DOMINGO 20 DE FEBRERO DE 2000

El nuevo orden mundial que nunca existió
 
Las  guerras  globales
DEL FIN DE SIGLO
 
Eduardo SUBIRATS
Del Golfo Pérsico a Chechenia se ha buscado la representación política de la destrucción como verdadera construcción civilizadora: conflagraciones entre dispositivos técnicos con objetivos humanitarios normativos, reguladas, además, con arreglo a principios de derecho internacional y a la defensa de los derechos humanos. ¿Nuevo orden mundial? Más bien la continuación de una historia conocida desde el lanzamiento de las primeras bombas atómicas. Y la prueba de que persiste el mismo desequilibrio social y político que existía bajo la tensión bipolar de los superestados nucleares

yugoslavia-kosovo-gitanos c e pronto, cuando nadie parecía esperarlo, en una aldea global fascinada por la caída del Muro de Berlín y el final de la Guerra Fría, estallaron nuevas guerras, las nuevas guerras del fin de siglo. Todas ellas estaban relacionadas directa o indirectamente con los desequilibrios políticos y militares internacionales que la desintegración de los regímenes comunistas de Europa Oriental y Rusia había acarreado. Una tras otra, estas guerras se ponían en escena, sin embargo, como instrumentos de un renovado orden político internacional, bajo la hegemonía ejemplar de un único superpoder mundial. La Guerra del Golfo Pérsico, Somalia, las llamadas guerras antiterroristas y antiguerrilla, las sucesivas guerras de los Balcanes, las dos guerras del Cáucaso, las guerras al narcotráfico... todas ellas se legitimaban como la puerta abierta a un nuevo equilibrio planetario que dejaba a sus espaldas las insoportables tensiones psicológicas y políticas de un sistema internacional bipolar, sostenido bajo el principio disuasorio del holocausto nuclear. Política y militarmente todas ellas han pretendido articular un nuevo sistema descentralizado de poderes regionales, un renovado ideal de civilización universal en torno de los valores del libre mercado y la integración electrónica del planeta, una expansión ilimitada del poder tecnológico y un limitado concepto de democracia.

Formalmente, la legitimación de la guerra en nombre de un orden universal no es precisamente nueva. La Segunda Guerra Mundial, o más exactamente, su culminación con las bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaki, se estilizó como el acto de nacimiento de un nuevo Estado mundial, inexplícitamente identificado con Estados Unidos de Norteamérica, llamado a abrazar los valores de la democracia, la igualdad social y la paz. Pero precisamente la Guerra Fría, creada por la rápida adquisición de un potencial destructivo nuclear de escala planetaria por otro sistema político rival, el de la Unión Soviética, puso de manifiesto el carácter quimérico del sueño de una paz mundial bajo la hegemonía de un único poder universal o global. Y si estas nuevas guerras finiseculares han puesto algo de manifiesto es, en primer lugar, no tanto la aparición de equilibrios nuevos, cuanto las tensiones sociales, económicas y militares que la Guerra Fría sólo pudo congelar bajo el chantaje universal del holocausto de la humanidad, pero de ningún modo podía mitigar, ni mucho menos resolver.

Las guerras de fin de siglo se han legitimado como los artífices de un nuevo orden mundial. Pero son más bien y en primer lugar la directa continuación de las guerras regionales que, desde el lanzamiento de las primeras bombas atómicas, se han sucedido ininterrumpidamente en Asia y Africa, y en América Latina. Y constituyen la más clara expresión de la persistencia del mismo desequilibrio social y político que existía bajo la tensión bipolar de los superestados nucleares. No de su superación.

