DOMINGO 20 DE FEBRERO DE 2000

Desde las montañas del sureste mexicano

Leer  las noches,  nombrar   las estrellas

¿Desde dónde escribe el subcomandante Marcos? ¿Desde su condición de universitario letrado o desde su trasplante al mundo indio? Para quienes el zapatismo no es más que una impostura de mestizos universitarios la respuesta es automática: Marcos es, apenas, una especie de nuevo Carlos Castaneda revolucionario, un ilusionista que se alimenta del Popol Vuh. Para quienes consideran que lo dominante en el lenguaje y la propuesta insurgente es su naturaleza india, Marcos es el traductor simbólico de universos culturales distintos
 
 
Luis HERNANDEZ NAVARRO

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En el trayecto que va de San Cristóbal de las Casas a La Realidad hay un viajero frecuente. Su oficio es inventar y deletrear las constelaciones, enseñarnos a leer el cielo nocturno. Durante años ha abierto puertas al mundo, ocupado la palabra, amotinado la espiga, hecho humear el espejo y dibujado destinos arbitrarios. Cuando la Plaza de Tlatelolco se llenó de sangre, acompañó la sombra de Regina y al nombrarla la resucitó para nosotros.

En las incómodas brechas de terracería que recorre ahora, camina una ruta que se trazó hace ya mucho. En una época en la que la palabra está en rebaja en el almacén de las vanidades, él mantiene su compromiso con la métrica, con el rigor del lenguaje y con el compromiso social. Así como a finales de los cincuenta se solidarizó con las luchas ferrocarrileras ahora apoya la lucha de los indígenas chiapanecos. Si en 1968 los estudiantes escribían sus poemas en los muros, desde 1994 sus textos ilustran el resplandor de los nuevos tiempos.

Juan Bañuelos se llama el caminante y es poeta de profesión. Desde hace cinco años recorre las sendas de la Selva y los Altos chiapanecos para construir la esperanza de la paz. Ahora, también, como lo ha hecho durante todo este tiempo, acompaña a los zapatistas en una nueva travesía. En ella, a diferencia del pasado, no es su persona la que sirve, como en tantas otras ocasiones, como escudo humano o garante del respeto a la libertad de los rebeldes, sino que es su palabra la que los acompaña en una nueva aventura. Un poema suyo, "Hacer costumbre", sirve de prólogo al libro titulado Desde las montañas del sureste mexicano.

La materia prima

Desde las montañas del sureste mexicano puede leerse como se mira un mural. (Y al verlo hay que escuchar con mucha atención.) Hay en él, retratados en imágenes llenas de color, episodios de la historia de los de abajo, mitos fundacionales, paisajes y figuras, que viven rodeados de un tupido follaje, y que son iluminados por la luz lunar y fecundados por una lluvia tenaz.

Aunque formalmente sus relatos no tienen continuidad entre sí, hay en ellos nexos profundos que hacen del libro no la mera suma de retazos inconexos nacidos de una misma pluma sino una obra compacta. Aunque es una antología que reúne ensayos, fábulas, panfletos, cuentos y cartas que tienen vida propia, es, además, una obra que posee espíritu de cuerpo. Cada uno de sus capítulos puede leerse como una unidad independiente, pero, también, puede disfrutarse como un todo. De hecho, cada una de sus partes tiene una estructura narrativa similar a la del libro en su conjunto. Dentro de muchos de sus apartados conviven narraciones del viejo Antonio, historias de niños, análisis de la coyuntura, con citas de Bertolt Brecht y de El Quijote y una larga serie de posdatas. Es como si en la pintura del mural selvático su autor hubiera utilizado materiales y técnicas variadas para iluminar las distintas constelaciones de la palabra, con sus respectivas estrellas, planetas y satélites, que constituyen el relato de la insurreción zapatista.

Desde las montañas del sureste mexicano es, simultáneamente, mezcla de tradición y modernidad. Sus capítulos están construidos tomando como materia prima mitos y narraciones de los indígenas de la Selva y los Altos chiapanecos, pero también, la poesía de Miguel Hernández, Federico García Lorca, Miguel de Cervantes Saavedra, Julio Cortázar o Eduardo Galeano. Respeta la oralidad de la literatura indígena que apenas recientemente comienza a publicarse, y la funde con los recursos narrativos contemporáneos.

El señor Keuner, el mismo personaje de Brecht presente en la ponencia de Durito, que se queja de los "incontables que se jactan públicamente de poder escribir grandes libros totalmente en solitario", no tendría problemas con el subcomandante Marcos. Al igual que el filósofo chino Chuang-Tsi que "escribió en su edad madura un libro de cien mil palabras, integrado en sus nueve décimas partes por citas", los trabajos incluidos en Desde las montañas del sureste mexicano están construidos a partir de una multiplicidad de viejos relatos indios y de una amplia bibliografía. Más allá de obvias Raul C diferencias, el resultado final de esta mezcla recuerda a la obra de Manuel Scorza.

