad del opulento mundo occidental
o como la demostración de que no se necesita nada ni a nadie, ni en lo
material ni en lo emocional. Recientemente, un psiquiatra chino, Sing
Lee, propuso una nueva interpretación de la enfermedad desde la
perspectiva de su país. Según Lee, las anoréxicas chinas no tienen
miedo a engordar como las occidentales, más bien rechazan la comida
por malestares del estómago o de la garganta. Las mujeres, explica el
psiquiatra, perciben las emociones negativas en el nivel visceral,
mientras que los hombres sufren afecciones del aparato
cardiovascular. Por eso, las mujeres rechazan la comida al somatizar
patológicamente una emoción negativa. Sin embargo, detrás de tantas
hipótesis existe una verdad hecha de cuerpos de treinta kilos, en los
cuales desaparecen las menstruaciones y aparece una constante
sensación de frío debida a la pérdida de ese aislante térmico natural
que es la grasa.
Hoy en día la
anorexia se presenta principalmente entre los doce y los dieciocho
años de edad, y se desarrolla plenamente entre los ocho y los
veinticinco años. El 15% muere por insuficiencias cardiacas o renales
o por infecciones. El 90% de los enfermos son del sexo femenino. Las
mujeres adolescentes son las víctimas predilectas de la anorexia. La
mayoría convierte su insatisfacción vital en un desagrado por su
aspecto físico. Terminan por acostumbrarse a vivir en el filo de la
navaja. La anoréxica no acepta su condición humana y niega al mundo la
posibilidad de interferir en las funciones de su cuerpo. Podemos
pensar que la anorexia es la traducción orgánica de un miedo al riesgo
representado por las emociones. Los sentimientos no son tan diferentes
a la comida: entran en nuestra vida con una sonrisa, con unas
palabras, con esa secreta realidad que llamamos ``vibra''. Lo hacen
con la química y la afinidad necesarias para romper los muros de
incomunicabilidad y de certidumbres individuales que hacen de la vida
un evento biológico y nada más. El acto banal y cotidiano del comer
nos recuerda que somos seres que tienen sentido sólo si aceptan acoger
el mundo dentro de sí mismos, ya sea en la forma de una manzana o de
una persona amada.
El ayuno, la abstinencia y las mortificaciones corporales siempre han sido técnicas ascéticas para la salvación del alma. El cuerpo es -ya lo sabemos-, culturalmente, el albergue del pecado. La sociedad se ha secularizado y Dios ha muerto; sin embargo, hemos mantenido las categorías culturales religiosas y con ellas vivimos e interpretamos el mundo y la vida. El tormento del cuerpo que la religión consideraba como puerta de acceso a lo divino es hoy asumido para lograr la aceptación social. Por lo mismo es una forma de ascetismo, de sacrificio, de privación, de control de los instintos, autopunición, aspiración a la inmortalidad, cercanía de la muerte, relación con una imagen ideal. Todos estos son los elementos que acercan a las anoréxicas a las místicas medievales. La perfección de las anoréxicas se logra a través del rechazo de las necesidades biológicas elementales. Vivimos la paradoja de una tendencia general a salir de nuestro cuerpo a través de la tecnología y al mismo tiempo de mantener un culto moderno del cuerpo. Un cuerpo que no utilizamos más que para señalar nuestra presencia, un cuerpo para la contemplación, está cargado de valores socialmente compartidos como el de la esbeltez. La anorexia se ubica en el terreno del dualismo de un cuerpo que no tiene más valor que la visibilidad. Sin embargo, la anoréxica arma un proyecto de modificación de su aspecto que paulatinamente va perdiendo su objetivo original y asumiendo, en relación con su yo y su cuerpo, la actitud tecnológica que tiene como única meta la celebración de los instrumentos que sirven para lograr un objetivo que, en el caso de la anoréxica, son la autodisciplina y el desapego del mundo. Si en principio el motivo del ayuno puede ser el deseo de ajustarse a un modelo social de belleza, más tarde se convierte en una relación personal con el cuerpo que puede culminar con una lucha contra las leyes naturales y los límites de la sobrevivencia. Desde la homologación con el narcisismo hasta la lucha titánica contra el mundo, la conducta anoréxica culmina con un total desinterés por la seducción. Lo que yace en el fondo de este proceso es un sentimiento de competencia, primero con las otras mujeres y al final consigo misma. En este sentido la anorexia es un subproducto de la competitividad que cubrimos con esa capa de respetabilidad llamada autorrealización. Frente a este fenómeno, el sistema capitalista no es un espectador pasivo -nos dice el filósofo francés René Girard en El resentimiento- porque ``es sin duda lo suficientemente inteligente como para adecuarse a la manía de la delgadez, inventando todo tipo de productos que nos auxilien en la lucha contra las calorías. Sin embargo su mismo instinto va en una dirección contraria, pues favorece sistemáticamente al consumo en lugar de la abstinencia''. En su libro El mito de la belleza, Naomi Campbell va aún más allá en el análisis político del asunto y afirma que ``la dieta es el más potente sedante político en la historia de las mujeres ya que una población con esa soterrada obsesión es una población fácilmente manipulable''. Cualquier religión tiene sus mártires, y la esbeltez inmola al 15% de las anoréxicas en el altar de su culto.