En términos generales, filosóficos e historicoculturales, las guerras modernas pueden definirse con una metáfora militar que justamente configuró de manera central la conciencia de la cultura moderna del siglo XX: son la vanguardia de la civilización. Las guerras son vanguardia en la medida en que constituyen la expresión más avanzada de sus tecnologías, de sus poderes políticos y de sus normas morales, aunque "avanzado", aquí lo mismo que en la interpretación filosófica de la historia moderna, no entrañe precisamente una valoración moral positiva, sino más bien todo lo contrario. Las guerras, en fin, constituyen la vanguardia histórica por lo menos de una civilización como la nuestra, la llamada civilización moderna, que, desde la era de las Cruzadas y las conquistas, se ha organizado en torno de objetivos religiosos y tecnológicos, económicos y políticos de expansión agresiva y dominio planetario ilimitados.

La Guerra del Golfo Pérsico fue una guerra civilizadora en este mismo sentido y no sólo porque se anunciase propagandísticamente como el principio de lo que ciertamente no ha sido: un nuevo orden mundial. Pero si no construyó realmente este orden, sí en cambio se convirtió en un verdadero paradigma tecnológico y mediático de las guerras del futuro. Fue, en primer lugar, una guerra de simulacros y gadgets high-tech, que, por primera vez, empleaba las redes electrónicas de la "segunda corteza cerebral planetaria" tanto en sus estrategias de destrucción como de representación. En segundo lugar, esta guerra, y en una medida todavía más espectacular la guerra de la OTAN en los Balcanes, exhibían retóricamente, junto a sus iconos cientificotécnicos, unos objetivos estrictamente humanitarios. Sus respectivos fines eran liberar un territorio ilegalmente ocupado, evitar genocidios, poner fin a la violación masiva y planificada de mujeres, proteger minorías étnicas y religiosas, restaurar la sociedad civil. Las guerras del Golfo, de Kosovo, incluso la de Chechenia, se han estilizado como medidas radicales en defensa de la democracia.

Esta definición humanitaria de las guerras del fin de siglo ha sido congruente, por otra parte, con la representación de sus estrategias militares. Tanto en el Golfo Pérsico como los Balcanes se han puesto en escena sendos guiones de guerras limpias, guerras de aparatos contra aparatos, en las que la destrucción militar procedía con arreglo a metáforas quirúrgicas y clínicas cuyo último significado era la salud de un cuerpo enfermo. Fueron guerras en las que no aparecían otras víctimas que las causadas por indeseados errores técnicos. Las metáforas clínicas a la vez que hipertecnológicas que han arropado a estas guerras finiseculares han banalizado su capacidad letal efectiva, que en modo alguno debe considerarse menor que en las dos precedentes guerras mundiales. Es cierto que los misiles guiados y los bombardeos estratégicos han transformado la representación mediática de la destrucción militar tardomoderna, en relación con las bombing zones de la Segunda Guerra Mundial. Las modernas tecnologías de destrucción, al igual que las modernas estrategias comerciales de comunicación y consumo, son, en efecto, más específicas e individualizadas en cuanto a sus respectivos objetivos. A diferencia de la Segunda Guerra Mundial, los bombardeos urbanos de estas guerras no contaban sus víctimas por decenas de miles. Sólo que su proceso destructivo individualizado no impedía, sino que, por el contrario, comprendía dispositivos industriales y sistemas de comunicación cuya eliminación quirúrgica ha tenido consecuencias letales masivas a medio y largo plazo sobre la población civil y muchas veces también sobre los propios soldados. Se trataba, eso sí, de una destrucción de efectos retardados y baja visibilidad mediática: contaminación ambiental persistente, patologías genéticas, desequilibrios económicos irreversibles, destrucción de medios agrícolas de subsistencia... En el Golfo Pérsico, lo mismo que en las estrategias de guerra total de las pasadas guerras mundiales, la función política de las armas fue reducir una civilización a cenizas, cualesquiera fueran sus objetivos estratégicos.