La pluma

¿Desde dónde escribe el subcomandante Marcos? ¿Desde su condición de universitario letrado o desde su trasplante al mundo indio? Para quienes el zapatismo no es más que una impostura de mestizos universitarios que utilizan a los indios como carne de cañón, como pretexto en su lucha por tomar el poder, la respuesta es automática: Marcos es, apenas, una especie de nuevo Carlos Castaneda revolucionario, un ilusionista que se alimenta del Popol Vuh. Para quienes, por el contrario, consideran que lo dominante en el lenguaje y la propuesta insurgente es su naturaleza india, Marcos es el traductor simbólico de universos culturales distintos. Es por eso que el subcomandante escribe, por principio de cuentas, desde el nosotros, desde la comunidad.

Más allá de la disputa por la legitimidad política, en el debate subyace un prejuicio: lo indígena es un asunto racial y no cultural. En el reino de la discriminación se puede aceptar que un mexicano se naturalice estadunidense, que un católico se convierta al islamismo, que un comunista se transforme en librecambista, que un millonario se vuela beatnik, pero, de ninguna manera, que un occidental se vuelva indio. Pero ser indígena no es una cuestión de raza ni de color de piel sino materia de cultura. Cuando el comandante David, indígena tzotzil, presentó a Marcos ante el Foro Nacional Indígena, dijo que era uno de ellos. Y es desde ese mundo, desde la reeducación de la vida en la montaña, que Marcos habla. Sus relatos son las historias de sus compañeros. Su rúbrica, la certificación de un sueño colectivo.

Los símbolos

Una larga tradición de insurrecciones indígenas mayas muestra el valor simbólico de la palabra. Los levantamientos ancestrales han sido precedidos y acompañados de cajas y piedras parlantes. Las palabras expresan mitos y aspiraciones trascendentes de las poblaciones. Página tras página, los textos de los rebeldes zapatistas abrevan de las fábulas y ritos nacidos de la experiencia inaccesible de las comunidades. El lenguaje y los símbolos de que dan cuenta han permitido a los hombre y las mujeres pequeños, a los que hasta hace poco eran invisibles y vulnerables, hacerse presentes.

Como los hombres y las mujeres murciélago que viven en las comunidades de los Altos, los zapatistas son personajes de la noche y el desvelo. Amparados por la oscuridad se prepararon y organizaron la insurrección. Protegidos por la noche resisten a la epidemia del miedo. Quizás, por eso, la luna es su eterna compañera en los relatos. La que sirve como señal al hacerse tambor. La que se desinfla intermitentemente.

A su lado, el viento y la lluvia iluminan sus huecos en blanco. Símbolos de movimiento y fecundidad, de camino y paciencia, anuncian el fin de la historia como historieta y el inevitable amanecer. Evidencian que, con todo, el ayer no se ha hecho aún viejo, y que el principio y el fin están cerca. Habitantes privilegiados de los relatos, niños y ancianos conviven con los más antiguos dioses y con todo tipo de animales. Todos juntos dan vida a una trama que tiene a la dignidad como guía, en la que caminar es también tropezarse y caer, y en la que la eternidad, como cualquier cigarrillo, tiene un final.

El baile

A finales de noviembre de 1996, cuando la paz parecía estar más cerca que nunca y los zapatistas con mando y pasamontañas podían llegar a la antigua Ciudad Real sin peligro y convivir algunas noches con los jóvenes que se hacían cargo de cuidar su sueño, el comandante Zebedeo detuvo las canciones y la lectura improvisada de diarios y poemas y contó la historia de cómo, cuando estaban enmontañados y las bases de apoyo les llevaban el arroz y los totopos, aprendían a organizar bailando, cómo cada uno tenía que encargarse de sacar a uno más a danzar y aprender con él o con ella los pasos, porque si no, se tropezaban, y ya que le habían hallado el modo se separaban para meter a alguien más al baile. Explicó cómo la lucha era justo como el baile, donde no había que parar de moverse, donde había que encontrar el ritmo, donde no había que perder el paso, donde había que ser cada vez más. Y al terminar de decir su palabra pidió música, y con los primeros compases de la guitarra escogió a su pareja y se dispuso a poner en práctica su decir y la fiesta dio inicio.

Digamos que eso del baile se da mucho por aquellas tierras. La primera vez que Cuauhtémoc Cárdenas llegó por Guadalupe Tepeyac, rápido lo sacaron a bailar y hasta alternó una pieza con doña Rosario Ibarra. Al salir la comandante Ramona rumbo a la ciudad de México, la comunidad de San José del Río la detuvo con música y baile para darle la despedida. Cuando los mil 111 regresaron a dar cuentas de los avatares de su marcha sobre la ciudad de México, La Realidad era puro baile. La marimba no falta cuando se necesita, y eso que se necesita a cada rato. Bailan de día y de noche, con secas y con lluvias. No está claro en los relatos si los primeros dos dioses a los que hacen referencia, esos que sacaron como su primer acuerdo el hacer baile, y se tardaron en él porque estaban contentos de que se habían encontrado, también bailaban una vez tras otra "La del moño colorado", como lo hacen ahora las familias de aquellas tierras, pero lo que está claro, es que desde entonces no han parado de bailar.