¿Por qué hemos
llegado a apreciar cuerpos que parecen un memento mori
medieval? ¿Porqué Modigliani y Giacometti tienen más éxito que Rubens
y Botero? Es indudable que la moda propone cuerpos-perchero para lucir
ropa, cuerpos que ya no hablan su propio idioma sino el lenguaje
codificado de un sistema de significación. En la Bienal de Florencia
de 1996 se celebró un evento ejemplar: los estilistas más importantes
aceptaron con entusiasmo la invitación para vestir a unas estatuas de
los museos florentinos. Se trataba de cuerpos míticos, de cuerpos
inorgánicos, en suma de cadáveres.
Nos hemos acostumbrado todos a este estilo porque la cultura visual ya vive independientemente de la vida real, pues muchas cosas que fascinan a la vista dejan sin emoción al tacto. Por eso muchos hombres quisieran una modelo para pasear y una señora de formas generosas en la cama. Así observamos dos paradigmas distintos: la pechugona nalgona de un lado, hecha para deleitar las fantasías que -como nos dicen los antropólogos- se relacionan con la fecundidad, y las ascéticas desangradas del otro, para contemplar una feminidad cerebral que nos protege de las fuerzas terrenales de la mujer. Como siempre, se trata de ese dualismo ideal que se usa para no enfrentar la variedad infinita de la naturaleza. Adolf Hitler construyó toda su filosofía sobre la imposición de un modelo físico superior, pues la raza aria debía defenderse de las razas inferiores. Su proyecto falló, pero permanece la necesidad de adecuarse a un modelo ideal, y lo que los nazis no consiguieron parecen lograrlo los cirujanos plásticos y la moda, con el bisturí y las dietas obsesivas en lugar de las cámaras de gas. Esto es, sin duda, más democrático y más redituable.
A las mujeres que,
durante una cena en un restaurante riquísimo, manipulan con el tenedor
dos hojitas de ensalada, enfrentando el riesgo de caer en la anorexia,
les quiero regalar una cita de Memorias de Adriano de
Marguerite Yourcenar: ``Comer un fruto significa hacer entrar en
nuestro Ser un hermoso objeto viviente, extraño, nutrido y favorecido
como nosotros por la tierra; significa consumar un sacrificio en el
cual optamos por nosotros frente a las cosas. Jamás mordí la miga de
pan de los cuarteles sin maravillarme de que ese amasijo pesado y
grosero pudiera transformarse en sangre, en calor, acaso en
valentía. ¡Ah! ¿Por qué mi espíritu, aun en sus mejores días, sólo
posee parte de los poderes asimiladores de un cuerpo?'' A todos los
demás les dejo una imagen que me parece simbólica: la anoréxica
princesa Diana Spencer en uno de sus recorridos humanitarios y, en sus
brazos, un niño africano con el estómago ``globalizado'' por el
hambre.