La Jornada domingo 20 de febrero de 2000

Carlos Bonfil
Milagros inesperados

Frank Darabont, el realizador de Sueño de fuga (The Shawshank redemption, 1994), regresa cinco años después al universo penitenciario, adapta de nuevo una novela de Stephen King, y plantea una vez más, en Milagros inesperados (The green mile), la alegoría de una amistad entre dos hombres de raza distinta; en el primer título se trataba de Tim Robbins y Morgan Freeman; hoy es Tom Hanks y Michael Clarke Duncan. La acción de Sueños de fuga transcurría en la década de los cuarenta; la de Milagros inesperados, en 1935, el año que recuerda, en un asilo, el anciano Paul Edgecomb, ex guardián de una cárcel reservada a los condenados a muerte. La memoria de Paul, disparada por una escena de baile de Fred Astaire y Ginger Rogers en Sombrero de copa (Top Hat), relata una historia fantástica, llena de horror y de maravillas redentoras, con escalofriantes ejecuciones capitales y escenas de inesperada ternura.

El título en inglés alude al pasillo verde que conduce de la celda a la silla eléctrica, la "milla" donde se afrontan cotidianamente la mezquindad de los villanos (estupendos, Doug Hutchinson como policía sádico, y Sam Rockwell --"Wild Bill" Wharton, el pintoresco bandolero irascible), y la increíble bondad de todos los demás personajes, en primer término la del propio Paul (Tom Hanks), narrador omnisciente. Si a este esquema de buenos y malos, irredentos y redentores, añadimos el protagonismo de un ratón amaestrado, pieza clave del relato, llegamos directo a Wonderland, USA, un territorio de ficciones humanistas cargadas de misterio, donde un prisionero negro, el enorme John Coffey (Clarke Duncan), posee poderes sobrenaturales, entre ellos, el de reducir a la contrición llorosa a un puñado de policías sureños.

Esta historia, que de entrada podría parecer absurda, convencional, predecible, consigue fascinar al espectador y mantenerlo en estado de expectación continua, desde el primer detonador de la memoria de Paul, con su enorme flash-back y las claves interpretativas que astutamente se van sembrando por el camino, hasta los vuelcos de fantasía que dispensa la segunda parte de la cinta. Es evidente el talento narrativo de Frank Darabont, director y guionista, y su tino en la elección de actores y en los detalles de cada caracterización. Pero lo sorprendente es la combinación de elementos dramáticos, con una intensidad semejante a la de otra cinta del género, Pena de muerte (Dead Man Walking, Robbins, 1995), y aspectos fantásticos dignos del primer Cronenberg, el de Zona muerta (The Dead Zone, 1983), adaptación también de un relato de Stephen King. A esto cabe añadir las estupendas secuencias cómicas, en las que el sádico racista Percy Wetmore (Hutchinson) es invariablemente el objeto de mofa. Cruel y cobarde, termina orinándose de miedo en los pantalones. "Wetmore, que apellido tan apropiado", comenta un prisionero.

En el otro extremo se sitúa la caballerosidad generosa de Edgecomb/Hanks, víctima de una infección renal crónica, quien sólo puede orinar con inmensos dolores. Toda la cinta tiene como tema capital el sufrimiento, físico y/o moral, y las inauditas maneras de liberar el dolor o volverlo transferible. No es sorprendente el atractivo de una fantasía semejante en una cultura como la norteamericana que paralelamente alimenta las paranoias colectivas y miedos finiseculares, apenas superados. La otra cara de esa fascinación por el Apocalipsis es justamente el recurso a soluciones providenciales como las que presenta Darabont. O la evasión romántica que en la película proporciona el cine de los años treinta. En una escena memorable, el condenado a muerte John Coffey expresa, como último deseo, ver lo que nunca ha visto en su natal Louisiana: una película. Y en la imagen idílica de la pareja Astaire-Rogers bailando Cheek to cheek el prisionero negro piensa vislumbrar lo que podría ser la realidad después de la muerte, más allá de la desigualdad y la injusticia. En un momento semejante, y con el manejo sutil del humorismo a lo largo de toda su historia, Milagros inesperados trasciende la retórica liberal de su mensaje, su maniqueísmo carcelario y las propias convenciones del género.