La dualidad

De que los indios tienen al menos dos almas, las tienen. No es un decir. Así ha sido siempre, hasta cuando los han querido convencer de que no es así, de que sólo tienen una, y de que, en todo caso, la vivencia de la dualidad se da por la separación entre cuerpo y espíritu. De un lado está una alma, la que se gana con la responsabilidad, esa que algunos lugares en el sureste llaman chul'el, y que los niños no tienen aún. Del otro está ese protector que es un animal, que algunos llaman el nahual, y cuyo conocimiento hace a los humanos fuertes y resistentes, y cuya identidad se tiene que ocultar porque su descubrimiento por parte de un enemigo produce debilidad. Ambas co-existen sin problemas. Esas ?cuando menos? dos almas hacen que su naturaleza sea dual, y que desde siempre aprendan a vivir al otro dentro de sí.

Desde las montañas del sureste mexicano nos dice que esa dualidad no viene de ahora sino de mero atrás, de los dioses más primeros. Que la fuerza viene de saberse en ella y no de negarla. Que la luz y la oscuridad, la noche y el día, el blanco y el negro son lo mismo. Que la clave de la fuerza está en aprender a vivir con el otro dentro de nosotros. Que los hombres y las mujeres verdaderos provienen de esa dualidad, son ella misma. Y que esa dualidad se resuelve y se aclara sólo preguntándose por el camino.

Recuperar el pasado, recobrar  el sentido

La guerra de las mentes y los corazones, esa que pretende enfrentar pueblo contra pueblo y meter pirañas dentro de la pecera en lugar de tratar de sacarle el agua, busca que el sentido del conflicto desaparezca y que el miedo paralice. Los paramilitares ?dice el poder? no existen, son expresión de conflictos inter o intracomunitarios. Y añade: la violencia es natural a la condición de los indios, así son de por sí. ¿Qué puede extrañarnos entonces que se maten entre ellos? ¿De qué debemos sorprendernos? En Chiapas no hay una guerra ?insisten?, a pesar de que hay una declaración de guerra, y más de 60 mil efectivos militares, y muertos cada día. En Chiapas se está restaurando el estado de derecho ?aseguran?, aunque sólo se pueda restaurar lo que previamente existió y el estado de derecho en aquella entidad siempre haya sido una quimera, un recurso más en una pieza de oratoria de campaña política, y para restaurarlo se esté convirtiendo a Cerro Hueco en un nuevo centro de población indígena, eso sí, pluricultural, de tantos rebeldes detenidos sin órdenes de aprehensión; y se expulse a los extranjeros incómodos que dan cuenta de lo que ven, y se ajusticie a los inconformes, y se devuelva sus cadáveres ?como sucedió en El Bosque? en camiones de redilas, putrefactos.

Como parte de la resistencia al poder que son, los relatos contenidos en Desde las montañas del sureste mexicano diluyen la pretensión de que se pierda el sentido del conflicto apelando a la reconstrucción de la memoria y al mito, y recuperando el valor de la palabra de los que no tienen poder alguno pero conocen el valor de ésta. Rescata el recuerdo de los que nunca se han ido aunque hayan muerto. Sabedores de que, ante el dolor y la tragedia, las palabras sobran, el comunicado por la matanza de Acteal del 22 de diciembre de 1997, incluido en el libro, se limita a preguntar: "¿Por qué? ¿Cuántos más? ¿Hasta cuándo?", aunque días después, un nuevo texto informa detalladamente de la masacre. El 26 de diciembre los zapatistas dan a conocer un documento dramáticamente actual: sus investigaciones sobre el crimen.

Algo que decir

Desde las montañas del sureste mexicano nos muestra la pervivencia y la fecundidad de un lenguaje que retoma y desarrolla las facultades imaginativas del pensamiento que abreva en la práctica de un nuevo sujeto político, que reivindica la autoconciencia moral y el vocabulario relativo al deseo, que proyecta imágenes de futuro, y que se enfrenta al paraíso terrenal del utilitarismo.

Al dejar en libertad las palabras para que anden por el mundo nombrando lo intolerable, éstas han emprendido una gran cruzada pedagógica: la educación del deseo entendido como "enseñarle al deseo a desear, a desear mejor, a desear más, y sobre todo a desear de un modo diferente". Y han evidenciado la sabiduría que sabe reconocer que, detrás del dolor, se encuentra la esperanza.

Si algo muestra Desde las montañas del sureste mexicano es que los zapatistas tienen cosas que decir, que las han dicho de una manera distinta y que hay muchos ojos y oídos atentos para leerlas y escucharlas. Y en estos tiempos de la escasez de la imaginación y del sinsentido ya es mucho decir.*