Y sin embargo no es la capacidad destructiva mucho más efectiva la que otorga a estas guerras su distinción histórica, a pesar del esfuerzo de los medios de comunicación globales por presentarlas como guerras inocuas o como sistemas de destrucción asépticamente aplicados. Ni tampoco el despliegue de tecnologías complejas de una destrucción llamada inteligente. Lo más significativo en estas guerras ha sido la representación política de esta destrucción como verdadera construcción civilizadora. La presentación simbólica de estas guerras como conflagraciones entre dispositivos técnicos con objetivos humanitarios normativos, reguladas, además, con arreglo a principios de derecho internacional y a la defensa de los derechos humanos, las ha transformado en una finalidad civilizadora por sí mismas. Las guerras globales son, por sí mismas, guerras de civilización y expresiones, por tanto, de un orden, de un equilibrio histórico cumplido y jurídicamente formalizado, con independencia de la magnitud de su acción devastadora. En Bagdad se eliminó un potencial de destrucción masiva supuestamente único, en Kosovo se restableció la sociedad civil multiétnica, en los ataques a objetivos terroristas, lo mismo se trate de arruinados campesinos colombianos, los pueblos kurdos sometidos a décadas de persecución etnocida, o las aldeas de Afganistán asoladas por el militarismo soviético, se trata siempre de eliminar amenazas a la paz global. Lógicamente este modelo de guerra civilizada y civilizadora no se aplica a todas las guerras. Precisamente por constituir una vanguardia tecnoindustrial y mediática, y porque se pretenden globales y racionalmente funcionales, las nuevas guerras se tienen que distinguir simbólicamente como buenas y limpias, de las guerras tradicionales y arcaicas, o simplemente las del enemigo tecnológicamente atrasado, que son guerras brutales y bárbaras y sucias, y por consiguiente moral y jurídicamente ilegítimas.

La representación de estas guerras como acción civilizadora o pacificadora significa que ya no son concebidas como un instrumento de la política o como un medio para la paz, según la definición clásica debida a Von Clausewitz. Estas guerras son en sí mismas sistemas de una paz mundial. Están dotadas en sí mismas de un orden tecnológico, jurídico y moral que las justifica, no importa si su finalidad y la magnitud de su destrucción masiva sean una zona de futuras inversiones de la industria energética, la ocupación militar de una región globalmente estratégica, o la eliminación de la resistencia de pueblos enteros politicoeconómicamente reducidos a la categoría de masas humanas tercermundistas y, por consiguiente, funcionalmente desechables.

De ahí también que no sea preciso declarar estas guerras. Han sido perfectamente banalizadas a través de sus estrategias comunicativas. Jurídicamente son limpias y justas. Tecnológicamente significan un progreso incluso para aquellas zonas geopolíticas tecnoeconómicamente subdesarrolladas que generalmente constituyen sus objetivos. Por eso las guerras globales del fin de siglo pueden extenderse virtualmente por todo el planeta sin constituir una "guerra mundial". Esa es también la razón de que las nuevas guerras globales, difusas, descentralizadas y de baja visibilidad intercambien sus signos con las acciones policiales contra protestas e insurgencias civiles. Las guerras globales son concebidas como acciones policiales de limpieza a gran escala, y muchas acciones policiales adoptan verdaderas estrategias de guerras convencionales (Kosovo y Chechenia, o el ataque a los manifestantes en Seattle con armamento químico, entre muchos otros casos).

Las guerras del fin de siglo son globales por la magnitud de su proceso de destrucción y reconstrucción, concebido como megaempresas tecnológicas e industriales, militares y financieras. Son globales en el sentido de estar concebidas como estrategias multinacionales, constituir campos experimentales de tecnologías de vanguardia, y vincular la destrucción selectiva y masiva de los sistemas de producción y reproducción sociales con las subsiguientes estrategias financieras de recapitalización, desarrollo industrial e inserción en el sistema del mercado mundial. Y son guerras globales porque sus redes electrónicas de comando y destrucción coinciden, tanto tecnológica como administrativamente, con los sistemas de comunicación de la aldea electrónica.

Este último aspecto merece una atención especial. La Guerra del Golfo Pérsico inauguró las escenas de bombardeos a través de los aparatos de video con rayos láser instalados en los propios misiles. Ello significaba una revolucionaria unidad estructural de las técnicas de destrucción y de reproducción visual: la cumplida síntesis futurista de la guerra y el espectáculo. Era la perfecta construcción mediática de una visión integralmente deshumanizada del espectador en el interior mismo del aparato de destrucción. La incorporación estructural de la mirada del espectador en la estructura técnica del aparato de destrucción suponía, al mismo tiempo, la completa subordinación de los medios de comunicación bajo el comando militar. Era, por consiguiente, imposible construir una experiencia de esta guerra que no estuviera prefigurada técnicamente por el sistema militar de destrucción, o por su control institucional (la única alternativa mediáticamente organizada era un pacifismo idénticamente banalizado o la propaganda fascista del gobierno de Bagdad). Bajo esta constelación se configuró el modelo de las guerras globales de fin de siglo.

Históricamente, el concepto de guerra total está ligado a la extensión espacial indefinida de la guerra tradicional de frentes, gracias al desarrollo industrial de la artillería de largo alcance, la guerra aérea y la guerra de misiles. Su cenit coincidió con los bombardeos masivos sobre las ciudades de Guernica, Chong Quing, Rotterdam, Hamburgo, Dresde y Tokio a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, con un balance de cientos de miles de hombres, mujeres y niños exterminados. Hiroshima y Nagasaki significaron la culminación de estas estrategias de destrucción masiva contra población civil. Consideradas en su conjunto las guerras del fin de siglo arrojan cifras más discretas, pero un balance destructivo no menos brutal. La guerra limpia de los Balcanes brinda ejemplos tan terroríficos a este respecto (el empleo de misiles con materiales radiactivos de ubicación incontrolada en el suelo y efectos ecológicos letales a largo plazo, por mencionar un ejemplo) como las guerras llamadas étnicas en Africa, o las confrontaciones militares de fuerzas militares y paramilitares, la guerrilla y el narcotráfico en América Latina. La guerra de Chechenia ha significado en este sentido la síntesis cumplida de la brutalidad inherente a la limpieza étnica y el genocidio a gran escala perpetrados en los Balcanes o en Ruanda, y la guerra en las estrellas sobre el Golfo Pérsico o Serbia, y en esta medida la expresión culminante de la nueva guerra global.

Sin embargo, la dimensión espectacular de estas guerras no se limita a la gratificación estética inmediata de sus escenarios de violencia, a las expresiones catárticas del horror, o a las funciones didácticas de la brutalidad criminal de los poderes tecnológicos y militares tardomodernos. La función espectacular ligada a la estetización electrónica de estas guerras reside asimismo en transformar la actitud individual frente a ellas, y ocultar tras sus pantallas los verdaderos dilemas y peligros que hoy atraviesa la humanidad.

A lo largo de la Guerra Fría, la disuasión nuclear llegó a eclipsar bajo la magnitud inimaginable de su potencial destructivo técnicamente posible las guerras de alcance regional e incluso intercontinental. Mientras los dos superestados atómicos rivales concentraban sus energías en el almacenamiento de ojivas nucleares, esta virtual inviabilidad constituía precisamente su gran coartada. Claro que esta coartada del holocausto global de la humanidad era falaz. Bajo su principio se negociaron precisamente una serie ininterrumpida de guerras altamente letales, de las que Vietnam sólo constituyó un emblemático ejemplo.

Pero si la estrategia de disuasión nuclear no consiguió poner un límite a las guerras regionales ni a los genocidios en Asia, Africa y América Latina, lo que sí logró en cambio fue un consenso generalizado de que, en el futuro, las guerras tradicionales de alcance medio resultarían enteramente impracticables. En contados pero significativos casos, como el de la llamada crisis de los misiles en Cuba, esta doctrina se confirmó con abultados hechos.

Las guerras del fin de siglo han invertido claramente esta relación. No solamente han puesto de manifiesto que guerras de destrucción masiva, como la del Golfo Pérsico y la de Chechenia, son posibles bajo el sistema de disuasión nuclear, sino que también han familiarizado a la audiencia mediática con la eventualidad de un estado global de guerras descentralizadas y difusas. Al mismo tiempo, estas guerras han puesto de manifiesto su holgada capacidad técnica de mantener electrónicamente sitiada a la masa electrónica tardomoderna bajo condiciones de una absoluta pasividad, o bien de movilizarla discrecionalmente en torno de las imágenes representadas de la guerra, ya sean humanitarias, racistas, nacionalistas o integristas. La movilización social del régimen nacionalista serbio contra la población islámica de los Balcanes, y la pasividad catatónica de la audiencia europea frente al genocidio y la destrucción persistentes en Sarajevo, constituyen dos alarmantes paradigmas complementarios. La movilización mediática de millones de humanos en la celebración del fin del milenio, en una perfecta sincronización de ciudades emblemáticas, iconos comerciales y sistemas electrónicos de control, coincidiendo con un momento culminante de la guerra total sobre Chechenia señala un modelo de escarnio, concentración y movilización de la masa electrónica a escala planetaria, de definitivas implicaciones totalitarias.

Pero el espectáculo de las guerras del fin de siglo posee todavía una penúltima función: la putrefacción política y la desolación humana globales que se ocultan en sus pantallas acompañan ciegamente una expansión del armamento nuclear y de otras armas de destrucción masiva. A este pro- pósito, es notable que la memoria mediática haya borrado casi por entero, a comienzos del nuevo siglo XXI, lo que constituyó el momento más esperanzador de la perestroika y el glasnost, si no su principal legitimación desde una perspectiva internacional: la desarticulación de uno de los aparatos militares más letales que ha conocido la historia de la humanidad, la posibilidad de un desmantelamiento nuclear total a escala global, y el punto final al chantaje de los Estados atómicos contra la humanidad bajo la amenaza de un holocausto planetario. No se trata de que la transición democrática en Rusia fuese un objetivo menor o secundario con respecto a la desarticulación de su sistema militar. El problema era más grave: bajo la hegemonía de la maquinaria militar, del Gulag y el Estado atómico, era y es impensable la construcción de un sistema político democrático, en Rusia y en cualquier otro lugar del planeta.

Al llegar al final del siglo hemos visto burladas todas estas esperanzas. Las transiciones democráticas en el Tercer Mundo y el Segundo Mundo han sido seriamente limitadas, cuando no eliminadas por la corrupción política, la militarización de conflictos sociales y la extensión de la pobreza letal a la escala de un verdadero genocidio macroeconómico. En lugar de la prometida congelación del armamento nu- clear, la apertura de un mercado negro internacional para uranio enriquecido y plutonio, y para técnicos y tecnologías nucleares, se ha convertido en un hecho tan sólidamente afianzado como los mercados ilegales de narcóticos y de armas convencionales. En torno de esta economía sumergida de la muerte se han creado nuevos Estados nucleares, como Corea del Norte, India y Pakistán, seguidos a pocos pasos por Irak e Irán.

El chantaje planetario del holocausto nuclear no se ha eliminado de la historia humana sólo porque sus signos visibles hayan sido borrados de las pantallas y sus metástasis intertextuales. Ha sufrido, eso sí, una importante mutación. Por un lado, se han hecho más complejos técnicamente los dispositivos balísticos y antibalísticos intercontinentales. Al mismo tiempo, el potencial de destrucción y de contaminación nucleares ha sido diseminado a lo ancho de redes comerciales y militares más amplias, descentralizadas e incontrolables. Las bombas de Hiroshima y Nagasaki no anunciaban el final de las guerras, como preten- dían sus agentes políticos y su burocracia tecnocientífica. Más bien han significado su generalización, la transformación de la civilización posindustrial en un estado permanente de guerra global: el peligro anunciado ya desde los años cincuenta por los críticos del proyecto Manhattan y del Estado nuclear.*
 

Eduardo Subirats, doctor en filosofía por la Universidad de Barcelona, es académico en universidades de Nueva York, Pricenton, Madrid y Sao Paulo, entre otras, en las cuales imparte cursos de literatura, filosofía y estética.